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Por Alicia Carrera

Ciudad de México, 27 de abril de 2021 01:24 [GMT-5] (Neotraba)

Hundí suavemente el cuchillo en la masa esponjosa. No puedo creer que uses cuchillo para cortar los hotcakes. Cada vez que mi madre sermoneaba por algo a Fernán, mi padrastro, él volteaba a verme con una risita de niño travieso. Sólo tu familia hace eso. Con el mismo cuchillo, como cada mañana, marqué en la pared una diagonal sobre los cuatro palitos verticales.

La verdad es que nunca imaginé que desayunar en la cama pasaría de una excepción a ser la costumbre, ni que las barritas que cruzaba para contar el tiempo se desbordarían del gran marco de mi collage. Un año de encierro. Diez meses sin trabajo. Y es que algo deben saber los que pierden su libertad sobre darle prisa a los malos días. Aquel día, hicimos pizzas caseras con la receta secreta de mi mamá, para ver Sueños de fuga. Fernán me explicó cómo contaban el tiempo los presos, mientras mi mamá expresaba el horror que debía ser estar encerrado sin ser culpable. Nunca olvidaré la escena cuando uno de los personajes pone un disco de ópera para que todos los reos la escuchen, mientras la voz en off de Morgan Freeman narra cómo la música es capaz de derretir cualquier muro y liberarte, aunque estés encarcelado. A los 9 años, no lo comprendí tanto como ahora.

Se suponía que el confinamiento no pasaría de cruzar cinco o seis barritas. Pero era imposible saberlo entonces. Volví a colgar mi collage en su lugar. Era increíble cómo el pegamento seguía sosteniendo todas las fotografías y recortes, incluso las de 30 años atrás. Busqué con mi mirada la primera, una donde Fernán y yo estamos jugando turista sobre la mesa “irrayable”, que me sirvió siempre de soporte. Despreocúpate, mi vida: Luisa puede pintar, moldear, hasta rayar con unas tijeras, que no le pasará nada a esta mesa. Tampoco le pasó nada después con los vasos tequileros y los golpes del cubilete.

Limpié con mi pantufla el polvito que cayó al colgar el marco y fui al lavabo. Me asomé al espejo empotrado y de un manotazo le di vuelta. Mis arrugas lucían más profundas que de costumbre, como si se hubieran partido más. Quizá porque me estaba mirando en el lado del espejo que tenía mayor aumento. O quizá sólo era por la preocupación de recibir aquella llamada que no quería que sonara en el teléfono.

Tomé la charola del desayuno y me dirigí a la cocina. En el camino, pensé que hacía mucho no entraba al baño de visitas. Recordaba ese espacio, el de la sala y el baño, como el lugar más alegre, divertido y vivo del mundo. Hasta mi madre se olvidaba de que alguien no usara portavasos o no tuviera cenicero mientras escuchaba, por enésima vez, recitar a mi padrastro el poema de Rafael de León, acompañado de la guitarra del mismo trío que contrataba siempre para las fiestas. Hijita… que seas tan feliz en este lugar, como lo fui yo con mis padres y luego con ustedes. Sostenía su mano, salpicada de manchas de sol y edad. Me miró con su acostumbrada alegría y yo cerré con más fuerza mis dedos entre los suyos. Era la última vez que vería su sonrisa. No dejé de apretar hasta que él lo hizo. Le di un beso en su calvita, todavía caliente, con su familiar olor a galleta recién horneada. Sentí cómo se me cuarteaba el alma.

Puse mi mano en la manija y la giré muy despacio, como si temiera que algo se fuera a escapar del baño de visitas. Todo lucía igual, con excepción de la barra de jabón de lavanda, seca y llena de surcos, sobre la jabonera. Relájate, mujer, no tienes que ir a checar cada vez que alguien sale del baño.

Siempre pensé que Fernán había amado a mi madre más que ella a él, hasta el día que murió y la vi caer de rodillas a su lado con un dolor que no le conocía ni le había sentido jamás. Aunque estaba consciente de muchas cosas que ella valoraba de él, por ejemplo, que prefiriera pasar su tiempo libre con nosotras en lugar de ir a jugar cartas con sus amigos; en cómo mandó a pintar el departamento de colores cálidos antes de que nos mudáramos; en la larga búsqueda y compra de la mesa a prueba de manitas pequeñas. No recuerdo un sólo instante en el que me hubiera sentido ajena a aquel nuevo lugar al que llegábamos a vivir. Sabía con certeza que mi madre agradecía también el que nunca le pidió cerrar la puerta de su habitación en las noches, sobre todo las primeras, mientras me adaptaba al nuevo hogar. Hoy mentiría si dijera que recuerdo la fecha, si es que la hubo, en el que la cerraron, sabiendo que ya no importaba.

Cerré la puerta mientras pensaba que, al sonar el teléfono, toda esa vida y sus recuerdos se borrarían de este espacio. Pronto sería de alguien más.

—¿Diga? Sí, soy yo. Así es. Está bien. Perdón, pero, ¿cuándo vendrían? Está bien, sólo le pido que con las medidas sanitarias… Sí, mañana a las cinco. De nada. Hasta luego.

Apenas alcancé a mal colgar. Temblaba. Él lo entendería. No es que yo quisiera, pero no había otra solución. Además, lo que me dijo al morir ya no aplicaba en mi presente. Miré las copas de los árboles, que convierten el gran ventanal de la sala en un lienzo esmeralda. Pensé en las miles de veces que, seguramente, tuvieron que limpiar mis huellas pegajosas sobre el vidrio. Me trepaba a un banco para observar al señor de los globos, que se anunciaba con un peculiar silbido. Prefería verlos desde mi ángulo a bajar a comprar uno y perderme del espectáculo. Nunca logré ver su cara, sin embargo, la mano que sostenía los globos no era una mano joven y vigorosa como las del hombre que empujaba el carrito de los helados. Yo creo que por eso le fabriqué en mi imaginación una cara de abuelito paciente, de la que me encariñé. Nunca olvidaré el día en que, sólo así, de repente, aquel maravilloso desfile de colores dejó de pasar por mi calle.

Volteé a ver las paredes que una vez nos animamos a pintar con rodillos de hule espuma. Pensé cómo lucirían desnudas, sin cuadros. Sin nosotros. Recordé entonces las barras que había raspado sobre la pared de mi vestidor, con el cuchillo de los hotcakes: quedarían expuestas cuando empacara mi collage. ¿Qué les diría a los nuevos dueños? No, le aseguro que no tiene vicios ocultos –tal vez con la voz quebrada–, ese recuadro que les preocupa, de cemento fresco, en el vestidor, lo hice simplemente para resanar grietas. No estaba segura. Pero no les diría que las había hecho yo, con mis propias manos.


Sobre la autora:

Alicia Carrera. Ciudad de México, 1969. Licenciada en Historia del Arte y maestra en educación. Autora de libros de texto para la materia de artes visuales para los tres grados de secundaria, para editorial Castillo Macmillan


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