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Desde el (auto) exilio en los bosques de Klatch City, 28 de agosto de 2024 (Neotraba)

Cuando terminé la licenciatura en periodismo pensé que finalmente tendría la oportunidad de aportar desde mi trabajo con cambio en el mundo. Aún quedaban ciertos residuos del altermundismo y las Primaveras Árabes, el 11M, los Ocuppy estaban comenzando a gestarse por lo que, desde mi lógica, estaba en el momento preciso de cubrir todo lo que estaba pasando.

La realidad me pegó directo en la cara. No haría periodismo de investigación, estaba muy lejos de que se me tomará en cuenta como periodista serio, en una ciudad donde la mayoría del periodismo de investigación lo estaban haciendo periodistas independientes con cierto renombre.

Pasé cerca de seis meses buscando trabajo en algún medio que me lo permitiera; seis meses fue el tiempo que me dio mi padre para conseguir trabajo, de lo contrario el usaría sus contactos para acomodarme en algún periódico local y justo fue lo que hizo.

De pronto ya estaba cubriendo las actividades del equipo de béisbol de mi ciudad para uno de los periódicos de más circulación y cuando digo cubrir las actividades, me refiero a todo; desde los juegos tanto locales como de visitantes, hasta lo que hacían como “servicio a la comunidad” por lo que tenía que lidiar con el ego de los jugadores, sus esposas y hasta de sus hijos. Podría decir que al menos los boletos para verlos jugar me eran gratuitos, pero fue la peor temporada del equipo, así que no lo disfrutaba, ni siquiera cuando me tocaba cubrir sus salidas a otras ciudades, aunque confieso que las borracheras a costa del periódico nunca faltaron.

Mi paso por ese medio fue muy corto, al equipo lo eliminaron antes de los Playoffs y aunque mi editor me dijo que podía seguir trabajando, tenía otros planes. Iba hacer periodismo de investigación, aunque no me pagaran. No sería solo lo que hacía en algunos portales de medios libres, donde ya publicaba de vez en vez, me iría de ilegal a trabajar a Estados Unidos y escribiría una serie de crónicas sobre lo que significa ser migrante.

La idea era escribir cómo viven, cómo pasan el tiempo, qué es lo que hacen, cómo se relacionan entre ellos y su entorno, digamos que un poco de periodismo gonzo de denuncia social. Obviamente a mi padre no le pareció una buena idea, pero como no le pedí ni su apoyo ni su dinero, no tenía mucho que decir. Claro que no iba con la intención de ser la protagonista de la canción Common People de Pulp, me lanzaría por todo, sobreviviendo como uno más de ellos.

Ahora me tocaba elegir a qué ciudad me movería. Lo platiqué con Omar, mi mejor amigo en aquellos años y me sugirió que para iniciar me moviera a una ciudad tranquila, sin mucho lío con la migra, de preferencia hacia el norte. Me sugirió Nueva York o Seattle, elegí la segunda, había estado ahí cuando la cumbre de la OMC, en la llamada “Batalla de Seattle” participando en las manifestaciones en mis tiempos de activismo, así que podría comenzar en esa ciudad.

Además, que me llamaba por todo lo que había ocurrido a fines de siglo en esa región, ese último intento de la industria musical por apropiarse de una escena contracultural conocida como “Grunge”. Podía escribir sobre los migrantes, además de toda la movida contracultural que aún se mantenía.

Un mes antes de mi viaje, que decidí sería en verano para no llegar al frío, comencé todos los preparativos. Retiré mi dinero ahorrado y cancelé mi cuenta de banco, hablé con un par de amigos que vivían en la frontera y me pusieron en contacto con un coyote, el cual por mil dólares me cruzaría hasta Phoenix junto a un grupo de diez personas, de ahí me movería hasta Seattle en autobús. Le notifiqué a mi casera que dejaría el departamento donde vivía y le pedí a mi madre que me dejara guardar mis cosas en mi antigua recamara, era mejor hablarlo con ella, sabía que al igual que mi padre no estaba de acuerdo con mi “experimento social” como lo llamaban, pero no me daría un sermón.

Llegó el día, me subí a un autobús rumbo a la frontera, dos horas después estaba con el coyote y un grupo de diez personas listas para cruzar la frontera por el desierto. Iba preparado para cruzar por una de las zonas de mayor riesgo en toda la frontera. Las temperaturas alcanzaban hasta los sesenta grados centígrados y si no se tomaban precauciones podías quedarte ahí, deshidratarte y morir antes de que te encontraran.

Un par de años atrás, acompañé al colectivo “No Más Migra” en un recorrido que hicimos para denunciar los riesgos, así que entendía el peligro. Llevaba un par de litros de agua, dulces para chupar, poca ropa en mi mochila y mi “outffit eran pantalones y camisa de algodón que me cubrieran todo el cuerpo, pero a la vez fueran frescos. No puedo decir lo mismo de mis acompañantes, la mayoría iba con su ropa del día a día, bolsas, mochilas precarias y poca agua y comida. Estaban poniendo en peligro su vida intentando buscar algo mejor para su familia.

Intenté hablar con algunos de ellos, pero ninguno me dirigió la palabra, estaban más pendientes de su supervivencia que de hacer amigos, excepto un hombre más o menos de mi edad. Me contó que era de Centroamérica, que aún no sabía hasta dónde se movería, pero que tenía unos amigos que vivían en Oregón y trabajaban en viveros, que trataría de llegar hasta allá. Le dije que yo iba hasta Seattle, así que hicimos planes de viajar juntos, al menos hasta su destino.

Además de mi mochila con ropa y suplementos de supervivencia, llevaba mi reproductor de MP3 con una lista para el viaje, así que me pase gran parte de la caminata, escuchando música. Pasé por Pearl Jam, Soundgarden, Neil Young hasta Damien Jurado, un músico que en lo personal me pareció de lo más adecuado para el viaje, ya que sus canciones hablan de personas que lo han perdido todo e intentan sobrevivir. Pase horas escuchando sus canciones mientras caminaba en la oscuridad en fila india con otro grupo de personas que habían tomado la decisión –por el motivo que fuera– de cambiar su vida.

Llegamos a Phoenix por la madrugada. En un estacionamiento estaba una camioneta, en la que nos trasladarían a California, claro por unos cuantos de cientos de dólares más. Me despedí, les dije que yo tomaría un autobús desde Phoenix a Seattle, mi compañero que dijo que iría conmigo se arrepintió, tal vez se sentía más seguro viajando en grupo, no le dije nada.

Me dejaron a unas cuadras de una terminal de autobuses, donde compré mi boleto rumbo a Seattle. En un poco más de treinta horas estaría llegando. Aun no comenzaba a escribir mis crónicas/investigación.

En Seattle ya tenía un contacto con quien iba a llegar: Tonatiuh, pero le decían Tomate, era primo de Omar y fue él quien me consiguió el lugar donde iba a vivir. Un pequeño departamento en el sudeste de Seattle, en el barrio de Beacon Hill. Muchos recuerdos se me vinieron en cascada, esas manifestaciones en las calles de aquel otoño del ’99 cuando aún pensaba que se podía cambiar el mundo.

Cuando llegamos, el Tomate me dijo que parte del departamento me tocaba, en una recamara donde iba a compartir con otros tres latinos indocumentados, me toco la litera de arriba y un pequeño espacio en un closet para dejar mis cosas.

–No olvides nunca poner tu nombre en lo que compres y dejes en el refrigerador o en las áreas comunes, si no tiene nombre es de todos– me dijo Tomate, antes de despedirse.

–Vale, si sabes de algún trabajo, te lo agradecería mucho– le dije antes de que saliera, –no quiero gastarme todos mis ahorros.

–Va, va, va, te aviso– me gritó desde la puerta.

Esa semana me dediqué a pasear por la ciudad, la temporada de lluvias se había terminado, hacía frío, pero soportable. Pasé por el Downtown, por The Moore Theatre, The Cocodrile, por donde estaban las antiguas oficinas de Subpop Records, hice todo el recorrido obligado para alguien que creció dentro de toda la movida alternativa y el Grunge. En unos días entraría a trabajar de lavaplatos en el mismo restaurante donde trabajaban el Tomate y el Vikingo en un turno de doce horas, así que no tendría tiempo de más.

Mi investigación se había quedado en pausa mientras escribía un diario en un blog de esos de moda a inicios de siglo. También visité la zona de la batalla de Seattle, el cambio era bastante, claro, en aquellos días del ’99 el miedo a los altermundistas hizo toda una zona de guerra, así sin policías, ni activistas eran como el centro de cualquier ciudad gringa. Consume, consume hasta morir gritaba en cada una de las cuadras que caminé en este nuevo recorrido.

Fotografía de Ian Dooley a través de Unsplash
Fotografía de Ian Dooley a través de Unsplash

Nunca había compartido cuarto, tengo un solo hermano y cada uno tuvo su cuarto. Cuando me fui a vivir solo, igual, traté de conseguir algo que me permitiera no tener “roomie”. Esta era mi primera experiencia compartiendo recámara y casa, con gente que no fuera de mi familia cercana; incluso con mis parejas era muy cuidadoso de que no hicieran base en mi departamento, no me gusta compartir con más gente, así que el reto era aún mayor, aunque debo de aclarar que mis compañeros de departamento y recámara no estaban muy interesados en hacer vida social, todos tenían dos trabajos y usaban la casa casi para dormir, preparar su comida y lavar su ropa. Sus días libres pocas veces coincidíamos. Aunque yo era el único que tenía un solo trabajo, doce horas lavando platos en un restaurante de comida asiática, pero era suficiente para ya no coincidir con los demás salvo algunos momentos antes de irnos al trabajo todos.

Mi investigación se centró más en mis compañeros de trabajo; la mayoría de ellos latinos que habían llegado buscando el sueño americano: Daniel, de veinticinco años, guatemalteco, que llegó a Seattle después de pasar un tiempo en Portland. Estaba casado desde los dieciocho, tenía dos hijos y no conseguía un buen trabajo en su pueblo, así que decidió migrar. Cada semana mandaba una cantidad de dinero y otra la ahorraba para traerse a su mujer y sus hijos. No quería regresar a Guatemala. Las historias de su pueblo, cuando el ejército desalojo a toda la comunidad bajo pretexto de la guerrilla, pero que en realidad querían las tierras para hacer la Chixoy, esa presa que dejó miles de desplazados y muertos para Daniel había sido una maldición, perdieron todo, incluso dos de sus hermanos habían muerto. Nada de esto le toco vivirlo, pero la historia había pasado de boca en boca. La Chixoy fue la causa de la pobreza de su pueblo. Ahora en Estados Unidos se esforzaba por conseguir lo más de dinero posible para darle a sus hijos una vida mejor.

Don Genaro era de los altos de Guerrero, desde hace más de veinte años vive en Seattle, cada año viaja a visitar a su familia, él es digamos una historia de triunfo dentro de los migrantes, no porque se haya hecho millonario, ni por su éxito, lo es solo porque ha logrado mantenerse tantos años sin que lo deporten. “es mi bajo perfil”, me dice cuando le pregunto cómo ha pasado: “trato de pasar desapercibido”.

Don Genaro fue mi primera historia. La mandé a un periódico en México, que la publicó, un pago mínimo, pero ya estaba encarrilado, así salieron unas cuantas más. Desde aquella en la que solo cuento lo que es vivir junto a nueve tipos en un departamento de cincuenta metros cuadrados, intentado sobrevivir al día a día, hasta la de Juan que después de varios años trabajando y mandando dinero a su pueblo, regresó solo para enterarse que su novia se había casado con otro. La decepción la pego tanto que regresó a Estados Unidos, ya no buscando una vida mejor, solo para evitar la humillación. Una historia más común de lo que parece.

Aunque lo negará, era afortunado. Tenía un solo trabajo, nadie dependía de mí y eso me daba la libertad de usar mi tiempo libre en ir a bares y clubes a escuchar música. En los siete meses que viví en Seattle fui a dos conciertos de Damien Jurado, me compré sus discos, era la música que escuchaba mientras escribía las historias de mis compañeros de trabajo.

Fotografía de Jason Briscoe a través de Unsplash
Fotografía de Jason Briscoe a través de Unsplash

Lucía, ella no era latina, sino una chica gringa de veinte años, lesbiana que dejo su casa cuando su padre quiso “convertirla en mujer” violándola, otra historia más común de lo que me gustaría y que es similar a cientos de miles de adolescentes que viven en las calles de Estados Unidos. Al menos Lucía consiguió a alguien que le dio hospedaje, le ayudó a conseguir trabajo y desde hace año y medio es mesera en el restaurante donde trabajo. Por mucho, otra historia de éxito en este museo de almas perdidas.

Con el paso de los meses y viendo que mis crónicas no se estaban publicando más allá de los medios independientes, los cuales no siempre me pagaban o cuando lo hacían era muy poco, fui dejando de escribirlas, me mantuve con mi blog donde escribía más de música, de los conciertos a los que iba, de la música nueva que iba escuchando. De pronto y sin pensarlo me iba convirtiendo en periodista musical, incluso una revista mexicana me contrato para que escribiera para ellos. No era un gran pago, pero me venía bien.

El activismo desde el periodismo tendría que esperar. Así fue que tome la decisión de moverme a Nueva York. El sueldo de la revista no me alcanzaba para vivir en una de las ciudades más caras del mundo, pero mientras escribía, podía seguir trabajando en restaurantes. Ya estaba acostumbrado.

Después de siete meses en los que me toco, lluvia, frío, buenos conciertos, dejaba Seattle para viajar varias horas en autobús desde el Oeste hasta el Este en Nueva York. Una ciudad con más movida en la música para reportar. Me despedí de mis compañeros de trabajo, de departamento y me puse en marcha.

Un mes después ya tenía trabajo en una pizzería sobre la Avenida Ocean, era el único latino y me tocaba lavar trastes y limpiar a la hora de salida. Trabajé en ese lugar los dos años que estuve en Nueva York.

En sus mesas por la noche, después de cerrar escribí varias crónicas para ese libro que espero terminar algún día. Por ahora ya en México de nuevo, entre el caos, sobreviviendo como periodista musical, Damien Jurado me sigue acompañando a la hora de escribir sobre las almas perdidas que me encuentro en el camino a las cuales me es fácil identificar, soy uno de ellos.


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