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Por Víctor Parra Avellaneda

29 de abril de 2024 (Neotraba)

Se pasó una hora buscando el calcetín rojo sin éxito. Mientras los zanates atrás gritaban, como era habitual todas las mañanas, el sonido de estas aves lo acompañaba mientras él buscó y buscó el calcetín debajo de la cama, atrás del refrigerador, en el baúl de la abuela, en las ramas de los árboles, en el cofre del auto, en el motor de la licuadora e incluso en la guía telefónica impresa que solamente utilizaba para lanzarla cuando veía una cucaracha o cuando necesitaba balancear la mesa de la cocina. No lo encontró ni por aquí ni por allá, simplemente el calcetín rojo no estaba. Podría haberse puesto otro, pero no era posible, eso desafiaba los preceptos de la simetría numérica de las cosas. Era inconcebible que él utilizara solamente un calcetín, era poco estético y además desequilibraba el delicado orden de las cosas ordenadas por los números pares. Todo lo contrario, lo impar, era de mal gusto y a él no le gustaban las cosas que no eran múltiplos de dos, de cuatro, de seis, de ocho…

Entonces los zanates del patio trasero empezaron a hacer un alboroto muy grande, haciendo que el buscador del calcetín rojo dejara todo lo que hacía para ver qué ocurría.

Fue ahí cuando observó, sorprendido, perplejo y enojado, que había un grupo de acaso veinte zanates cantando muy fuerte y danzando alrededor de una cosa roja…

–¡Es mi calcetín! –exclamó el dueño del calcetín, al ver cómo las aves revoloteaban ceremonialmente alrededor de su prenda extraviada.

Una de las aves, un zanate de plumaje azul brilloso sostenía el calcetín con el pico, lo examinaba con gran curiosidad y después, en una serie de movimientos con una de sus patas, se lo puso como sombrero, aunque más bien lucía como un gorro frigio.

Los zanates, al ver a esta ave con el calcetín como sombrero, empezaron a volar en círculos con más rapidez, mientras el zanate del gorro frigio se reunía con ellos y les decía cosas en el idioma de las aves.

–¡Maldito pajarraco, ya verás! –dijo el dueño del calcetín, quien tomó una piedra, se acercó al jardín y lanzó una piedra que mató al zanate.

Recuperó el dueño su calcetín y vio entonces cómo los zanates se reunían alrededor de él y de sus picos los sonidos de sus violentos graznidos le empezaron a sonar no al canto de un ave sino a la voz distorsionada de alguna persona.

Pues, para sorpresa del dueño del calcetín que mató al zanate, los pajarracos ahí reunidos, acosándolo, empezaron a decirle en el coro de cantos rasposos:

–¡Has matado al Rey de los Zanates, quien se había coronado! ¡Oh, tú eres el asesino de nuestro salvador, te mataremos como venganza! –dijeron.

–¡No, malditos pájaros, no me van a matar! –se burló el dueño del calcetín. ¡Me robaron mi calcetín y con eso produjeron un desorden en la simetría de las cosas, los números impares y esas aberraciones, malditos pájaros! –agregó.

–¡Enfurecerás a los dioses! –dijeron los zanates.

–¿A los dioses? –rio el dueño del calcetín rojo –¡Qué dioses ni qué pamplinas!

Los zanates no se hicieron esperar y se abalanzaron contra él hasta sacarle toda la piel y todos los huesos y los ojos hasta que no quedó absolutamente nada de él, excepto los dos calcetines rojos.

En el más allá, el fantasma del dueño de los calcetines se vio cara a cara con los dioses, que sorpresa de él no tenían caras humanas, sino que eran unos grandes zanates que vigilaban todo el universo. Los dioses del universo, que eran zanates gigantes, danzaban sobre galaxias, planetas y estrellas, cantaban canciones de las que surgían nuevas realidades convertidas en nebulosas planetarias y estaban muy enojados con el dueño de los calcetines pues en su vida se había portado muy mal con los animales y en especial con los zanates.

–Mataste al Rey de los Zanates, el redentor de la especie elegida por los dioses, inmundo humano estúpido –dijo uno de los grandes dioses de los zanates.

–¿Me iré al infierno entonces? –preguntó el dueño de los calcetines, quien estaba aterrado.

–Te pondremos un castigo. Recuperarás tu calcetín –dijeron los dioses.

–¿Recuperar el calcetín? ¡Eso no suena a un castigo! –exclamó el dueño de los calcetines.

Entonces los dioses tomaron el calcetín por el cual mató al Rey de los Zanates, y lo descompusieron en sus hebras de tela hasta dejarlo en átomos y después en quarks, muones y electrones y uno de los dioses de los zanates dio un gran soplo que llevó a todas estas partículas, billones y billones de partículas subatómicas, por lugares tan dispersos del universo.

–Anda, humano, junta todas las partículas elementales que componen el calcetín, equivalen a más de mil trillones de veces el número de galaxias y planetas que hay en todo el universo ¡Ve y recolecta cada partícula que hay en el espacio infinito, reúnelas y con ellas vuelve a ensamblar al calcetín, ese es tu castigo! ¡Solo así, cuando juntes la última partícula y hayas formado todos los ensamblajes cuánticos, atómicos, moleculares, y textiles, hasta tejer cada hebra, solamente así serás libre de este castigo, únicamente así podrás redimirte y descansar en paz! ¡Mientras tanto, no tendrás paz hasta cumplir tu cometido!

Entonces, otro de los dioses zanates, que estaba bailando enérgicamente sobre un planeta gaseoso, se acercó al fantasma del dueño de los calcetines rojos y dijo con voz solemne:

–Para que reflexiones sobre todas las veces que has maltratado a los animales, a tu castigo se le sumarán dos pequeños demonios zanates, que estarán eternamente gritando en tus oídos para nunca dejar que tengas un momento de paz y serenidad, solamente así, sabrás lo que es el tormento divino y tendrás tu motivación de cumplir con tu penitencia –dijo el dios de los zanates.

Entonces, los zanates tomaron con sus garras al dueño de los calcetines rojos y lo aventaron al confín del espacio y del tiempo, donde aún no había llegado la luz primigenia del nacimiento del universo y fue ahí, en el principio y el final de la nada, en ninguna parte y en todos los puntos a la vez que dueño de los calcetines rojos estuvo varando toda la eternidad, en busca de todas las partículas pequeñísimas de materia para juntar los calcetines mientras los pequeños demonios zanates lo perseguían gritándole fuertemente en sus oídos, sin dejar que tomara el sueño, que se recostara, que se sentara o que descansara ni un solo segundo.

Y le picaron los pies y la cara y le seguían gritando y gritando hasta colmarlo de la más pura locura.

Eran tantas y tan dispersas las partículas elementales que conformaban todos los átomos y moléculas del calcetín rojo, que varias veces el universo creció y colapsó sin que el dueño de los calcetines rojos pudiera recoger una ínfima parte de su cometido.

Era como barrer una playa de arena infinita.

Desde ese día, el dueño de los calcetines se lamentó mucho haber apedreado al zanate que se robó su calcetín.


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