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Crónica y fotos por Citlal Solano

Sierra de Norte de Puebla, México, 12 de abril de 2020 (Neotraba)

¿Cómo es que el miedo penetra en la mente de las personas y las hace actuar desde sus vulnerabilidades e instintos más profundos?

A unos días de que la SEP Federal declarara confinamiento voluntario en el periodo extendido del 20 de marzo al 20 de abril como medida preventiva ante la serie de contagios del COVID-19, lo que parecía una realidad lejana para las comunidades se materializó, el pánico se posó sobre los pueblos y ahí se quedó.

Días previos al 20 de marzo, la gente hablaba sobre la situación en las ciudades, sobre cómo escuchaban que las personas hacían compras de pánico y con ello generaban desabasto e incertidumbre para los menos favorecidos. Era ya algo cotidiano reflexionar sobre la irresponsabilidad de los citadinos frente a este problema, había demasiada información disponible. ¿Cómo podría la gente ser tan ciega, ignorante o egoísta? Todo sucedió tranquilo aunque con cierta perplejidad hasta ese día, el miércoles 18 de marzo.

Si bien hablar de una pandemia ya es alarmante, es necesario, aun con esto, pararse desde las diferentes realidades y analizar las diversas aristas del problema.

Algo así sucedía con algunas de las comunidades que frecuentaba en esos días. Sabían todos esos aspectos técnicos, comprendían la gran mayoría de lo expuesto en las sesiones informativas televisadas, hacían caso de las medidas preventivas y vivían con cierta tranquilidad. De cualquier manera sus vidas no podían parar.

Pensaba en el momento en que todo se tornaría más complicado, en cómo iban a reaccionar y lo difícil que sería para el sistema de salud, que si en la ciudad es precario, en la sierra ni se diga. Había un escenario incierto a punto de entrar y no parecía haber pauta alguna para caminar hacia ese panorama.

Pero retomando la pregunta inicial, ¿cómo es que el miedo penetra en la mente de las personas y las hace actuar desde sus vulnerabilidades e instintos más profundos? La respuesta –o parte de ella– la fui digiriendo poco a poco, viviendo como ellos, viviendo con el pueblo.

Ha sido un ensamble al que se añaden engranes paulatinamente, nunca termina de estar listo, así es como funciona su visualización del problema que actualmente vivimos. A veces parecen tranquilos, en ocasiones el pueblo está muy quieto, pero hay momentos de pánico que no se pueden ocultar.

Mientras en la ciudad de Puebla –sólo por poner un ejemplo– los centros y cadenas comerciales de mayoreo y medio mayoreo se saturaban y desabastecían, aquí, en la comunidad donde no hay más que 5 tiendas “grandes” todo seguía al día.

La Señora Fabi preparando la tierra para sembrar.
La Señora Fabi preparando la tierra para sembrar.

En tiendas como Sam’s Club, City Club, Costco, Walmart y sus derivadas, así como farmacéuticas, hubo desabasto en dos días de gel antibacterial, cubrebocas desechables, guantes de látex, alcohol, sanitizantes en sus diferentes presentaciones, papel higiénico, cloro, embutidos, galletas, yogures, flanes, pastas, panes, cereales de caja y harinas en general.

En tanto, lo que más se empezaba a consumir en la Sierra era maíz, frijol, cilantro, chile y huevo. Es decir, lo mismo que se consume en la cotidianidad, pero en cantidades ligeramente mayores.

“¿Cómo le ha ido con las ventas, con esto de la contingencia?”, le preguntaba a un señor que tiene una tienda de abastos. Vende maíz principalmente, harina y galletas, que se consumen mucho por acá. Él, con mucha serenidad, dice que bien, que todo iba tranquilo, la venta iba mejorando pero era propio de la temporada. No me dijo nada más, aunque noté un hueco amplio en el pasillo donde regularmente están los costales de maíz.

Esa misma tarde –del 18 de marzo– pasé a saludar a don Joel –quien se merece un libro completo, pero ese tema lo dejaremos para otro momento. Recogí sus productos para juntarle un dinero en Puebla, todo ya estaba apartado. “Nos va ir bien” me dijo, mientras me ofrecía miel.

Platicaba con él y tomábamos café en su mesa de cedro. La tarde era muy calurosa. Me sentía agotada de caminar, de tantas noticias y de ver la preocupación en las personas. Me dijo que ahora sí estaba poniéndose feo.

“Imagínese, en la mañana me avisaron que hacía falta bajar maíz para la tienda de los García. Se me hizo raro porque ayer había llevado, pero fui a Zapotitlán y traje otros 20 costales. Para cuando regresé a Nanacatlán eran casi las 12 de la tarde. Dejé los costales y no duraron ni 5 minutos, había fila esperando afuera. 7 toneladas de maíz se fueron en medio día…”

Siete toneladas que eventualmente tardan en venderse de 15 a 20 días se agotaron de las 5:30 a.m. a las 12:00 p.m. de ese mismo día. Era evidente que la gente estaba asustada y trataba de hacer frente a algo que no creían en su totalidad.

Para el 20 de marzo ya estaban voceando los informes y recomendaciones federales en las bocinas del pueblo. Se empezó a generalizar un temor que parecía ajeno.

En una de esas pláticas, me decía la señora Vero: “Esta es la temporada de floración, todos nos enfermamos siempre, más por el calor, ahora van a estar asustados todo el tiempo.” Y ciertamente, si alguien en el camino tosía o estornudaba, inmediatamente todos volteaban y se alejaban.

Hubo caos en un momento. Se elevaron los precios del azúcar, huevo, maíz y papel higiénico. Mientras aquí el maíz subía su valor en costal de los $250 hasta los $350, en comunidades más al norte llegaba hasta los $600. Eso significó un golpe bajo a las comunidades y sus economías.

Un abuelo de Xicotepec comentaba que la venta estaba casi igual, pero que muchos se estaban aprovechando y él no podía subir su precio del café, y vainilla ya no había. Lo conozco de años y esta vez su semblante era otro, estaba mortificado y las manos no le daban para más.

“De cualquier manera acá podemos sobrevivir comiendo quelites, maíz, frijol, chile y café. Aunque sea poquito pero tenemos. La ciudad no produce nada, depende de nosotros y ni nos ven”

Con esas palabras la señora Fabi me decía también que aunque llegue una crisis, ellos han vivido siempre así, con casi nada según las ciudades, pero con mucho simbólicamente. Han vivido enfermedades que se llevaron poblaciones enteras, escasez que casi mató de hambruna a otros tantos, pero lo más duro con lo que han lidiado es el olvido.

Don Joel, siempre sereno, tiene una forma peculiar de explicarme lo que sucede con esta pandemia y con las personas del campo y la ciudad. Siempre haciendo referencia a las plantas, dice:

“¡Si fertilizas una planta, la haces crecer rápido! Crece bien, produce, pero se acaba también rapidito. Si la abonas natural, la podas, la riegas y la cuidas, puede que dé menos, pero al siguiente año va dar más y así sucesivamente. Va a vivir más, va a saber mejor el fruto, entonces haces una planta fuerte. Con los niños pasa igual; si no los cuidas crecen, pero débiles. Si no dejas que se ensucien y se caigan no van a hacer defensas, entonces les haces daño.”

“Aquí estamos asegurando nuestros alimentos. Ni gel hay, a veces no llega el agua, ¿qué más podemos hacer cuando lo mínimo no lo tenemos?” Dice Xanat mientras tiende los uniformes de sus hijos.

La vida de por sí es difícil en estas latitudes. Ahora que suspendieron revisiones médicas, consultas y clases incrementó significativamente el gasto diario de las familias y se les restringió la circulación para la venta de insumos, entre otras medidas. La gente se siente angustiada, y con motivos: ya en el ‘98 les aislaron por un desastre natural que dejó ver lo peor de la sociedad.

Los mueve el alimento, el qué comer, porque cuando conviven comen, echan tortilla, preparan frijol enchilado o una salsa y café. La hora de la comida es el punto de encuentro en el que las familias desahogan su día y sus pesares.

Ahora que subieron los insumos del pan –que es cotidiano en su dieta–, los obligan a comer más sano –mencionan. El azúcar sube y ellos piensan “mejor, porque así compro menos.” Lo dicen como medida de mitigación a su ansiedad, para que los niños no se frustren y vean normal un consumo diferente.

Pero no sólo está el tema alimenticio; la seguridad de andar por el pueblo también es algo que les golpea.

Esta era la temporada fuerte de ingreso extra y, al no haber turismo, esa posibilidad se desvaneció. Quienes vendían 5 cubetas o 10 de miel en dos días, se quedaron con toda su producción. Aquellos que hospedaban, alimentaban o guiaban por las veredas, están en sus casas o sentados frente al río, contemplando tanta quietud.

Las artesanas se quedaron sin ingresos, el café tampoco pudo salir. Para acabar, llegó mucha gente del Estado y la Ciudad de México a terminar de construir algunas casas que se encontraban a medias. Pero, ¿cuál es el problema con eso?

“Llegó mucha gente que no había visto, ¿es por semana santa?” le pregunté a Don Alex y él asevera que no, que eran paisanos que vivían allá pero que ahora que los corrieron de sus empleos no hay de otra, no vienen porque quieran, sino porque es su única opción. ¿De qué van a vivir? Las rentas los desangran.

Ahora que hay más exposición todos temen, todos debemos estar en nuestras casas a las 9:00 p.m. No hay partidos de básquet, no hay asambleas. Hay rondines todo el tiempo, al menos se procura un poco al pueblo. Pero los que llegaron no tienen mucho interés, beben todo el tiempo en las banquetas, organizan reuniones de amigos, llegan de a montones a casas de los viejos.

Lo más triste es que en las comunidades despedir a un ser querido fallecido es un proceso que dura días.

En la última semana fallecieron dos, una abuela y un abuelo. Para velar a la abuela les permitieron sólo un día y aún así hubo pocos, si acaso 10 familiares, pero para el abuelo ya nadie quiso ir. Había temor de contagio, habían venido todos sus parientes de ciudad de México. “¿Y si están infectados? ¿Y si nos enfermamos?” Se veía la gente desde sus ventanas, asomándose hacia el panteón; habían cortado flores que nunca llevaron. Lloraron la pérdida desde sus ventanas.

Y eso es justo lo que los rompe, no poder despedirse.


Sobre la autora:

Citlal Solano. Bióloga, estudió la licenciatura en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Diplomado en metodologías participativas para la transformación socioecológica y maestría en agroecología, territorio y soberanía alimentaria en el Centro de Estudios para el Desarrollo Rural.
Ha impartido cursos en materia de educación ambiental, divulgación de la ciencia y defensa del territorio en comunidades rurales de la sierra norte de Puebla y la Mixteca poblana. Los grados académicos en que ha incidido con estos cursos y talleres van de preescolar a universitario. Defensora de los derechos indígenas y campesinos, amante de la naturaleza, la vida del campo y el cielo. Ha escrito Y participado con emisoras como Radio Chilakillers en Ciudad de México, revista El Rollo en Colombia, Radio Revista Mundos Rurales en Puebla, entre otras. Actualmente imparte clases en un bachillerato comunitario en la Sierra Norte de Puebla.


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