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Ciudad de México, México, 7 de febrero de 2024 (Neotraba)

“El cielo nos hace iguales” verso con el que Frida López Rodríguez inaugura su poemario es manifestación contundente de que la poesía no es sólo fuego que habita en lo interno sino una voz que grita desde un mundo que parece florecer ajeno a nuestros ojos y del que todos somos ejecutores, jueces y piezas de un rompecabezas cuya construcción se arma con nuestras manos.

En Cualquier punto puede ser altura el deleite conjuga con la desilusión en una suerte de juego irreverente, de burla que nos mira desde el palco maléfico de una dictadura donde cada uno conforma a un peón que nutre y enriquece a las filas del poder y, al mismo tiempo, señala los detalles, alegrías o vivencias diarias que aportan motivos para mantenerse la esperanza en que un mejor gobierno es posible. Así, mientras nos insta a fijar nuestra atención en esas pequeñas cosas, López, también abre un panorama hacía la oquedad de lo que se nos ha impuesto, esas reglas del deber ser, y al derrumbe humano como efecto secundario del capitalismo. De este modo, confronta a un Octavio Paz insistente en que la fortaleza de la palabra se finca en la individualidad del escritor, para reafirmarnos que sí, parte de la labor del poeta es hablar de la nación, la clase obrera y de la percepción, personal o comunal, que se tiene sobre los acontecimientos sociales; cuando expresa:

[…] Hay asuntos que no permiten jubilación. La creación literaria es uno de ellos.
Se escribe para todos. Así como se trabaja.
Proletario es verbo redactado […]

En consecuencia, el libro va esculpiendo línea a estrofa un diálogo con el otro para unirse a la sociedad como un jornalero de la palabra en una rebelión a tinta que se hermana con la de Gabriel Celaya: “Cantemos como quien respira. Hablemos de lo que cada día nos ocupa”. Pues, la poesía es instrumento de lucha, transformación y esperanza.

La sociedad es su historia, su memoria. Somos un caleidoscopio que mira al pasado y cimienta un ladrillo en el futuro. Frida nos invita a recordar una historia de origen tabasqueño, la infancia y el lugar con el que se sueña, esos espacios luminosos antes de caer por nocaut en el cuadrilátero de lo corrupto, la invasión del fentanilo, los contraparaísos o la creación del Fobaproa y del Pacto Por México; sin embargo, continúa siendo “esa niña buscando la sonrisa de Dios e intentado hallarla en los motivos de la luz”. Por ello, me parece importante resaltar en su valor testimonial, la autorreferencia de quien desea asumir en su obra la realidad circundante, la agudeza de su particular voz poética y sus experiencias no ya desde un punto intimista sino como medio para entrelazarse con el entorno tanto contemporáneo como con posteriores lectores; sin olvidar que el poema, aunque puede, no es consigna.

Su alcance como producto artístico radica en el equilibrio entre contenido y forma; cualidad que se obtiene con recursos, entre muchos otros, como la oralidad en los poemas “Nuestro decir”, “Petate” o “Comal” del que, a manera de ejemplo, cito los siguientes versos: “[…] —Hija, limpia la mesa—, /ordenaba y volvíamos a encender /nuestro mundo con el mismo fuego”.

La poesía de Frida López es un universo organizado de texturas que ilustran la pluralidad de los aspectos más pragmáticos de los días, las sensaciones humanas y los contrastes que la componen, de tal manera que la fusión de la ternura y la violencia; la pobreza capital y la riqueza de las tradiciones; la ciudad con los parajes provincianos gesta una marca firme de un México enraizado en el tiempo y sus posibilidades para emerger en cualquier nivel artístico porque, como bien nos enseñó Borges, “posiblemente estamos hechos para el olvido, pero algo queda y ese algo es la historia o la poesía”.


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