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Por Adriana Barba

Monterrey, Nuevo León, 18 de junio de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Para D con amor infinito

“Es igualita a mí”, fueron las primeras palabras que dije por teléfono después de haber dado a luz a mi primogénita: pequeñita color leche, cabellos finitos con destellos oro. Nada parecida a mí, la verdad, más allá de lo físico, era un deseo de madre veinteañera, llenarme la boca de orgullo diciendo que era mi clon, ¡tonterías!

La niña fue creciendo con lucecitas de colores a su alrededor, bondadosa, amable, empática, solo bastan 30 segundos cerquita de ella para contagiarte de su vibra de azúcar –igualita a mí. Las matemáticas la hacen soltar una docena de groserías muy de barrio, pero se contrasta con su pluma: sutil pero filosa. Pocas amigas, muchas historias en su mente, jamás una queja, jamás un alegato.

A los cinco le llegó su compañera de vida, en la primera mirada firmaron un pacto de hermandad que va más allá de nuestro entendimiento, más allá de los pellizcos y jalones de pelos que se han dado en todos estos años compartiendo habitación.

A los ocho se le puso la cosa dura, lloraba en las escaleras y juntaba envolturas de galletas Marías debajo de su cama, el azúcar del alimento reconfortaba su tristeza; a los once la visita con dos bellas damas terminadas en “ologas” –la nutrióloga y la psicóloga– le devolvieron el brillo, uno que por supuesto nunca perdió, solo estaba bien cobijado con los kilos de más ganados por las mugrosas galletas Marías.

Y lo mejor estaba por llegar: a los doce, un ángel con patas llamado Elvis Presley, llegó a su vida con la única intención de protegerla, llenándola de amor y de alegría.

A los trece la adolescencia la estaba haciendo garras, no tenía amigas, muchos menos juntaditas, fiestas o pijamas, parecía que todo iba en picada hasta que llegaron Edgar Allan Poe y Stephen King a rescatarla, por ahí veía a la niña flaca cargada de libros de un lado a otro.

Se parece a mí II
Se parece a mí II

“Júntate con los niños”, fue la recomendación que le di y que tomó hasta octavo de secundaria, ese día su vida social escolar cambió por completo, la invitaban a miles de fiestas, claro eran ocho niños y ella, que además la trataban como lo que es, una reina.

A los quince las audiciones de una obra de teatro escolar estaban por empezar y ella fue por un puesto de staff, aún callada, sonrisa tierna, mirada angelical, pero, con doscientos kilos de pena en la espalda. Para no hacer el cuento más largo un personaje principal se retira y se queda ella en su lugar, ese día la güerca brilló como en Sueño de una noche de verano, en La Vegas (nótese aquí mis ganas por estar allá). Yo no podía dejar de llorar al verla en el escenario, volteaba a ver a su papá y coincidamos: “¡No la merecemos! Es tan linda”, y pues bueno esta frase trillada la dicen todos los padres, lo sé, pero juro que sentía el corazón a reventar, personificaba a una maestra, usaba mi ropa, mi peinado, mis movimientos, hasta que dije: “no he estado loca todo este tiempo, ¡se parece a mí!”

Al entrar a la preparatoria le ofrecí que la hiciera en línea, la prepa y yo nunca nos llevamos bien y si podía quitarle un peso de encima a mi primogénita lo haría con los ojos cerrados. “¡Claro que no!” Me contestó yo haré la prepa normal… ni tan normal ya sabemos lo que ocurrió después: la vida me dio la oportunidad de regresar a la prepa con mi hija desde la comodidad de su cuarto.

Ahora no lee en inglés, sus lecturas son en francés casi perfecto. Entrará a estudiar traducción al francés para después partir a Canadá, ¿a qué lugar? no lo sé, solo sé que su hermana la alcanzará después de que termine psicología y volverán a estar juntas: “Pero solo vecinas, ¿ehhh?”, le advierte a su hermanita menor, que parece la mayor.

Hoy se gradúa de prepa, y yo solo puedo pensar en una carta que le escribí cuatro años antes de que naciera. En ese entonces yo era una adolescente, pero la soñé. Soñé que tocaba su fino cabello y que al tocarme la mano olía a vainilla –su fragancia favorita– en aquel escrito lleno de emoción le prometía estar siempre contra viento y marea para que ella fuera una niña feliz, plena, que trabajaría mucho para que nada le faltara a ella y a sus hermanos y que encontraría al padre ejemplar. Veintidós años después, sonrío y volteo al cielo en muestra de agradecimiento porque todo salió mejor que como pensaba.

Los cambios siguen llegando para ella, pero no hay nada que se le dificulte y eso siempre se lo agradeceremos a Stephen King.


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