Necesidad, no necedad.
Día 1 del dossier "Cuarentena de crónicas desde el confinamiento". Por Luis J. L. Chigo.
Día 1 del dossier "Cuarentena de crónicas desde el confinamiento". Por Luis J. L. Chigo.
Por Luis J. L. Chigo (@NoSoyChigo)
Puebla, México, 26 de marzo de 2020 (Neotraba)
“Cuántos de ellos recordarán, en diez o quince años, cuando se levanten a las 5:50 de la mañana para pelear por un asiento rumbo a la Ciudad de México, que un día, al salir de la escuela, con una manualidad fresca en las manos, pensaron que eso no se acabaría nunca, que la infancia es algo eterno. Y en esos momentos la vida está en las casas, escondida tras el refrigerador o quizás bajo la cama.”
– Aldo Rosales Velázquez, Dónde se esconde la vida
La ciudad tiene destellos de soledad pero fluye. Como si se tratara de un perpetuo fin de semana. O de una persona acabada de levantarse después de un largo sueño y tambalea al caminar. No sabe si está despierta o sigue dormida. Las calles de momento están solas y de momento dejan pasar conglomerados de una esquina a otra, contingentes de personas barriendo el tiempo.
No sé si los asaltantes también pararon actividades por el COVID-19, pero prefiero no jugarle al héroe. Tomo la alimentadora A-9 del RUTA (Red Urbana de Transporte Articulado), el transporte del gobierno. En el camión sólo una señora lleva cubrebocas, es de la tercera edad.
En un principio sí se ve vacía la Heroica y de los Ángeles. Me hago consciente de la cantidad de puertas cerradas; bocas multicolores negándose a devorar la cotidianidad. En las lagunas de soledad se puede sentir la tensión entre el espectador y la puerta. Es el mosaico de rostros –puertas y ventanas– discretamente cubiertas con la advertencia de que allá afuera está el peligro.
Pero no es permanente. Hablo desde las periferias todavía, colonias pisadas por el camión con la lentitud del sol en el cenit. El par de llantas delanteras le piden permiso a las traseras para avanzar. Son colonias adjuntas a la Autopista México-Puebla donde, del otro lado, está Tlaxcala, el único estado sin casos del coronavirus. Conforme el camión avanza observo más movimiento en el ambiente.
A la altura de Plaza Loreto, la mitad del camino entre mi casa y el Centro Histórico, puedo ver a mi derecha muchachas con gafas y bolsos, acompañadas de hombres que podrían ser sus parejas. A la izquierda, una pareja más hace un recorrido en bicicleta. El vals a cuatro ruedas, escuadras de metal coqueteando sobre el concreto hidráulico, toma el carril exclusivo del metrobús como ciclopista. Él levanta una mano al aire y señala algo más allá de los negocios circundantes. Ella persigue el gesto con la mirada. Quizá no habían notado el teleférico construido, durante la administración de Moreno Valle, sobre los Fuertes de Loreto y Guadalupe, lugar donde los zacapoaxtlas vencieron a los franceses en 1862. El desfile conmemorativo a esta fecha sagrada para los poblanos fue cancelado. Las bicicletas enamoradas se pierden en la estación “Los Lavaderos” de la Línea 1 del metrobús.
Justo frente a dicha estación se encuentra el vaso regulador Puente Negro, una especie de lagunilla más parecida a un relleno sanitario y no a un contenedor del agua descendiente de la Malinche. Logro observar a cuatro niños jugar en las laderas de dicho relieve donde desembocan las cañerías. Detrás de ellos, en una carrera contra la tierra seca elevándose bajo el aire caliente –tierra caliente, polvo de basurero–, un perro les sigue el paso moviendo su cola. ¿Qué virus y bacterias habrá en el ambiente que circunda a Puente Negro? ¿Estos niños tendrán un seguro médico eficiente? Sinceramente, dudo que sean de la zona residencial Angelópolis, que cruzan la ciudad para encontrar distracción en el parque de diversión de los malos olores.
Y hasta aquí, con las plazas abiertas, los negocios atendiendo y los ambulantes –como muchos de nosotros, pero en mayor medida– sobreviviendo. La urbe no está muerta.
La alimentadora A-9 tiene una característica encantadora, rayando en lo turístico: permite al pasajero descender en la 11 Norte y Reforma. Esta esquina es casi privilegiada, conecta a dos de las calles más importantes del Centro Histórico.
Desde esa esquina se puede observar Paseo Bravo, un parque urbano creado en 1840, una especie de Alameda Central a escala y sin mármol italiano. En su momento funcionó como zoológico, hasta 1973. También el santuario de la Virgen de Guadalupe así como el Museo del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos, antes escuela “2 de abril”, antes la antigua penitenciaria. Las maquetas de la remodelación de esta zona, el año pasado, dejaron a muchos con la boca abierta y después del polvadero y los obreros, nos quedamos, de nuevo, con la cabeza baja.
La cantidad de transeúntes es moderada pero no permite descanso al crucero. Este espacio, como todos los inmuebles coloniales, ha sido objeto de una gran cantidad de cambios.
Es una duda permanente si las miles de personas diarias, al menos una parte de ellas, saben dónde están paradas. No para sacralizar; más bien para ser conscientes de la historia a la cual le escupimos diariamente, haciendo de las banquetas colindantes a los edificios barrocos, neoclásicos y porfirianos, cultivos de cuanto fluido vive en nuestros cuerpos.
Reforma parte el Centro como quien parte el universo en dos segmentos: norte y sur. Y no sólo el Centro; colonias a una hora de distancia del mismo siguen respetando la numeración. En un punto, lo que comienza como 3 Poniente se convierte en 31 y llega más allá del 100. “105 Poniente” es de los nombres más ridículos que he escuchado, ortodoxia poblana en su esplendor.
Desde la 11 Norte y hasta la 16 de Septiembre –el corazón del espacio, camino que hace la otra división sustancial: oriente y poniente–, Reforma se transforma en Juan de Palafox y Mendoza. Reforma y Palafox conectan la 11 con Bulevar 5 de Mayo, la más importante de todas las vialidades. Es normal, pues, apreciarla llena de gente, incluso en cuarentena.
Contradictoriamente, a pesar de la cantidad de personas, puedo contar a las que llevan cubrebocas. Son, sin lugar a dudas, 46 en toda la avenida. Desconozco el flujo preciso, pero en mi estadística al menos unos diez no lo llevan puesto, sólo encimado como un collar de moda. Dos de ellos los venden, en varios colores y presentaciones. La gente sin él son, tal vez, cuatro veces más. Calle 5 de Mayo –la extensión de 16 de Septiembre y no el bulevar–, el pasaje comercial, sigue abarrotado de vulgo.
Restaurantes famosos tienen las puertas cerradas, lo mismo cadenas de ropa. Las iglesias están bajo llave. Pero hay humanidad. Los albañiles, remodeladores de un negocio espacioso entre 5 de Mayo y 3 Norte, barren, a nariz descubierta, polvo y cemento. Una mujer joven con niño bajo el brazo despacha cigarros en un puesto ambulante. Una señora de limpieza, naranjita, compra una pulsera de 6 pesos y le pregunta a su vendedor cómo se le ve. Un anciano toca una guitarra enfrente de la Secretaria del Trabajo, a unos pasos del Monte de Piedad, con una lata en el clavijero del instrumento y está vacía. Otro más vende flores elaboradas con limpiapipas por treinta pesos; su vivero de artesanías tiene margaritas, tulipanes y girasoles.
Librería Universitaria cerrada por contingencia. Acaparadores por excelencia: Librerías Gandhi abierta de par en par, dejando ver sus entrañas de lujo: candelabros iluminando estantes, donde a su vez los libros brillan acomodados por colores y donde un asesor de lecturas te puede guiar al ejemplar que buscas pero no buscas, recortando el hilo rojo del destino. Lugar a donde, por su puesto, van los no lectores.
Más allá, hacia donde me dirigiré, cosa de 10 minutos, en las calles 12, 14 y 16 Oriente, las prostitutas siguen ofreciendo sus pieles bajo sus prendas Nike y Adidas de imitación. Con sus ojos fosforescentes, como ofreciendo algo fuera de este mundo; con sus bocas rojas, la boca de quien acaba de beber la sangre de un comerciante del mercado ambulante aledaño, miran con naturalidad los cuerpos caminantes con bolsas de costal llenas de frutas y verduras.
¿Qué hacemos con todos ellos si de por sí viven en el permanente confinamiento de la desgracia económica? ¿Los hundimos más en su miseria?
Me quiero responder, pero no será ahora. No cuando un par de hombres castaños se sientan frente a mí y hablan, de la manera más académica posible, sobre la Historia. Hablan de sus artículos publicados y de los conceptos descubiertos por ellos, frente a una MacBook. Hablan de ser los únicos en Puebla de tener una cartografía de quién sabe qué. Siento la necesidad de irme, antes de vomitarme sobre el pequeño burgués que soy, afortunado habitante que puede escribir estas líneas en uno de los pocos cafés abiertos y vacíos de la Heroica y Evangelizada ciudad. Muy vacío.
Frente a la gráfica de casos confirmados de COVID-19 en el país hay una esperanza sanitaria y social de que, lo más pronto posible, se logre una curva descendente. El último reporte indica la existencia de 405 casos y 5 decesos. Este monte de números, montaña de miedos y compras de pánico, es equiparable a la curvatura emocional de mi persona y de la sociedad.
Hace apenas unos días Reforma, en su totalidad, se desbordaba con 150,000 estudiantes y tres días después otros tantos millares de mujeres la ocuparían.
Hoy, de un día para otro, cosa de un anuncio gubernamental, el ánimo social en Puebla se fue por la tarja y pareciera atorarse en Puente Negro. El COVID-19 nos hizo olvidarlo en un parpadeo.
La ruta 52 me deja casi frente a mi casa. En el trayecto es rebasada por varias patrullas de policía. Están en todas partes las camionetas vino con blanco. Cuando fui a las urnas, primer ejercicio de democracia en mi vida, jamás imaginé el destino biopolítco de la bandera partidista.
El conductor trae la salsa y la cumbia a todo volumen. Las bocinas retumban con vuela paloma, palomita, pa’ el palomar. El vecino de enfrente es parte de la orquesta tropical, mueve una botella vacía de refresco como si de un güiro se tratara. Otra vecina, pelirroja artificial, muestra una selfie (¿suya?) a su acompañante masculino. Vuela paloma (paloma)/ Paloma vuela (paloma) / vuela a tu nido (paloma). Rostros despreocupados, rostros sin brillo.
Los uniformes de algunos dejan ver que para ellos no hay descanso. A punto de salir de la sección histórica de Puebla, una encuestadora del INEGI pide bajar en una curva que no tiene semblante de ser parada oficial. La 52 se incorpora, con el peso emocional de los silenciosos pasajeros, a bulevar Xonaca, la vena de asfalto donde se escapa de la añeja cantera gris.
La salsa cambia, entre la espada y la pared me encuentro. Las patrullas congestionan el Mercado Morelos, las miradas de los que se abastecen se dirigen todas a un establecimiento de carnes y embutidos. Con probabilidad asaltaron el negocio.
Desde este punto y sólo por breves instantes se puede ver el estadio Cuauhtémoc, o el “chiquihuite”, como lo bautizó la población después de la remodelación. El gigante tejido de paneles azules y blancos es vigía del atardecer descompuesto en naranjas y rosas. Entre la espada y la pared me encuentro / Acariciando un loco sentimiento / Soñando estar entre tu piel / Y despertándome en silencio. Los rostros siguen inertes. Afuera no es el lugar y son presas de la cárcel de la necesidad. Necesidad, no necedad.
Procura coquetearme más / y no reparo de lo que te haré / Procura ser parte de mí / y te aseguro que me hundo en ti. El asiento se traga mis esperanzas en la mugre de su tela. Me duelen los hombros. Soy una espalda con soledad a cuestas, peregrino volviendo a casa después de sufrir nada. No como ellos, a quienes miro a través de la ventana de la 52, cargando mochilas grandes y usando botas de casquillo. La escenografía a sus espaldas es la embotelladora de Pepsi, sobre la carretera federal Tehuacán-Puebla.
Todo está diseñado para verlos arrastrarse. Pesados se desplazan frente al Salón Tecate, abierto. Estamos de acuerdo que eso debe continuar, la cerveza es la escapatoria de no pocos. Procura no mirarme más / Y no sabrás de qué te perderás.
Vuelvo a las entrañas de la periferia. Veo el cerro de Amalucan, fallido espacio recreativo, como guardián de la atemporalidad de estos lares, aburrido titán destructor de los espacios vacíos. Veo poco a poco los INFONAVIT asomarse sobre la barranca contenedora de la que alguna vez fue la colonia más peligrosa de la zona metropolitana. Es un dilema del que tú ni yo podemos escapar.
Inhalo fuerte. Detestables alergias invaden mis fosas nasales en esta temporada. Me cuesta respirar, el aire me provoca ardor.
Este es, quizá, el peor momento para entrar en cuarentena.
Luis J. L. Chigo (1996) estudió la Licenciatura en Filosofía, de la BUAP. Da algunas clases y ayuda a editar Neotraba, con retehartos errores.