¿Te gustó? ¡Comparte!

Judith Castañeda Suarí

Puebla, México, 04 de julio de 2022 [08:58 GMT-5] (Neotraba)

En una cuarta de forros encontramos los primeros puentes que se tienden entre los libros y su lector. Allí está, asimismo, el elemento que atrae la mirada de los posibles compradores. Los vemos: una figura de vista distraída se pasea entre anaqueles de portadas lustrosas, algunas más llamativas; el dedo de esa figura roza el plástico transparente, protector del volumen, y después su mano lo toma, lo voltea para leer esas palabras que, momentos más tarde, lo harán llevarlo consigo o devolverlo, quizás, a un estante cualquiera, complicando el trabajo de los empleados del lugar.

En la editorial seleccionan estas palabras–gancho con la esperanza de llamar la atención. Así, nos encontramos con el halago de un autor de renombre o de algún medio informativo, con un párrafo que se relaciona con el contenido de la obra. En el caso de Ángela y los ciegos, libro de cuentos de Alejandro Meneses (Altzayanca 1959–Puebla 2005), la cuarta de forros transmite a sus lectores algunas de las características que le otorgan unidad: “dos primos-amantes se buscan, se persiguen, sin encontrarse: sus fugaces contactos confirman la lejanía que, paradójicamente, los une”, leemos.

Si nos asomamos al interior, será posible detectar otros elementos comunes a la totalidad de los textos, además de Ángela, prima del personaje–narrador o las madres de ambos –viudas, la de Ángela de manera reciente: es noviembre, jamás se localiza una escuela de ciegos. La escritura de Alejandro Meneses trenza lo anterior en un todo poético, a veces crudo, y lo sitúa en diversos escenarios; así esta suerte de novela corta, creada a partir de cuentos poseedores de una unidad propia, transcurre dentro de escenarios como playas, bares, automóviles o jardines nocturnos.

A primera vista, cuarta de forros y contenido concuerdan en Ángela y los ciegos. Sin embargo, tras una gota, comienzan a dibujarse círculos que perturban la certeza de lo anterior. “Un libro de 5 narraciones, con una extensión de 160-180 cuartillas, sobre parejas al borde del asco. Todas las narraciones forman una sola atmósfera”. Se trata de la voz del propio autor, de una descripción previa al libro, cuando las páginas no eran sino un proyecto.

El hallazgo se dio como tantos otros en tiempos recientes, donde navegar significa ir de un enlace a otro o ingresar una consulta en el buscador para, después, visitar la página que más nos llame la atención, donde parece que estarán los resultados correctos de nuestra duda. Así, tras hacer una búsqueda para Alejandro Meneses, entré al portal Sistema de Información Cultural del FONCA, donde se puede encontrar la frase citada con anterioridad (http://sic.gob.mx/ficha.php?table=estimulo_fonca&table_id=18584).

5 narraciones, parejas al borde del asco, una sola atmósfera; en cada uno de estos puntos encontramos la seguridad de quien está delimitando un proyecto con cierto grado de avance al interior de sus pensamientos; el intervalo en la cantidad de cuartillas nos dice que ningún escritor sabe, en principio, la extensión de una de sus obras antes de acometerla, de concluirla.

Portada de Ángela y los ciegos blanco y negro
Portada de Ángela y los ciegos blanco y negro

Los otros datos que se precisan en la página, emisión, disciplina y especialidad –1994, literatura, cuento–, nos permiten relacionar esta información con el libro Ángela y los ciegos, en cuyas páginas iniciales se lee la siguiente frase: “El autor escribió este libro con el apoyo de una beca del FONCA, 1994–1995”. Así, desde mi incertidumbre, podría aventurar que Ángela y los ciegos es ese libro de parejas al borde del asco, no importa si el título del proyecto no figura en el portal.

En lo anterior está reflejada esa comunicación a veces incompleta que se entabla a través de un libro: para el autor son importantes características que a ojos de su lector no tienen la relevancia de otras. Desde esta nueva arista, entonces, cobran notoriedad detalles distintos a los que resalta la cuarta de forros en Ángela y los ciegos.

El constante alejamiento entre el narrador en primera persona y su prima Ángela, esa mujer–niña recién huérfana de padre que llega a vivir con su tía viuda, queda entonces por detrás de frases que estaban ahí ya, que desde el papel hacían fruncir la nariz, pues se trata de algo que por lo regular se omite: la narrativa con frecuencia está hecha de retazos heroicos, de búsquedas, desastres naturales, violencia o relaciones humanas, de amores y divorcios, de noviazgos imposibles con algún final feliz; en esta madeja es intrascendente el tufo de la cañería, un ratón muerto en la alacena o las ganas de vomitar de un personaje, a menos que se trate de un probable embarazo. Tampoco es importante si uno se escarba los dientes con una uña o está en presencia de un médico “como llegan los enfermos de cólera: cagados y cagando”.

Detalles fundamentales de la atmósfera para Alejandro Meneses, después de este hallazgo, han cobrado importancia ante nuestra mirada. Lo primero es el cordón podrido de lluvias del cual pende la campanilla que Ángela, con la “infancia recién clausurada”, toca con solemnidad en los recuerdos de su primo, “un día de cuervos extraviados”. Emerge ahora de esas fibras trenzadas no la nostalgia de los días lluviosos, sino el tufo a humedad, el tacto quizá desagradable que se queda en los dedos cuando rozamos una superficie lamosa.

Dicha sensación, páginas adelante, se posa en un pez medio muerto que Ángela sostiene antes de besarlo en la boca, de meterlo en una bolsa y arrojarlo por la ventanilla de un camión, en el tembloroso charco de orines que hay en un asiento. En la parte inferior de un lavadero, donde se percibe el “sagrado olor de la podredumbre que sube del caño”, donde Ángela, de regreso en la casa enlutada de su madre, come un melón, los brazos llenos de caminos de mugre y de miel de esa fruta que ofrece con los dedos a su primo, escena impensable en esta época de mascarillas, contagios y lavados de manos que se prolongan durante unos veinte segundos.

Verduras criando hongos dentro del refrigerador, alacenas cundidas de telarañas, donde los tallarines fosilizados y la harina hecha roca es lo de menos; el dejo a descarnado pasa a una escritura poética que su autor condensa hasta su esencia, salpicándola de escenas, de palabras que seguro harían fruncir el ceño a las buenas conciencias. Entonces un gato maúlla como si estuviera montando a la gata del vecino o recibe un “patín en sus flacas nalgas” sin empacho alguno, sin velar la frase con alguna metáfora, sin esconderla en el silencio de los pasajes quizá desagradables, duros, violentos o poco importantes para los hechos que están relatándose.

El “borde del asco” que Alejandro Meneses señala en la descripción de su proyecto en el Sistema de Información Cultural del FONCA, alcanza el propio ser de sus personajes, no sólo sus palabras y entorno. Vimos ya a Ángela comiéndose un melón debajo de los lavaderos de su casa, pero más ejemplos se encuentran a lo largo del libro. En ella misma se centran varios de ellos: aparece echándose “un pedo larguísimo”, levantándose la falda en compañía de su primo, mientras juegan a probarse la ropa vieja que dejaron la humedad y las polillas; mata cucarachas desnuda, en sandalias; en varias oportunidades ejecuta un baile sin ritmo, al compás de una música que nadie escucha, y entonces se pone de rodillas, separa las piernas, su cuerpo hace ruidos que hacen llorar, roncar o pelearse, como en el cuento “Cabaret para ciegos”.

El narrador sin nombre, de igual forma, se ve envuelto en la misma atmósfera: vomita a los pies de una desconocida que dice llamarse Angie en ese mismo cuento; aspira el olor de la podredumbre de los lavaderos; lava sus calzones sucios de semen bajo el agua turbia de la regadera, esto con una mano, mientras con la otra piensa en Ángela; en “La soledad de los barcos” enferma de cólera y sobrepasado por las náuseas, vomita un líquido veloz, rojo, mientras el asco se lo traga con todo y silla.

Desde el punto de vista que el propio autor nos ha dado, se vuelve fundamental el cuento “Sedaine está muerto”. “Incluso muerto, el gran biólogo Sedaine estorba, nos obliga al ridículo, hace que la gente se comporte de manera extraña”, escribe Alejandro, para después entregarnos la escena de un absurdo entierro nocturno, donde hay vómito y cigarros que se apagan sobre el ataúd del difunto, ladrillos arrojados a la tumba, los cuales vibran en los oídos del personaje–narrador como eructos. Al momento de deslizarlo hacia su sitio último, el peso del ataúd vence a sus sepultureros y cae; “Quedó al revés”, dice el narrador, ni siquiera intenta poner remedio a ese accidente.

Quizá las páginas de Ángela y los ciegos giran en torno a esto; después de todo, como Alejandro Meneses lo escribiera antes en “El hombre de la puerta de atrás”, cuento incluido en Días extraños (Universidad Autónoma de Puebla 1987), la palabra verdadera puede encontrarse detrás de la que se pronuncia: “esa palabra que está atrás de lo que tú llamas acero, hueso, pluma. Atrás de todo algo susurra.” Llevando esto al contenido de una obra, puede existir una historia detrás de la historia, por eso un personaje comete suicidio después de ganarse la lotería.

Aunque de igual forma es válida otra frase del mismo Días extraños, primer libro de Alejandro: “Pero el caso es que una vez salida de tu boca la palabra se mueve por sí sola, busca huecos, escondites, entradas imposibles”. El autor no tiene control sobre su obra una vez publicada, cuando llega a sus lectores: aquí cada uno de ellos encuentra la arista con la cual se identifica, y seguro no es idéntica en la totalidad de los casos.


¿Te gustó? ¡Comparte!