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Por Juan Jesús Jiménez

Puebla, México, 11 de octubre de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

No hay mucho que aclarar, sería casi como excusarme.

Perdón. https://www.youtube.com/watch?v=6W6HhdqA95w.

¿Recuerda cuando hablamos de aquello que no somos? Bueno, surge ante nosotros un vórtice enorme que devora la realidad sensible; ¿qué ocurre cuando los sentidos nos engañan?

Es un hecho que el ser humano opera una máquina imperfecta de músculos y tendones, fácil de distraer, fácil de replicar. La realidad cuando es producto de nuestro contacto con lo sensible, corre el riesgo de volverse una resaca, un truco de magia, humo; por eso mismo, la capacidad de diferenciar el mundo de un yo, puede verse limitada por modificadores en nuestros sentidos como lo es el alcohol, la marihuana, el tabaco, etc. Sobre su uso responsable ya hemos hablado.

Pero, si no quiere ir a leer esa columna, tenga en mente que no cabe en nosotros mencionar si una sustancia puede ser “buena” o “mala”, es la relación de consumo la que define su impacto. Con esto aclarado, partamos.

Para empezar, vale preguntarnos hasta qué punto un yo es un yo. La pregunta puede sonar absurda una vez que definimos al yo como un rasgo de diferenciación, pero al definir el límite entre lo sensible y entre aquello en lo que yo formo parte de eso sensible queda una brecha enorme. Me explico. Es claro que uno no se puede reconocer en aquello que forma su propia experiencia, porque para que uno mismo pueda formar parte de su reconocimiento sensible debería verse de alguna forma en una mirada extradiegética, o bien, ser consciente de lo que está haciendo.

El límite de un yo sensible no solo está en la capacidad de sus propios sentidos para definir un objeto conceptual, sino en su participación activa de la realidad que lo rodea.

Mientras que al ser el yo una parte de la experiencia sensorial de otros yo, podemos intuir que la participación puede ser pasiva o incluso, desconocida para el yo. Cosa que hace sentido cuando observamos fenómenos sociales en los que pareciera que una masa enorme es la que evoca un movimiento y no la manifestación del individuo en un grupo.

En la alhóndiga de Granaditas, por ejemplo, puede que ninguno de los hombres que sangraron en ese día entendiera lo que ocurría más allá de los gritos, del dolor; cada uno de ellos actuaba siguiendo el anonimato, la masa furiosa que se hartaba de polvorín, un sentimiento que no era suyo, sino de la impersonalidad, del yo que pierde su límite sensible. ¿Se lo había planteado? ¿Qué es lo que nos lleva a matar? En la pérdida de un horizonte identitario está la respuesta. Mi experiencia de matar no es nada, sino una contribución a la causa. Prosopopeyas de la justificación bélica, supongo.

Pero ese no es el tema; de forma consciente o no, un yo no deja de existir en la ausencia de un límite sensorial, sino que asume identidades que pareciera en primera instancia, polarizadas. Sin embargo, y debo ser claro en ello, el yo asume dichas identidades desde un precedente, no son generadas de forma aleatoria ni como una respuesta improvisada a las situaciones; todo aquello que se manifiesta desde el otro yo es más bien, la respuesta que retoma toda nuestra pedacería identitaria para responder la pregunta ¿hasta dónde termino yo?

Sucede que estas respuestas, ya nubladas de por sí por causa del abuso de sustancias, puede ser una que represente aspectos conflictivos del yo, todas aquellas manifestaciones que se desentienden como parte de la experiencia sensible de otros y que buscan, ante todo, una felicidad voraz y pasajera para así poder sentir algo, ponerse un límite, aterrizarse en un sentimiento.

Una vez aterrizado, sin la modificación sensible, vemos en nuestro espejo a un desconocido que se apila detrás del desastre que fuimos, o por el contrario, vemos en él un reflejo claro de las desmotivaciones que nos perseguían con anterioridad. Bajo la dicción obstaculizada por una memoria errónea, deletreamos ante nosotros una suerte de confesiones entre lo que fue la experiencia del yo y el yo como experiencia de otros. Aterrorizado por el recuento final, un asco palatal se adelanta a la mirada, un remordimiento esofágico ataca desde la nada. Delante de nosotros la revelación del yo hiriente que dejó un momento de risa. El vestigio de aquello que en algún momento fue alguien que podía saber lo que hacía.

Contestar hasta dónde termino yo puede ser hiriente, sí. Y no hay razón suficiente para separar al yo que es consciente del que no lo es. Al final ambos son igual de responsables por su impacto en el mundo sensible de otros, tanto para bien como para mal, es imposible separar la identidad del ser de todas aquellas cosas que ocurren con nosotros como un objeto de cambio. Cada decisión cuenta. Toda confesión del ser para sí mismo es, claro, un manifiesto del absurdo que ha sido siempre eludir nuestra sombra; el ser, de forma agónica, se forma de todo aquello que nos empeñamos por demostrar, pero también de todo aquello que ocultamos, que deseamos eliminar de nosotros. No hay forma de negarlo.

A esta condición podemos nombrarla como el primer axioma en la descripción de la identidad: todo aspecto de ella es inescapable. Engañar a los sentidos, modificar la realidad es la muestra de que incluso de esa forma, detrás de nosotros vendrán todo aquello que nos separa del mundo y todo aquello que nos incluye en él como parte de un conjunto. Depende de nosotros elegir a qué clase de conjunto queremos formar parte, de forma consciente, cuando la realidad no es falsa. Determinar los límites del yo incluso cuando la experimentación sensible se vea afectada. De otro modo, desaparecer, entre las visiones de lo que algún día se aspiró a ser, lo que ya había sido y el desastre que uno es.

Un defecto de ser real, supongo. La forma más concisa de saber que uno existe es la experimentación de cada una de las perspectivas posibles. Sentir. Darse asco, enfermarse al verse, sentir que uno se esconde, reencontrarse tendido en la cama hecho un suspiro.

Toda forma de ser equivale al contacto con el mundo, a la forma de protegernos de él. Pero para hablar acerca de los discursos identitarios, la aglomeración claustrofóbica de individuos, habrá otro momento.


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