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Ciudad de México, 18 de mayo de 2024 (Neotraba)

Soy la décima de quince hermanos. Y eso fue una suerte, porque cuando nací, además de ser la consentida de los hermanos mayores, mis papás eran ya unos expertos en el desarrollo psicológico del niño sin haber leído a Vygotski, Piaget o Freud. Gracias a sus conocimientos, no fui castigada cuando en la infancia me dio por involucionar a la etapa del salvajismo: yo quería caminar en cuatro patas en lugar de dos. Y todo porque, debido a una inocente e infantil presunción, me gustaba que todos vieran mis calzones de olanes. Mi mamá al verme me decía: “Enderézate, porque se te van a ver los calzones”. Yo le contestaba: “¡Quiero que vean mis olanes!” Y ella me enderezaba de manera cariñosa.

Mi infancia fue un tiempo plácido. Recuerdo bien los sábados y domingos. Mi papá se levantaba temprano y realizaba una rutina: diario barría y trapeaba la casa, y ponía la mesa para que desayunáramos. En tanto, mi mamá preparaba los alimentos que llevaríamos a la escuela. Después, ponían música y así nos despertaban. Entonces, mi padre abría las cortinas y su frase era: “Se abren las puertas del cielo”. Y nos entraba la luz de la mañana, que nos despertaba con su claridad.

La música que escuchábamos en esos días era de intérpretes variados: Los Churumbeles de España, Carlos Gardel, Agustín Lara, Las Hermanas Núñez, Toña la Negra, Mariano Mercerón, Ray Charles, Nat King Cole, o algún cuplé de Sarita Montiel o Joselito. ¡Tantos intérpretes y canciones que acompañaron mi infancia!

Esa música no la olvidaré. Y ahora cuando llego a escuchar alguna canción de aquel tiempo, recuerdo a mi papá que la disfrutaba barriendo y lavando los pisos de la casa. En ocasiones detenía su actividad, tomaba a mi madre de la cintura y bailaban. Los veíamos bailar, y mis hermanos y yo éramos felices.

Con mi papá, una vez terminada la faena de los sábados, ya arreglados nosotros, hacíamos nuestro paseo hacia el cerro del Borrego en Orizaba. Eran días de fiesta, que aún ahora, al recordarlos, me invade una grata melancolía.

Cuando tenía siete años, dos de mis hermanos emigraron al Distrito Federal para reunirse con el mayor y estudiar la licenciatura. Fue por ese tiempo que nuestra familia sufrió una gran pérdida: la muerte de mi hermana Chela.

Un día vinieron a Orizaba mis hermanos y una hermana por las vacaciones de diciembre. Recuerdo bien que se fueron el primer domingo de enero por la tarde, y se llevaron a Chela para que también estudiara en la Ciudad de México. Fui a despedirlos junto con mis papás al ADO. Mi papá había convencido a Chela que se fuera. Habló con ella en el cuarto de las tristezas –era el cuarto donde mi papá nos señalaba alguna falta o llamaba la atención– de lo importante de estudiar una carrera. Estaba por salir el autobús cuando apareció un trío por ahí cantando al estilo de Daniel Santos la canción Adiós muchachos. Esta canción se me quedó grabada. Había alegría antes de la interpretación, pero la cantaron con tanto sentimiento que a mí me pareció como algo premonitorio. Mis papás comenzaron a llorar: mi padre de manera discreta se secaba los ojos con su pañuelo; mi mamá soltó las lágrimas como si fuera catarro. La tristeza de los dos contagió a todos sus hijos.

Cuando el autobús avanzó, por la ventanilla, Chela se asomó y agitó su pañuelo. Lloraba y nos gritó: “Me escriben. Llegando les avisamos, le marco a Doña Marce”. Era 1962 y no teníamos teléfono en casa; si había llamadas, nos enviaban a avisar de la tienda de abarrotes.

Con Chela, ya eran cuatro hermanos en la Ciudad de México que estudiaban en la Universidad. Vivían en un departamento atrás del Parque Hundido, en la calle de Perugino número 32. Un día de abril de ese año sucedió lo que aún me duele recordar: Ya en la noche, Nena y Chela regresaban de Ciudad Universitaria y atravesaban la avenida Insurgentes hacia la casa, cuando un auto se pasó el alto y sucedió lo inesperado: atropelló a Chela. Nena alcanzó a brincar y estuvo a un centímetro de ser atropellada también. Mi hermana no murió de inmediato, todavía la operaron y le amputaron una pierna. Su partida fue durante la cirugía.

En Orizaba todo seguía normal. Llegó mi papá del trabajo a la hora acostumbrada, las ocho de la noche. Revisó tareas, nos leyó un artículo del periódico Novedades y leyó un capítulo del libro de Ana Karerina de León Tolstói. En casa se leía el periódico Novedades, y la revista Siempre. Leíamos los clásicos, mi papá tenía preferencia por las novelas de escritores rusos, pero también leíamos a otros autores: María de Jorge Isaacs; Mujercitas de Louisa May Alcott; Hombrecitos, de la misma autora; y Corazón: diario de un niño de Edmundo de Amicis, entre otros tantos escritores. En casa se leía diariamente: por lo regular, era mi papá quien nos leía. Disfrutábamos de su lectura y de lo que nos platicaba de su actividad diaria. El día del accidente en la Ciudad de México, mis hermanos y yo nos fuimos a acostar y no supimos de la trágica llamada telefónica.

A la mañana siguiente, no hubo música que nos despertar ni la frase “Se abren las puertas del cielo”, cuando la luz del día nos despertaba. Fue mi hermana Ara la que nos fue despertando uno a uno, con movimientos suaves. De inmediato, todos preguntamos por mi papá y mi mamá. No hubo mayor explicación, sólo que habían salido. Nos dio de desayunar un choco milk y una torta, que apenas mordisqueé. Ya tenía 9 años de edad, me fui sola a la escuela porque no hubo quien me llevara. En el salón de clases, sentada en el pupitre, vi una sombra que pasó cerca de mis piernas, y tuve una sensación de frío y vacío en mi estómago. Ahora sé que era congoja, pero hasta ese entonces no conocía esa sensación. Para mí fue algo nuevo. Ese día no salí al recreo. Fue una mañana muy larga, y al salir del colegio nadie fue por mí. En mi soledad, le di un gran valor a mis padres y sentí la ausencia de mis hermanos mayores. Camino a la casa, me sorprendió ver tantas personas en el zaguán y en la sala de casa de mi abuela. Yo seguí hacia mi casa. Al llegar ahí, estaba mi tío Luis, primo-hermano de mi mamá con Fanny, su esposa. Mi hermana Ara lloraba y se abrazada a él. Mi tío la dejó y fue hacia mí. En ese momento ya iban llegando de la escuela mis hermanos. Abrazó a cada uno, lo mismo Fanny. Mi tío nos dijo que había que ser valientes. Yo no pregunté por qué ni qué pasaba. ¡Todo era tan extraño! Mi tío llevó comida y la rechazamos. Nos fuimos a la casa de la abuela, donde había muchas personas llevando flores y llenando cubetas con agua para colocarlas ahí. Nadie nos decía nada, todos cuchicheaban, se asomaban al zaguán. Yo me trajé una silla de mi casa y me senté en un rincón. Ya entrada la noche todo mundo se levantó gritando: “¡Ya llegaron!” Yo también corrí hacia el zaguán y vi que estaban bajando una caja blanca. Era el ataúd donde traían los restos de mi hermana Chela. Mi papá, mi mamá y mis tres hermanos bajaron de un automóvil. Una escena tan dolorosa que, al recordarla, me duele en lo profundo. Mis papás eran otros, y mis hermanos también. Llevaban en el rostro la marca de haber sufrido una tragedia. Inmediatamente supe que la muerte es como un huracán que arrasa y te deja sin defensas. Te aniquila, te arrebata lo que amas: te quita años de vida. Corrí a abrazar a mi hermana Nena y me asusté. No respondía a mi cariño. En ese momento, sus ojos estaban perdidos. Quizá acompañando a Chela en esa transición. Lloré abrazándola de su cintura. Alguien me quitó con suavidad y se la llevaron sosteniéndola porque no podía sostenerse ella sola.

Al otro día hubo despedidas. Antes de llevar el féretro hacia el panteón, me impresionó cómo se aferró Gustavo Carbajal al ataúd. Era el novio de mi hermana. Todo fue llanto y dolor. Nena no fue al panteón, seguía con la mirada extraviada. Ahora comprendo que estaba disociada, no cabía más dolor en su corazón. Fue impresionante el entierro. Todos caminaban hacia el cementerio: el féretro hasta adelante, cargándolo mi papá, mis tíos y mis dos hermanos mayores. Varios hombres atrás, entre ellos el novio de mi hermana, para relevarlos. Luego, la banda de guerra de la Escuela de Bachilleres, con sonidos fúnebres que erizaban la piel y acentuaban nuestra tristeza. Atrás venían todos los familiares y conocidos, y camionetas con las flores. No veía el final de las personas, fue una multitud. Llegando al panteón empezó el “chipi-chipi”, esa brisa suave que es característica de Orizaba. Mi papá tiempo después diría: “Hasta el cielo lloró la muerte de mi hija”.

Los días que siguieron fueron tristes. No había consuelo a la ausencia de Chela. Dos de mis hermanos regresaron a sus estudios, pero Nena se quedó en Orizaba, porque continuaba sin hablar, con crisis de llanto y la mirada extraviada. La llevaron con varios médicos, uno de ellos psiquiatra. La vino a ver doña Tori, que curaba de espanto. Por más que le untó mil cosas y le pasó un huevo y yerbas con alcohol por todo el cuerpo, no tuvo éxito. A mí me había curado de espanto, lo hizo tan bien que no recuerdo qué me asustó, pero no sucedió lo mismo con Nena. Nadie podia hacer nada por ella.

Al ver que mi hermana no tener mejoría, mis papás, desesperados, aceptaron la propuesta de la hermana de mi mamá, que vivía en Oaxaca, de llevársela con ella para ver si con otros aires mejoraba. Y allá se fueron Nena y Xóchitl, una de mis hermanas menores.

En casa, durante un tiempo, dejamos de escuchar música y terminaron los paseos de los sábados. Los domingos mi papá y sus hermanos volvieron al frontenis. A mí, mi madre me urgía a que participara en alguna actividad deportiva, pero no me escogían en nada porque en ningún deporte mostraba interés. Me molestaba que mi mamá hablara con la profesora de educación física para que me incluyeran en los entrenamientos por la tarde. Debido a su insistencia, me anotaron en atletismo. Mi mamá me preguntaba diario cómo me iba en las prácticas y yo le decía que bien. Yo no las hacía porque eran de correr y a mí me fastidiaba. Un día me preguntó mi papá: “¿Cómo van tus entrenamientos?” Y le contesté: “Sólo voy de oyente”. Y es que escuchaba a mis hermanos mayores que ellos en algunas materias iban de oyentes.

Ahí terminó mi pesadilla de irme a sentar a las gradas. Mis papás y mis hermanos se rieron mucho y me dejaron en paz.

Mis hermanas regresaron de Oaxaca. Nena retornó igual, con la mirada perdida. Mis papás, desilusionados de ver mal a mí hermana.

Por esos días, una comadre les recomendó a un curandero que se hacía llamar padre Prior, de la ciudad de Río Blanco, que está pegada a Orizaba. Hicieron la cita para llevar a Nena. Mi mamá no estaba convencida de apoyarse en estos recursos, pero como doña Tori, la curandera no tuvo éxito y el psiquiatra tampoco, y en esa época no había antidepresivos ni antipsicóticos, aceptaron ese recurso. El padre Prior recibió a mi hermana. Era un hombre corpulento con una sotana blanca de ribetes dorados en los costados y una cruz grande colgada al pecho con Cristo Crucificado. Los saludó con un apretón de manos firme y suave, su mirada fuerte y profunda. Enfrentó a mi mamá diciéndole que ella no le tenía fe y, por lo tanto, no podía pasar a la consulta. Con mi papá hubo empatía y dijo que veía que confiaba en él, “y eso es muy importante para la cura de su hija”.

Fue cálido con mi hermana, dirigiéndose a ella con una sonrisa suave, amable. A mi padre y a mi hermana los pasó a su consultorio: un cubículo en penumbras, místico, imponente, con imágenes religiosas de gran tamaño y una escultura en yeso de un santo, parecido en vestimenta a él, con rasgos bondadosos. Había en los jarrones flores frescas con un aroma agradable. El piso era de ladrillo, como recién lavado con congo. Los invitó a sentarse en una banca de madera y él se colocó enfrente de ellos, en una silla de madera de respaldo alto, con tapiz de tela rojo quemado en el asiento. Le preguntó a mi hermana su nombre: no hubo respuesta. “¿Quieres decirme qué te ha hecho sufrir tanto?” No hubo respuesta. Se dirigió a mi papá con la mirada, pero notó que mi papá lloraba, lloraba mucho. Llegaban los sollozos hasta la sala de espera donde aguardaba mi madre. Ella también lloraba, estaba angustiada por lo que estaba sucediendo en el consultorio.

Ahí mi papá le platicó al padre Prior la tragedia de la muerte de mi hermana Chela y del sentimiento de culpa que él cargaba, porque mi hermana no quería irse a la Ciudad de México. Ella deseaba estudiar en Veracruz. Le habló de la carta que recibió de Chela, que llegó a los 9 días de su muerte. En dicha epístola, mi hermana le pedía a mi papá que la dejará regresar a Orizaba. Llevaba 3 meses de vivir en México y no se acostumbraba. Mi papá lloró muchísimo. Durante el relato de mi padre, Nena entró en crisis de llanto y gritaba reiteradamente: “¡No!”

Eso sucedía durante sus crisis: lloraba y después se perdía. El curandero les dio a tomar un bebedizo, luego les pasó las manos sobre su cabeza, después les hizo una limpia con un manojo de yerbas olorosas. Terminó la consulta y llamó a mi mamá al consultorio. Le dijo: “Mañana a las doce de la noche, su hija va a despertar gritando y llorando, como si apenas hubiera sucedido el accidente. No le hable ni le diga nada, sólo debe abrazarla y déjela que llore.”

¡Sucedió así como lo dijo el curandero! A la hora indicada, mi hermana despertó y empezó a gritar y llorar. Mi mamá la tomó en sus brazos y lloraron juntas. Todos lloramos.

Por la mañana, nos dio tranquilidad que la mirada de Nena ya no se veía extraviada. Lloró y pidió ver a Chela. Mis papás la llevaron al panteón.

Y así, los días transcurrían tristes, aunque tranquilos, pues Nena ya platicaba de la escuela, de la convivencia con Chela y mis hermanos. Entrado septiembre, comentó que quería regresar a estudiar a la Universidad en México.

Mi hermana mejoraba. Poco a poco volvía a ser cariñosa con nosotros, aunque aún tenía sus ojos un tanto ausentes. Sin embargo, se mostraba entusiasmada por reincorporarse a la Facultad de Filosofía y Letras.

El primer domingo de enero, Nena se despidió de nosotros. Esta vez no hubo lágrimas. Salió de la casa con paso firme, apoyada del brazo fuerte y amoroso de mi padre, para dirigirse al ADO con destino a la Ciudad de México…


Dulce María Rodríguez Vivas

Oriunda de la ciudad de Orizaba, Veracruz (Febrero 1953).

Se formó en la Facultad de Medicina de la UNAM, y realizó la Especialidad en Medicina Familiar en el ISSSTE, avalada por la UNAM.

Cursó la Maestría en Terapia familiar en IFAC. Además, fue maestra en la residencia de Medicina Familiar del IMSS, e impartió clases a alumnos de 5º año de la Carrera de Medicina, en la Facultad de Medicina de la UNAM.

Trabajó en la consulta externa como Médico Familiar, posteriormente como Jefa de Enseñanza en la UMF 1 el IMSS, en la Ciudad de México.

Desde 2017 buscó otros horizontes y en ese año se incorporó a un Círculo de Lectura; y, como consecuencia natural de sus lecturas, en 2024 se inscribió al taller de cuento.


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