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Sergio Pitol y Juan Villoro foto por Pascual Borzelli Iglesias
Sergio Pitol y Juan Villoro foto por Pascual Borzelli Iglesias

 

Por Iván Gómez (@sanchessinz)

 

Cualquier lector asiduo de la obra de Sergio Pitol sabe que las coincidencias que se suscitan en los momentos más inesperados de la trama y que muchas veces acaban por definirla son clave en sus historias, especialmente en los cuentos –o es que en este género se refleja dicha condición con más facilidad. En un extenso prólogo de Enrique Vila-Matas para la edición que publicó Anagrama de los mejores cuentos de Pitol, relata un par de experiencias con el autor llenas de coincidencias y misterios sólo comparables con la trama de sus cuentos. Las coincidencias, pues, son parte de la narrativa pitoliana. Por eso me han dejado de espetar las que yo he vivido cuando estoy inmerso en su narrativa.

La primera: me encontraba leyendo el último cuento de Vals de Mefisto –“Nocturno de Bujara”– cuando recibí la noticia de su muerte a través de un mensaje de texto. Sentí una tristeza infinita por su partida y a la vez pensé en lo duro que debió significarle a una persona que dominaba a la perfección más de 5 idiomas perder el habla y un poco de lucidez durante sus últimos años.

 

La segunda coincidencia me llegó de manera más fortuita: el sábado 28 de abril el diario El País subió a su portal el documental “La muñeca tetona”, que aborda la relación de los intelectuales con el poder durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari; un día después, en El arte de la fuga me topé con que en la página 50 Pitol le dedicó unas líneas al tema:

 

“Ningún intelectual celebró aquel crimen [se refiere al asesinato de Rubén Jaramillo en 1962, líder de comunidades rurales de Morelos, donde quisieron despojar de sus tierras a los habitantes, nota de I. G.], ni intentó mitigar públicamente la responsabilidad del gobierno. Los periodistas al servicio del Estado se ocuparon de hacerlo. Parecían embriagarse de gloria al cumplir esa tarea; sabían que a mayor abyección sus bonos en el erario serían superiores. Los escritores aún no se prestaban a hacer esos servicios. Eso llegaría después, durante el Salinato se volvería una profesión suculentamente ‘rentable’”.

 

Lo dicho, coincidencias abrumadoras.

De lo que abarca el documental, posiblemente la aseveración más contundente la da Denisse Dresser al afirmar que luego del Salinato el intelectual perdió peso en la opinión pública, hasta llegar a ser reemplazado por el opinólogo, cosa que le ha venido bien al poder, pues las diferencias entre uno y otro son marcadas: los lugares por lo que se mueve el intelectual generalmente son más extensos, ya que no solo y opina y aparece en medios de comunicación, se encarga también de producir arte, cultura o ciencia, de hecho, son de esas actividades de donde deriva el apelativo, pues son actividades que requieren del intelecto. Es una figura con un alto grado de credibilidad y en ocasiones puede estar inmerso en causas sociales.

 

Paco Ignacio Taibo II foto de Pascual Borzelli Iglesias
Paco Ignacio Taibo II foto de Pascual Borzelli Iglesias

 

Siguiendo la línea de la cita anterior, Pitol añade: “Fernando Benítez dedicó un suplemento de La Cultura en México, que entonces dirigía, al asesinato de Jaramillo. Él mismo con Carlos Fuentes y Víctor Flores Olea visitaron la región de Morelos donde habían ocurrido los hechos. Las crónicas que escribieron fueron espléndidas y valientes.” No hay mejor ejemplo del quehacer intelectual.

 

El opinólogo, por otro lado, puede o no involucrarse en cuestiones culturales y movimientos de varias índoles; es más bien un experto en varias áreas. Por eso se busca al intelectual, o se buscaba. He ahí el problema que me remonta a mi pregunta: ¿en México aún tenemos intelectuales? Sí, Juan Villoro es uno de ellos e incluso aparece en la lista de las 300 personas con mayor influencia en el país según la revista Forbes. Podría serlo Paco Ignacio Taibo II pero tomar una postura política elimina –de cierta forma– su condición de intelectual, ya lo dijo Jean Daniel en un artículo –por demás viejo– publicado en El País: “…el abandono de todo espíritu crítico en provecho de cualquier razón de Estado, de ideología, de religión o de partido, era incompatible con la función del intelectual”, y Taibo es abiertamente izquierdista, de cualquier forma no hay que demeritarlo, pues su labor por llevar el libro a los rincones más olvidados en la Ciudad de México a través de la Brigada para leer en libertad es admirable.

 

Al hacer la comparación entre intelectual y opinólogo no trato de minimizar la labor del segundo. Se trata de señalar la actual carencia que tiene nuestro país de una voz (o voces) capaz de convocar a medios y alarmar –cuando menos, porque puede llegar a encolerizar– a un servidor público o cualquier tipo de autoridad.

 

Carlos Monsiváis foto de Pascual Borzelli Iglesias
Carlos Monsiváis foto de Pascual Borzelli Iglesias

 

Sobre las razones de esta ausencia pueden abundar explicaciones. La más inmediata es la pérdida del interés por conocer lo que ocurre en el mundo y la decepción por los efectos de una causa social. Es cierto, en el 68 se acusó a varios intelectuales de alborotar ideológicamente a muchos estudiantes y dejarlos solos en las marchas, pero nunca se dejó de denunciar la masacre del 2 de octubre y no sólo eso: se produjeron importantes libros, Elena Poniatowska con La noche de Tlatelolco, René Avilés Fabila con El gran solitario de palacio, y más recientemente Fabrizo Mejía Madrid con Disparos en la oscuridad. Aunque ya hay libros sobre Ayotzinapa, no creo que ninguno haya logrado aún permear en la sociedad, en las instituciones, o entre los periodistas y escritores.

 

Necesitamos, creo, que el escritor (me he centrado en ese oficio porque es mi entorno más cercano [aunque por supuesto no pertenezco a él]) se aleje de los reflectores o de las instituciones para volver a encausarse en movimientos sociales, reconocerse no como un creador, sino como un ciudadano más.

 

Ahí está el reto de mi generación (nací en el 2000, muchos de mis coetáneos ya tenemos una vocación definida y queremos hacer nuevas cosas), que los que estemos más cerca de actividades culturales, artísticas y de carácter científico produzcamos con mayor disciplina, atentos no sólo a nuestra labor, también al mundo, recobrar el interés por conocerlo y adoptar un carácter crítico ante nuestros gobernantes. Esto, desde luego no es fácil, aunque tampoco tan subversivo como se pinta.

 

Podría parecer un desvarío comenzar este texto hablando de Sergio Pitol para luego pasar al asunto de los intelectuales. No es así. En el mismo apartado en el que habla del Salinato rememora una conversación con Carlos Monsiváis:

 

“Hay que comenzar a reírse de todo, llegar al caos si es necesario, y hacer posible que los bienpensantes se intranquilicen, ya que buena parte de sus males y de los nuestros proceden de sus limitaciones. Reírse de ellos, ridiculizarlos, hacerlos sentir desamparados; sólo así podría cambiar algo. Una labor de Sísifo, sí, pero vale la pena emprenderla y, además, reduce la monotonía de la vida. Si resulta imposible humanizar esos rostros de hormigón armado que los políticos aspiran a adquirir desde su primer pinche puestecito, al menos se podría lograr hacer visibles algunas craqueladuras. Los jóvenes están hasta la madre de tanta tontería, ya ni siquiera se asoman al Museo de Antropología para no ver reproducidos en la Coatlicue los hieráticos gestos de sus dirigentes. Es necesario que todo el mundo aprenda a reírse de eso monigotes ridículos y siniestros que se dirigen a la nación como si por su boca se expresara la historia, no la viva, eso nunca, sino la que ellos han embalsamado.”

 

Una labor, planteada así hasta suena divertida.

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