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Por Luis Rubén Rodríguez Zubieta

Tijuana, Baja California, 29 de octubre de 2020 [01:35 GMT-5] (Neotraba)

No que me hayas mentido, que ya no pueda creerte, eso me aterra.

Friedrich Nietzsche

No recuerdo cuándo tomé conciencia de que mentir es el acto más frecuente realizado por los humanos. La idea rondó mis pensamientos por mucho tiempo, hasta que consideré analizarla de otra forma y llegué a la conclusión de que no todo lo que es calificado como mentira lo sea. Hay sus matices y sobre estos quiero explorar.

Mi primer registro consciente de que alguien mentía, aunque en su momento no lo aprecié como tal, fue hace sesenta años, cuando yo tenía cinco. En ese entonces, escuché una de las amenazas más ruines espetadas a un niño: ¡Ahí viene el coco y te va a llevar! Hasta la fecha tengo secuelas de esa mentira, me sigue dando miedo la oscuridad y cuando hago algo inadecuado según mi conciencia, rememoro la terrible frase y al personaje intangible que la habitaba, con cuya presencia era amenazado. En mi mente infantil se transformaba en un monstruo siniestro. Dependiendo de lo mal de mi comportamiento, era lo bestial que me lo imaginaba, porque había niveles de malportadismo. Ese nivel no lo establecía uno, lo hacía el volumen y el tono de voz conque las madres de entonces lo decían.

Para esas madres, quienes eran especialistas en el campo de la tortura, era una metáfora de los chingadazos físicos, no una mentira. Se evitaba el desgaste innecesario de la garganta, de las manos, de los cintos, de las chanclas y de las cucharas para cocinar. Estricta economía psicológica. Actualmente, aunque sé que esa amenaza es una mentira, cuando me porto mal, yo mismo me amenazo con esa frase. Así me castigo. Simple economía del sufrimiento.

Mi padre era médico, tenía un consultorio en una colonia popular y acudía a dar consulta por las tardes. Cuando yo tenía entre 10 y 12 años, con frecuencia lo acompañaba; de lunes a viernes, desde las cinco de la tarde hasta las nueve de la noche, desfilaban por el consultorio una veintena de personas de estrato económico jodido a quienes mi padre atendía con paciencia y esmero. A excepción de aquellas ocasiones donde algún paciente se tenía que quitar la ropa para ser auscultado, yo siempre presenciaba la interacción entre médico y paciente. Casi todos, según ellos, padecían enfermedades tan graves y estaban al borde de la muerte. Al final de la consulta, mi padre le entregaba, casi a cada uno de los pacientes atendidos, un frasco pequeño con píldoras, etiquetado por él con una cinta adhesiva, acompañado de una receta donde les indicaba la cantidad y frecuencia con la que debían tomar el medicamento. Siempre les pedía volver una semana después para evaluar su estado de salud.

Cuando regresaban a ser evaluados, el cambio era radical. De estar al borde de la muerte, pasaban a un aparente estado de plena salud física y espiritual y agradecían a mi padre por su tino en los medicamentos que les había recetado. Intrigado por lo que presenciaba, le pregunté dos cosas: ¿Por qué a casi todos les diagnosticaba lo mismo? y ¿Cuál era el contenido del frasco?

La mayoría de sus pacientes, según me explicó, derivado de su condición de pobreza, estaban desnutridos y padecían enfermedades gastrointestinales, pero cada uno creía padecer de otras y las consideraba graves. Esto último producto de diagnósticos fundamentados y, por supuesto, científicos de sus vecinos y parientes hipocondriacos. Los frascos que los pacientes se llevaban no eran otra cosa más que placebos, pero ellos no lo sabían. El efecto psicológico de estos se reflejaba posteriormente en su indudable mejoría. No sabían que era el ánimo el que tenían destrozado y mi padre se los levantaba.

Desde la perspectiva del cristianismo, cuyos representantes en su mayoría son muy embusteros, seguramente mi padre era un mentiroso y merecía el peor castigo en las cloacas del averno. Engañó a sus pacientes y jugó con sus sentimientos. Para ellos, mi padre había encontrado la cura, poseía la verdad absoluta, era casi un santo al cual le rendían culto y seguramente lo incorporaron en sus oraciones. Para mí, en la época de acompañante, no tuve un juicio de valor, simplemente veía que ninguno de sus pacientes le había reclamado nada. Ahora pienso que, si bien era mentira lo que les decía, era sólo una mentira piadosa, pues su intención era benevolente. Seguramente mi padre, quien era muy juicioso, pensaba que lo dicho a sus pacientes era una verdad a medias, pues el diagnóstico era correcto y él no tenía la cura para resolver su condición de pobreza.

Las abuelas de mi época eran mujeres preocupadas porque el tracto gastrointestinal de sus hijos y nietos funcionara de manera adecuada. Sus consejos preventivos eran múltiples: ¡Que ya no coma más ese niño, se va a empachar! ¡Que no coma sandía de noche porque le va a dar chorrillo! ¡Que no coma aguacate después de hacer un coraje, se puede morir! No puedo asegurar que lo aseverado con tanta seguridad fuera producto de algún conocimiento científico del que disponían en esa época o porque con su experiencia empírica lo habían comprobado. Pero, considerando que las abuelas de antes poseían una honradez probada a cabalidad, estoy seguro de que todo era verdad, que ellas habían visto un niño empachado, otro con chorrillo por comer sandía de noche y a varios muertos por causa del aguacate. No tenían necesidad de decir mentiras.

De los tres consejos, sólo pude constatar el del empacho. No sé qué es, lo confieso, pero puedo asegurar que cuando como en exceso, cosa más frecuente de la que se pueden imaginar, me siento de la chingada y a veces he estado al borde de la muerte. De la sandía y el aguacate, mejor ni lo intento, no vaya a ser.

Lo que sí puedo asegurar es que la cantidad de mitos que actualmente se tejen sobre los beneficios o perjuicios de los alimentos, sin temor a equivocarme, son puras mentiras. Con excepción de los alimentos procesados, ningún alimento natural es pernicioso para el ser humano. Lo pernicioso es comerlos en exceso, eso seguro nos provocará un empacho, que es lo único verdadero.

Hace aproximadamente treinta años, cuando trabajaba en una dependencia del gobierno federal, tenía un compañero de trabajo, quien, por decirlo de una forma generosa, tenía ciertas limitaciones —¿me castigará el CONAPRED? Era el que sacaba las copias y hacía los mandados de mi entonces jefa; tareas que, habría que decirlo, hacía muy bien. Independientemente de su condición, era buena persona, muy trabajador, buen esposo y excelente padre de familia. Yo lo estimaba de verdad. Un día de aquellos, se paró frente a mi escritorio con un legajo de hojas dentro de un folder.

—Luis Rubén, esta es mi tesis profesional, te pido que me la revises por favor porque necesito presentarla en dos semanas con mi asesor —me dijo orondo.

Nunca me imaginé que estaba cursando una carrera universitaria, lo hacía en la facultad de economía de una universidad del centro del país. Sólo iba algunos días de la semana y me contó que estaba muy difícil estudiar esa carrera. Yo había estudiado en la facultad de economía de la UNAM —bueno, asistido—, no me titulé entonces y hasta la fecha no lo he hecho.

Comencé a leer el documento que me entregó y desde la primera hoja me di cuenta de que se había fusilado uno de los manuales elaborados en la dependencia donde ambos trabajábamos. Le pregunté si no se había equivocado de documento, indicándole de lo que se trataba y me respondió que no era cierto, que él había escrito todo lo que ahí decía. Después de advertirle que se podía meter en problemas si lo presentaba como su tesis, me pidió no decirle a nadie y me lo arrebató de las manos. Considerando un posible daño a su autoestima y que podría truncar la carrera de un economista en ciernes, nunca lo delaté, sólo fui participe de una trampilla sin trascendencia, de una mentira piadosa.

Dos meses después se volvió a parar frente a mi escritorio con una sonrisa de oreja a oreja y me entregó un folder. Lo abrí y adentro venía un documento que decía: La Universidad Autónoma de … otorga el título de Licenciado en Economía a xxxxxxx, en virtud de haber concluido…

Por supuesto, lo felicité y hasta le pregunté si no iba a festejarlo, porque no cualquiera se titulaba en la universidad. Después supe que la fiesta ya se había realizado, y yo no había sido invitado. Con justa razón, pues quién era yo para querer truncar el futuro de un profesional de la economía. También supe, por boca de algún acompañante chismoso a su examen profesional —también a la fiesta—, que el susodicho estaba muy nervioso antes de pasar al salón donde iba a ser examinado por tres sinodales y su asesor de tesis. Que ya durante el examen se había mostrado muy seguro a pesar de las duras preguntas del sínodo, quienes por unanimidad decidieron aprobarlo. Desconozco qué hace actualmente ese compañero, pero seguramente todos le deben decir licenciado. A mí también me dicen así, pero nunca les he dicho que mientan, ni piadosamente.

Nunca he entendido por qué los títulos universitarios, que uno puede mandar a hacer en muchas imprentas de cualquier parte del país, son catalogados como fraude e incluso que esté penado por ley presentarlos como verdaderos. ¿Qué diferencia tienen con el obtenido por mi compañero y de seguro obtienen miles de estudiantes en cualquier universidad del país? Se debería proponer eliminar esa ley; seguramente después de abrogarla este país alcanzaría su nivel académico real. Yo decidí mandar a imprimir el mío, pero como médico cirujano y partero, lo cual siempre quise ser, aunque ya no me sirva para nada. Total, sólo sería una mentira piadosa, dejémonos de engaños de verdad.

La mayoría de los padres de la generación de los míos hacían múltiples sacrificios para que sus hijos fueran a la escuela. Era común escucharles una frase considerada como una verdad absoluta: ¡Estudia para que seas alguien en la vida! Esta frase contiene dos supuestos falsos: el primero, que el destinatario de esta, al momento en que se la sueltan, es nadie; el segundo, que todos los que no estudian tampoco son y, mucho menos, serán alguien. No dudo que los padres posteriores a los de mi generación continuarán diciendo esa falsedad ni tampoco que los de la generación de mis hijos la hayan omitido.

A propósito de esa frase, hace diez años fui maestro en una universidad. Ante la terrible ignorancia de mis alumnos, me puse a investigar cuáles eran sus causas. En esa investigación me encontré una ponencia de José Saramago para la Universidad Complutense de Madrid. Sus temas se relacionaban con el objeto de mi investigación, pero eso no llamó mi atención. Saramago le informó a su audiencia que él no había estudiado ni la primaria y que a pesar de eso era decano y doctor honoris causa de esa universidad. No sé si para entonces ya había ganado el Premio Nobel de literatura, pero hizo retumbar en mi cabeza la frase: ¡Estudia para que seas alguien en la vida!

Hace un año fui a un Oxxo a comprar cigarros y al llegar a la caja, la muchacha que cobraba me dijo: Hola profe, ¿no se acuerda de mí? Entonces la reconocí, le dije que me daba mucho gusto verla e, impertinente como siempre, le pregunté si había terminado la carrera.

—Claro que terminé profe, ya estoy titulada, pero no he encontrado trabajo y, bueno, pues de algo hay que vivir —me informó.

Y la frase volvió a retumbar en mi cabeza: ¡Estudia para que seas alguien en la vida!

También he escuchado a algunos padres decir cuando replican a sus hijos: yo nunca digo mentiras. De entrada, esa es una gran mentira. Pero para ellos no lo es, lo están diciendo con fines didácticos. O cuando descubrimos que alguien no nos habla con la verdad le decimos: no seas mentiroso. Esto último supone que quien cuestiona no lo es, falsedad mayúscula. La mejor de los mentirosos, para que les creamos que no lo son, es cuando dicen que para serlo se necesita tener buena memoria, y como ellos no la tienen, son incapaces de mentir. Al menos en mi caso no aplica. Yo tengo pésima memoria, he dicho y continuaré diciendo un chingo de mentiras, aunque, debo aclarar, todas han sido piadosas.

Pero algunas son de lo peor. Por ejemplo, alguien que no ha ido a Inglaterra ni conoce a ningún inglés, se atreve a decir que todos los ingleses son flemáticos. Alguien que no ha ido a China ni ha estado en la casa de ningún chino dice que toda la comida que preparan en ese país es incomible. Alguien que nunca ha visto a un hombre negro encuerado, asegura que todos los negros la tienen muy grande. Un rico que nunca ha visto a un pobre más que en algún semáforo, describe cómo son todos aquellos. Un pobre que nunca ha visto a un rico, también.

Hace algunas semanas fui a un restaurante en el que había un letrero muy grande, era imposible no verlo. Decía: Cuide a sus niños, ellos no saben. Además de que es violatorio de los derechos de los niños —bueno, eso creo—, supone a los niños como ignorantes. Ahora bien, ¿cuántas veces se oye a los padres decir, justificando a un niño cuando este agarra algo que no debe o lo rompe: Ay, es que es niño y no sabe? Vil mentira para justificar sus descuidos. No es que los niños no sepan, más bien los adultos no sabemos que, dada su edad, son curiosos no ignorantes.

Pero de todas las mentiras posibles, hay una que lastima mis sentimientos y a mi corazón lo hiere en lo más profundo. Es esa idea generalizada de que los burócratas somos unos huevones y buenos para nada. Eso sí que no. Nada más falso. Es cierto que no hacemos todo aquello de lo que somos capaces y a veces solo asistimos a nuestro centro de trabajo. Pero sepan todos nuestros detractores que eso no es culpa nuestra, sino de quienes gobiernan, quienes no saben aprovechar al máximo nuestro talento. Esa es la pura verdad. Por favor, no anden esparciendo aquella terrible mentira ni siquiera en su vertiente piadosa.


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