Siete velos
Presentamos el cuento “Siete velos” de Cybèle Cébyle, que obtuvo el Segundo Lugar en la versión nacional de la Segunda Edición del Concurso Bailando con Elena Garro, organizado por Antes de que se enfríe el café A. C.
Presentamos el cuento “Siete velos” de Cybèle Cébyle, que obtuvo el Segundo Lugar en la versión nacional de la Segunda Edición del Concurso Bailando con Elena Garro, organizado por Antes de que se enfríe el café A. C.
Por Cybèle Cébyle
Mérida, Yucatán, 7 de abril de 2024 (Neotraba)
Siempre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho […]
Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo…
por eso te andaba buscando.
Elena Garro.
Lo primero que perdí fueron los zapatos.
Una tierra seca y lacerante abrazó mis pies mientras corría desesperada entre los matorrales del desierto. El dolor causado por las espinas y chascarrillos clavándose en la piel viva de mis plantas pretendía competir con la pena que me desgarraba el corazón. Pude sentir cómo los tenis salieron volando, uno a uno, cuando comencé a correr apenas divisé la frontera en la densidad de la noche. La corriente negra del río gruñía como perro que guarda el umbral entre el inicio y el fin del mundo.
Al otro lado me esperaba el cuerpo de mi esposo.
Lola me empezó a gritar cosas que no alcancé a entender por lo lejos que había llegado. La conocí saliendo para Piedras Negras. Ella era de Guerrero, pero estaba con un grupo que venía desde Venezuela. Sé que quería cruzar para proveer para sus hijos. Era una mujer fuerte. Poco tardé en contarle por qué quería cruzar yo. Ambas sabíamos a lo que íbamos y habíamos cargado las pocas joyas con las que una cuenta por herencias y suertes de la vida. Todas se habían quedado en manos que manejaban trocas, o que pedían mordida, o que nos palpaban a ver si algo de valor nos lograban sacar. A veces buscaban más que sólo alhajas.
En esas manos se me fueron también partes de mi ser. Olvidé las historias del relicario de mi abuela. Desconocí la ternura del brazalete del primer novio. Perdí los recuerdos del anillo de bodas. Así es como hui en busca de mi esposo: vacía de memorias. Lo único que quedaba era mi cuerpo.
Mi cuerpo: el último testigo de todo lo que había pasado en mi vida y la de él.
Cuando Lola vio que yo me quería lanzar al río empezó a correr también para alcanzarme.
–¡Espera! ¡Esther, espera! –sus gritos se mezclaban con el aullido del río que, como yo, no quería detenerse–. ¡Te vas a ahogar!
Sus palabras me apresaron mucho antes que sus manos y, al igual que ellas, me tomaron con fuerza para no soltarme más. Lola tenía razón: iba a ahogarme. Empecé, pues, a inundarme yo misma con el llanto de mis ojos. El ruido de ráfagas de aire fue envolviendo mis oídos conforme agarré velocidad. A mis prendas se las fue llevando el viento mientras ella me jaloneaba la ropa y yo corría. Al caer al suelo, las ropas fueron dejando un camino de migajas que un día alguien más habría de recoger pensando en las historias que tenían para contar. La gorra roída hablaría de alguien que seguramente había pasado mucho frío. La sudadera arrancada repetiría con voz queda que la persona que la había portado estaba más rota que ella. Las cosas que habían caído de la mochila entreabierta confesaban el amor de una mujer que se preparó para dejarlo todo con tal de cruzar.
Lola me sacó a rastras de la corriente antes de ser tragada por su cauce. En mi rostro se habían mezclado dos aguas: las del río, que habían visto pasar todos los días a miles de personas como yo, y las de mis ojos, que habían visto pasar mi vida entera y la de él.
En aquel jaloneo el sostén se me había desajustado. El poco dinero que guardaba ahí se lo terminó llevando el río. Lola me sacó del agua, me puso de pie y me abrazó con pena al notar mi llanto. Todavía faltaba caminar un día para llegar a la zona más segura para el cruce, pero ella sabía por qué yo había querido lanzarme al agua. Sentí sus manos frotándome la espalda una y otra vez. Sentí, también, su tristeza unida a la mía.
Esa noche recordé que Lola se llama también Dolores.
Varios del grupo corrieron a buscarnos luego de que los gritos entre Lola y yo se habían convertido en apenas susurros. En la oscuridad se distinguían menos las penas en el rostro, pero entre todos nos leímos las caras de conmiseración. Como pudo, Lola me acomodó el brasier y me ayudó a cerrar bien mi mochila. Ya no vimos en dónde quedó el resto de las cosas. Sólo supimos que teníamos que seguir hasta llegar a Juárez para poder cruzar.
Cuando Adón tenía siete años le gustaba sentarse en la calle frente a su casa a contemplar la vida del pueblo. Por la mañana sacaba a pastar a los chivos para que mascaran las hierbitas que brotaban en las orillas de la acera. Se quedaba con ellos ahí sentado y su mamá lo miraba desde la ventana de la cocina. A mediodía Adón guardaba a los animales. Después, se regresaba a la puerta de la calle para ver pasar a las señoras que se iban al mercado a comprar las cosas del almuerzo. Eso me contaba.
Cuando me casé con él y me fui a vivir al pueblo comenzamos a ir al mercado también. Nos maravillábamos con los olores de las especias y el color de las frutas y verduras de temporada. Al terminar, regresábamos por el parque para ver las manchitas que dejaba el sol en la tierra al colarse entre las hojas de los árboles. Adón jugaba conmigo a andar por el camino de las sombras sin que nuestros pies tocasen la luz. Me encantaba ver que sus brazos moteados de sol ejecutaban ondulantes movimientos. Él entraba primero a la sombra dejada por algún árbol y yo miraba el serpenteo que hacía su cuerpo mientras sus pies daban saltitos, uno a uno, para evitar toparse con las manchas luminosas. Balanceaba sus manos en el aire y soltaba risas cada que sentía que estaba a punto de caer. Yo entraba después y bailábamos juntos en un ritmo marcado por el encuentro entre luces y tinieblas.
Si el viento agitaba mucho a los árboles, las luces se movían y ambos perdíamos de inmediato. Pero siempre nos asegurábamos de premiarnos con un beso.
Ese era el Adón que conocí. En sus ojos todavía veía yo al niño que creció feliz.
Dejé de verlo cuando empezó a cambiar el pueblo. Un día me lo volví a encontrar, muchos años después, en la mirada del Adón que me dijo que se iría de casa para cruzar la frontera.
Un muro después, yo había cruzado también para recuperar el cuerpo de Adón.
Ya en el otro lado, el grupo se separó luego de que nos entregáramos para pedir asilo. A Lola no la volví a ver después de eso. Me llevaron en otra unidad porque mi caso era diferente. Con palabras sueltas en inglés pude decirles que estaba buscando a mi esposo. El deterioro de mi rostro contaba el resto de la historia.
En el pueblo nos habíamos quedado sin dinero. Por eso Adón había querido cruzar. A su papá lo mataron a balazos por meterse en malos negocios. A Adón le quedó claro que no teníamos a dónde ir excepto al otro lado de la frontera. El pueblo ya no era como antes: respirábamos todos los días un aire de polvo y miedo. Adón estuvo un año mandándome el dinero que podía. Yo había dejado de dar clases porque nos cerraron la escuela.
Hacía tres meses que un compañero de Adón me había llamado para decirme que lo encontraron muerto y con sangre en la calle pero que no se sabía mucho de lo que le pasó. Hasta la fecha no me dan respuesta. Cremaron el cuerpo pensando que nadie iría por él.
Los oficiales no consideraron la repatriación. No había dinero para el funeral. No teníamos familiares que ayudaran. Pero eso no importaba: mi idea no era ir y quedarme. Yo, como dije, ya sabía a lo que iba. Era ir, pedir asilo, decir que vengo huyendo del pueblo, recuperar el cuerpo de mi marido y regresar con él cuando me deportaran. Y así fue. Me lo entregaron como esperé: hecho polvo en una caja sin nombre. Era todo lo que necesitaba.
“Sólo Dios sabe por qué pasan las cosas”, me había dicho Lola la primera vez que le hablé de Adón. “Van a estar juntos de nuevo”, siguió diciendo, “algún día, vas a ver que así será”.
Al esparcir las cenizas de Adón en las sombras de su árbol en el parque, comencé a bailar nuestro baile a la inversa. Cuidadosamente entré al umbral. Descalzos, esta vez mis pies se fueron directo hacia la luz en lugar de las sombras. Aún de día, comenzó a llover. Una tierra dulce y refrescante abrazó mis pies desnudos. Se habían terminado todos mis velos.
Entonces vi que las cenizas comenzaron a cobrar vida cuando cayó la lluvia sobre la tierra.