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Guanajuato, México, 18 de junio de 2024 (Neotraba)

Well I been on this old river 

                                                 well well well 

                                                 so jumping long 

                                                 so jumping long

(Versos de un canto afroamericano recogido en Technicians of the Sacred)

La novela de iniciación de Alejandro García es una planta carnívora de sol, crecida en estanque o tiesto de barrio que respira y despide, a través de los cuerpos y de los pensamientos de sus personajes, fermentados humores de ingenua o cruel hilaridad y de miscelánea podredumbre. Una hiedra suelta por los vertederos del pasado que atrae a quien la escuche con la cadencia de su lengua poética y soez.

No es El viejo y el mar sino el niño –que se llama Olegario– y los estrechos márgenes del río del Muerto. No la vasta extensión azul, oceánica de la parábola, sino el vericueto semidesértico del fariseísmo de vecindario que abreva del agua negra del chisme y con tal combustible rocía el campo alguna vez bucólico –La Mancha guanajuatense– donde aflora el incendio de una épica descastada.

La lectura –la ensoñación en espiral– de La noche del Coecillo nos torna insomnes pescadores de un tesoro intangible: deambulamos por la orilla de un cauce turbio y a la vez relampagueante de recuerdos, debatiéndose a coletazos, al aferrarlo con ambas manos, el enorme atún de arcilla roja que representa una infancia que se parece a la nuestra, que lucha por sobrevivir a su natural extinción y que, luego de que lo extrajimos de la corriente leteica que lo ha mecido, agoniza –o sonríe con la curvatura de las branquias– mientras lo escuchamos expectorar la historia de su odisea.

El mercader del albur, Alejandro García, desde las ondulaciones escriturales de su pestilente y bello acuario, nos brinda entonces –quizá menos con el pulso de novelista que con el oído y el olfato de un impredecible confesor– la sorpresa de poder capturar un animal escurridizo en el que percute y se agota, no sin emitir sus cantos conmovedores y terribles, el órgano vital de la nostalgia.

Y luego vemos, a la manera de un Vardaman perplejo, cuando es imposible ya sostenerla por su peso descomunal y se nos cae sobre la tierra seca de lo que olvidamos, que nuestra madre con forma de pez –a saber, la felicidad que nos embargaba en los primeros años– sufre por el trance de su metamorfosis y deja por momentos de latir.

La noche del Coecillo es la llameante oscuridad evocativa que se cierne alrededor del río del Muerto –sus víctimas protagónicas lo endiosan y en él se sumergen, alimentándolo–, aunque, más que contemplarla en su esplendor misterioso, en su capa de trasfondo impenetrable, lo que Alejandro García propicia es que la escuchemos acunar, en su peligrosa quietud y en la soledad baldía del huérfano que la traspone infinitamente, preguntas irresolubles: «¿Dónde estás, mamá, por qué no vienes y me sacas del río?»

Colmada de tufos y aromas que destiñen su folclor –a lotería y a desfile de domingo, a tedio eclesial, a efemérides y a exultaciones de la provincia de México– esta crónica del hampa y de la pobreza es también un espeso afluente o venero de voces diseminadas por quienes aún viven o por fantasmas, un murmullo de búhos o de chacales imaginarios que hila o destrama su secreto en la consciencia sensible de una población vulnerable que teme, o que invoca, el apocalipsis a desatarse por la violencia con la que pandillas enemigas y asesinas devastarán, para que renazca, el mundo enternecedor y amenazante del que Alejandro García huyera o del que –lo insinúa el desenlace ambiguo de la obra e incluso el título de otra, también suya, Salsipuedes– jamás escapó.

Hermano y hermana –Olegario y Maruca–, monologan al extraviarnos, al seguir subrepticiamente sus huellas descalzas a través del fango suave de los atajos al hogar en los que se nutre su terror, su crecimiento, sus lealtades y su coraje, y de los que despunta el centeno amarillo de la pureza de su fantasía: «…rodé en el agua y rodé con ella, con su tiento, con su toque lento y armonioso…»

Alejandro García, incomparable al fundir coloquialismos con su prosa, se propuso tal vez la travesura o el ritual de apedrear el río del Muerto con las palabras que bocas hambrientas, tristes y dichosas, le dictaron mientras recreaba la periferia en la que creció, arrojándolas tras esgrimir la honda de la catarsis autobiográfica, buscando que, al hundirse su volumen en aquel tajo líquido, lo aquietara la reverberación de la paz.

«Los ruidos pasan cerca de mí, no los reconozco».

El silencio, sin embargo, es aquí por fortuna inalcanzable: lo disuelven giros lingüísticos inesperados, exabruptos que imbrican con minuciosa fluidez el refranero y la progresión de la trama, secuencias lúdicas de transparente oralidad que contagian aquello que se cuenta con el ritmo y el movimiento de las complicidades cuando se conversa lo banal y lo indecible.

Percibir—más aún: oler [mf]: que los lectores aspiren y que los reviva el vapor de un recuerdo propio, que dormitaba—fue al parecer la consigna de Alejandro García, quien despliega en este libro de juventud su artificio retórico quizá predilecto, heredado de los modernistas de Latinoamérica y de la descomunal hazaña de Proust: la sinestesia. Y es que cada página de La noche del Coecillo transpira con intensidad un polen mágico que induce a redescubrir la condensación de la náusea o de la epifanía de los primeros hallazgos que infligieran su daño y su voluptuosidad en el alma inocente: «Huelo a pirul, camino y huelo mi susto»; «Los días normales termino con la barbilla en el suelo y recibo el olor de la cañería (…) A mí me huele mal y me encanta asomarme al agujero y ver mi cara».

O degustar: desde las papilas caninas de Olegario –pequeño Narciso de albañal que vaga incomprendido, anárquico– humedecemos de nueva cuenta el caramelo innombrable, la golosina que al deglutirla nos hechizó con el vértigo, por ejemplo, del espanto: «La boca me sabe a moneda».

Orgulloso descendiente, aprendiz y embajador universitario de Rabelais, Alejandro García remueve las profundidades y las imágenes de su río del Muerto personal –de su espejo y de su aventura, de su caldero intuitivo– y agita con el remo del que se sostienen los antihéroes un brebaje de hacinados hedores y perfumes, que nos han de remitir, al inhalarlos, a la trepidante aventura del valor y de la curiosidad que lo desagraviaron cuando fue –cuando fuimos– Olegario.


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