Nuestras soledades.
Iván Gómez escribe sobre las soledades: La soledad es una perra brava de domar.
Iván Gómez escribe sobre las soledades: La soledad es una perra brava de domar.
Por Iván Gómez (@sanchessinz)
Morelia, Michoacán, 20 de febrero de 2020 (Neotraba)
En un estudio crítico de las Soledades, de Góngora, se analiza la palabra soledad en el contexto de las dos partes que forman el inconcluso poema proyectado a cuatro partes (como lo había previsto su autor). No es gratuito tal análisis: en sentido estricto, nuestro personaje, el náufrago y desdeñado, estará verdaderamente solo unas cuantas horas: del momento en el que llega a una isla, que representa el fin de su naufragio, hasta que sube una colina y a lo lejos vislumbra un pequeño poblado de pastores, quienes lo reciben gentilmente.
La razón de nombrar a su obra Soledades radica en el hecho de que, me aventuro, el náufrago, de bella apariencia pero con el corazón roto, experimenta un vacío que lo arroja a la más impía de las sensaciones: el sentimiento de abandono. Basta con ver cómo lo trata el fiero mar mientras va errante sobre la única pieza (una tabla) que quedó de su barco y la razón que lo condujo a todo eso: una ruptura amorosa. Robert Jammes, el autor del estudio introductorio al que me refería, argumenta que, en efecto, este náufrago está solo como lo está alguien que es abandonado: el peregrino del poema padece una soledad moral.
naufrago y desdeñado, sobre ausente
lagrimosas de amor dulces querellas
da al mar, que condolido
fue a las ondas, fue al viento
el mísero gemido
segundo de Airón dulce instrumento.
La soledad, vista así, no remite únicamente a la ausencia de personas o cosas en el entorno, sino que también puede referirse a un estado emocional. No sería novedad escribir sobre los cientos y cientos de personas que a diario coexisten con otros, tratan directamente con ciertas personas y, pese a ello, se sienten tan solos como si estuvieran en un país lejano donde se habla otro idioma, diferente al suyo. (De hecho, Sergio Pitol regresó a México luego de más de treinta años de estancia en el extranjero por eso: la necesidad de interactuar con otros que hablaran su lengua).
Un poco por el camino que mi vida ha tomado estos años es que me he cuestionado, casi día tras día, de qué hablamos cuando hablamos de soledad –como diría Carver respecto a otro de los estados emocionales más complejos– y qué significa estar solo. Lo he reflexionado a partir de mi entorno inmediato, y he buscado casos que me permitan generarme esbozos de respuestas: estudio en Morelia, a 6 horas de mi ciudad.
Desde que era pequeño deseaba irme, un poco por un deseo subconsciente que me empujaba a desafiar las reglas de mi colonia, donde los departamentos los habitaban abuelos, padres e hijos; luego los hijos se juntaban a partir de un embarazo no previsto; los abuelos morían y entonces los padres ocupaban el lugar de los suyos, como abuelos; y los hijos de padres, de los pequeños seres que llegaron a ocupar un sitio que prolongue una tragicómica cadena invisible. No es norma que ocurra en todas las casas de mi entorno, pero sí que es frecuente y está más que normalizado.
Llegué aquí en julio de 2018. Me sentía emocionado –el primer día me gasté un 70% de mi presupuesto para la semana–, llegué cuatro días antes de que comenzara la semana de inducción, así que tuve tiempo para conocer la ciudad, pero también para asimilar que en adelante estaría solo. Y en esos primeros días: jodidamente solo en su acepción espacial: no había nadie con quien hablar (los que serían mis roomies, de semestres arriba, aún no regresaban). Tal vez fue, de hecho, la semana en la que menos hablé.
Aunque los días eran apacibles, el ánimo cambiaba en la noche y todo adquiría un tono extraño: de a ratos las paredes (blancas, además) del extenso cuarto me provocaban sensaciones de vacío, algo me perturbaba y no me dejaba ni pensar con claridad ni hacer nada. Esa sensación disminuyó con yoga, ejercicio, los días escolares y mi primera visita a la casa materna: abracé a mi madre como pocas veces, conocí al hermanito que estaba por reventar su panza cuando me vinieron a dejar, vi a mis amigos, comí todo lo que se me cruzaba y, en fin, fui feliz… hasta el tercer día en que comencé a extrañar el silencio de las mismas paredes blancas y la exagerada libertad que encontré.
El resto de ese semestre (y el siguiente, y luego el siguiente) tuve varias crisis de ansiedad de las que salí un poco por suerte, por las lecturas y tareas que me mantienen ocupado y por los amigos entrañables que hallé, de esos que a veces se sienten muy familiares porque te acostumbras a pasar algunas noches en sus casas, o viceversa.
Pero también hay días en los que por voluntad busco la soledad para leer o escribir. Es cuando me olvido del mundo y me encierro en mi cuarto con una ventana que me sirve de pizarrón. Cuando lo hago, sin embargo, soy muy cuidadoso de no perder mi estabilidad. Me repito hasta el cansancio que la soledad a la que me someto es voluntaria y es por un bien mayor: hacer lo que amo, esbozar un par de líneas que valgan la pena, leer un libro sin que nadie me moleste y que eso haga que, cuando salga al mundo, sea otro yo. (También me sirve pensar que las soledades que vivimos son un poco más llevaderas en comparación con las de hace treinta años, cuando no todos tenían tele o youtube… aunque no hay que olvidar que eso, justamente, nos tiene más distanciados unos de otros).
Así he vivido la soledad. La lección más grande fue entender que el proceso de coexistir con ella no termina, y que nunca se acaba de entender; de hecho, si bajas la guardia por unos cuantos días, te atrapa.
La soledad es una perra brava de domar, me dijo un amigo cuando recién me fui de Puebla.
Hace medio año entró la nueva generación de mi carrera. No son, ni de lejos, similares a los que fuimos mi grupo y yo para entonces, pero sí compartimos, sobre todo los foráneos, la constante batalla contra la soledad.
Me platicaron y he visto algunas situaciones interesantes, las escribo porque parecieran tópicos de lo que todos hicimos en su momento.
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Llamémosla Y, ella, en una noche de fiesta y luego de una sesión intensa de besos con un vato de otra carrera, se soltó a llorar con un amigo en común. Ya en confianza, de regreso en el uber, le dijo que extrañaba mucho su casa, que a veces sueña con su familia y que todo el tiempo cree necesitar el cobijo de su hermana. La mañana siguiente despierta y, sigilosa, se va a meter al cuarto de su roomie, con quien ha generado un lazo fuerte de amistad.
Ella, la amiga, agradece que tomara la iniciativa, porque acababa de despertar y, como buen comienzo de una cruda, sintió la ausencia de algo que no pudo nombrar porque no es la familia, o al menos no del todo, pero la distancia entre ciudades, ni el brusco giro que dio su existencia a partir de la mudanza. Puede que fuera la suma de todo ello. Sólo sabe que el pecho se le oprimía cada que sacaba exhalaba y de las piernas subía un cosquilleo que ya ha experimentado antes. Pero súbitamente se tranquilizó cuando notó a la polizona.
Para ambas las noches son muy difíciles.
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Otra amiga, también muy emocionada por la emancipación emocional que fue la mudanza, decía no sentir la repentina tristeza de estar lejos de casa, como le había platicado sus compañeros. No hasta que una noche que hacía cinco minutos tenía todo de normal tuvo que hablarle a un amigo suyo, estaba un poco desesperada porque sintió piquetes en el pecho y que su corazón no cabía ahí dentro, sudaba frío. Por unos minutos se sintió de cara a la muerte.
Al día siguiente, luego de notar que en algún momento se quedó dormidísima, entendió que experimentó un fuerte ataque de ansiedad. Fue al doctor de la escuela y durmió no sé cuántas noches con pastillas.
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Yo (otra vez), noté que había bajado la guardia cuando hablé con mi exnovia por última vez: había llegado la tan anunciada ruptura, y cuando salí a la sala y abrí la ventana para que entrara la luz de la madrugada en mi casa, me rompí. Creo que de entre una esquina salió mi propio demonio y me tocó el hombro como queriéndome decir: ey, yo siempre estuve aquí, tú fuiste el que quiso creer lo contrario. Náufrago y desdeñado sobre ausente…
Era mi tercer semestre y pude hacer algo diferente esa vez: llamar a una amiga, y con ello entender que la soledad es algo con lo que debemos lidiar, pero no necesariamente todo el tiempo.
Llegó corriendo. Comimos cheetos toda la noche y nos actualizamos (sí, como película cliché). No quiso irse a dormir sin antes cerciorarse que me quedara dormido. De la forma más fraternal que tuvo durmió conmigo en el piso mientras una película nos arrullaba. Los días siguientes tuve a mis amigos, cine, lecturas y todo eso. Cuando estuve listo, lo enfrenté solo.
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Un chico que lee todo lo que dejan en la escuela (y más) ve de cerca el final perfecto de su primer semestre, cuando de pronto se anuncia paro indefinido por los problemas de género. Con los trabajos terminados pero sin poder regresar a su casa se dio cuenta de que no tenía nada que hacer. Así que comenzó a pescar las ofertas en alcohol. Pero el paro duró más de tres semanas y él bebió todos esos días. Pasó de cervezas a botellas. Y como teporocho: no hacía falta pensar en comida porque no le daba hambre. Su rostro adelgazó, su cuerpo, tísico.
Sin concederle a sus venas unas horas sin alcohol, fue a tocarle a su vecino. Irrumpió en su casa y, por más que le dijo que necesitaban hacer cosas, él pidió quedarse. Aunque sea déjame quedarme aquí mientras tú haces tus cosas, estar solo es muy difícil.
Dudo que sea una sensación de nuestra edad, o de nuestros tiempos.
Mi padre (no el biológico, desde luego) nos contó un día, muy tranquilo, que no le gustaba estar solo y por eso jala a cuanta familia puede a la hora de hacer planes. ¿Y qué de malo hay en aceptarlo?, me preguntaba yo en ese momento.
Crecí mis primeros diez años observando la ansiedad de mi padre (ahora sí el biológico), al punto que lo orilló al aislamiento. Cuando quiso regresar a ciertas dinámicas todo el mundo le cerró la puerta, lo que le causó más sensación de vacío, lo que le generó más ansiedad, y el miedo a morir solo. ¿Pero quién no lo hace?, me he preguntado desde entonces.
Pienso, ahora, en los militares. ¿Cuántas imágenes no han visto?
Un soldado mexicano que está a punto de retirarse vio docenas de cadáveres esparcidos en la selva, pocas semanas después de que explotara el movimiento zapatista (nunca entendió quién los mató y por qué pero sabía que había cosas muy turbias), tiene grabadas las imágenes de las fosas con los cuerpos apilados, condenados al olvido. Pasaron los años y el panorama cambió de un movimiento cuasiguerrillero a la guerra contra el narco, los cuerpos ahora se contaban por centenas.
Algún extraño mecanismo de autodefensa lo hundió en un silencio absoluto al respecto del tema frente a su familia o amigos. Le llegan los recuerdos al caminar por la calle, en la cama junto a su esposa, en la cena, al bañarse… en fin. Guarda para sí las atrocidades que vio. ¿Qué mayor soledad que esa?
Haría falta escribir sobre la soledad de los ancianos o de las madres solteras. De las madres que buscan a sus hijas e hijos. De los presidentes luego de cometer sus atrocidades. De los segundos que presiden a la muerte. Temas para otro texto.
No encuentro mejor conclusión que estos versos de Machado:
Apenas desamarrada
la pobre barca, viajero, del árbol de la ribera,
se canta: no somos nada.
Donde acaba el pobre río la inmensa mar nos espera
Que el lector juzgue estas soledades que le muestro y reflexione, si quiere, sobre la suya. Sólo sé que, quienes dicen no sentirse solos, son quienes más lo están.