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Por Adán Medellín

Ciudad Tula, Tamaulipas, 13 de noviembre de 2020 [01:05 GMT-5] (Neotraba)

El taxista dijo éste es el pueblo, y él miró una hilera de bicicletas recargadas sobre una casa blanca y notó que no había un camino al mar, aunque estaba allí derecho a unos cuantos minutos. Podemos llegar caminando, le dijo al hombre. No, le dijo el taxista, sólo se llega por el embarcadero. Dio vuelta en el vehículo en la última calle asfaltada (el resto del camino seguía hecho de tierra), y bajó por una pendiente hasta un pequeño estacionamiento. Allí, súbitamente, aparecían las lanchas flotando en el agua.

Le pagó al taxista y enfiló a la tarima. El embarcadero estaba vacío, la lluvia había alejado a los turistas. Unos cuantos tablones hacían un muellecito de madera que crujía con el paso de tres o cuatro lancheros. Él sólo dijo que venía de lejos y había llegado allí por una historia, la de esa laguna, y quería que lo llevaran allá. No tenía mucho dinero y tenía que regresar el mismo día, pero debía verla, sólo sabía que debía comprobar que el lugar era cierto, como se lo habían contado unos desconocidos una noche atrás. Dijeron que existía ese ojo de agua inmenso y venido de quién sabe dónde, entre los árboles, y de pronto su explicación no le pareció ridícula, simplemente era verdad.

Uno de los lancheros se ofreció a darle un mejor precio y esperarlo allá y entonces le indicó la lancha y con una franela limpió una de las tablas que servía como asiento. Él se colocó debajo del toldo, oyó el motor encendido y se dio cuenta de que no tenía caso que intentara protegerse, el viento hacía que el agua le pegara a salpicones en el rostro. Salieron del embarcadero por un cabo estrecho y, detrás de los mangles, hallaron la anchura de esas aguas grises y tranquilas.

El lanchero le contó que la laguna tenía casi 20 kms de largo y que era una pena que hubiera llegado ese día. Ayer hizo muy buen tiempo, muy soleado, hoy amaneció con norte, le dijo. Le contó también que el agua nacía de un agujero que iniciaba exactamente en la plataforma del embarcadero y recorría todo el pueblecito por debajo de las casas. Imaginó un montón de hilos subterráneos que hacían estremecerse a un pueblo movedizo, a punto del desastre, aunque no pensó que el hombre le mintiera. Tenía los cabellos medio erizados, grandes ojos cafés de mirada infantil, y vestía un impermeable azul que lo cubría casi por completo, porque era bajo de estatura. Llevó la lancha hacia los manglares y le mostró los cangrejos. Le contó que había garzas, nutrias y lagartos. Habían filmado películas allí y unos japoneses apenas habían comprado una de las playas más bonitas para poner un hotel nuevo y muy grande.

Foto de Clara Domínguez.
Foto de Clars Domínguez.

Luego el hombre apagó un momento la máquina en medio de una enramada. Si dejáramos de pasar por aquí con las lanchas, esto se volvería a cerrar en unos años, le dijo con seriedad el lanchero y entonces él miró las ramas de mangle que sobresalían de las aguas bajas y pensó que eran dedos grisáceos, clavados en la tierra y recordó entonces los dedos de su madre en sus últimos días de vida, cuando ya no podía comer y los aparatos la mantenían aferrada a este mundo y toda la piel se le había puesto pálida y deslavada y fría, y se sintió abrumado por el silencio.

De pronto reinició el ruido del motor y salieron de los manglares para dirigirse a lo que le pareció la parte más ancha y solitaria de la laguna. La lancha partía esa inmensidad grisácea y él miró una casa puesta sobre una loma y luego en otro sitio un muelle de tablones en que, según dijo el lanchero, dejaban a los turistas rentar unas cabañas o poner sus campamentos. Había algunas formaciones de piedra y montañas de diversos tamaños que formaban una especie de escudo. Protegen el pueblo de los nortes y los huracanes, le dijo el lanchero, por eso aunque haga mucho frío en otras partes, aquí estamos tranquilos.

Minutos después, con la cara y la ropa empapadas, llegaron a un lugar donde el cerco de montañas terminaba de golpe. Quedaba sólo un peñasco de un lado y una hilera de palmas del otro. Ésta es la barra, aquí es donde el agua dulce de la laguna se junta con el agua salada del mar, no puedo meterme más porque se hacen remolinos y van a voltear la lancha.

Él asintió y el hombre detuvo la embarcación en un rincón de la playita y le recomendó que bajara a comer. Le dijo que lo esperaría, que podía buscarlo allí cuando quisiera irse. Pero él apenas tenía hambre, ahora lo único que quería era meterse en ese mar y sentir el agua en su cuerpo, no le importaba qué tan fría o revuelta pudiera estar, era sólo que había empezado a pensar en su madre y en que ella lo había llevado por primera vez al mar, hacía muchos años, en Veracruz. Él no podía recordarlo porque era un recién nacido, pero había fotos de él con la cabeza mojada y la cara en un rictus de lágrimas, y luego adelante nuevas imágenes donde su madre lo llevaba en brazos y él ya aparecía tranquilo, seco, concentrado. Y ahora, quizás, el ritual sólo podía completarse si él se entregaba de nuevo al mar y entregaba ese año completo de trabajo y sin salir de la ciudad, entregaba también esas horas en el hospital y las manos frías y deslavadas de su madre en sus últimos días y esa necesidad abrupta de llegar a ese punto, en lo más solitario y lejano del mundo que conocía. Entonces bajó de la lancha y supo lo que tenía que hacer.

Foto de Clara Domínguez.
Foto de Clars Domínguez.

Había sólo dos palapas abiertas, con hamacas que colgaba de los postes del restaurancito y parecían dialogar cansinamente. Entró en una palapa, pidió que le prepararan algo y acto seguido empezó a desvestirse sin importarle ni la mirada de las mujeres que cocinaban, ni el muchachito que atendía, ni la muchachita que lo observaba entre extrañada y sonriente mientras lavaba los platos. Se quedó sólo en calzones y, bajo la lluvia en ese día gris, dejó la protección del techo del lugarcito y se entregó temblando a las gotas que le caían en el cuerpo semidesnudo, sintió cómo ese contacto frío le erizaba la piel pero supo que no podía detenerse, ya se había demorado bastante, había dejado las horas correr en espera de que algo pasara y lo sacara de ese sueño y ese golpe tremendo en su vida, esa ausencia que no se curaba con meses y meses, y ahora sólo era tiempo de hundirse en el agua, hundirse.

Se dejó llevar por sus piernas y el golpe de las olas no fue malo ni trágico. El golpe fue algo dulce que le subió por las pantorrillas y le recorrió los muslos y cuando se dio cuenta ya se inclinaba para sentir en el vientre el giro de la ola y luego metió el pecho y el cuello y la cabeza. Sintió los oídos como puestos junto a una pared húmeda, oyó el oleaje, el remolino, el baile de la arena cuando la rozó un momento con la mano, se quedó quieto. Un momento. El agua tibia. Caliente, casi. Era ese vientre, el otro, el que había abandonado hace mucho tiempo y ahora parecía recibirlo otra vez. Era ese vientre que luego fue unas manos deslavadas y frías y que luego había enterrado irremediablemente. Estaba en él, en ella, adentro.

Sacó la cabeza. A lo lejos nadie lo veía, pero las gotas seguían cayendo fuertes y más allá el agua dulce y el agua salada se mezclaban en un paso estrecho, pegando contra los pedruscos. Se sintió tranquilo y volvió a sumergirse. Había llegado al lugar, no sabía cómo, pero ahora las manos deslavadas y frías de su madre por fin cedían paso a lo que alguna vez lo recibió, volvían a ser la calidez y el beso tibio del cuerpo y la desnudez del niño cuando no conoce su nombre y es apenas una nuez en un líquido primario, donde las palabras y el silencio y el temblor flotan juntos, sin diferenciarse. Tanto tiempo y ahora sabía que se había quedado solo en el mundo para venir a parar a ese sitio, en medio de esa lluvia, desnudo, roces de insectos líquidos girándole en la espalda y la arena raspándole las rodillas.

Cuando sacó la cabeza, empezó a oír algo más. Fue primero un grito. Luego notó que un borrón iba acercándose hasta tomar la figura de la muchachita que lavaba y entendió que el grito era de ella y oyó una voz que se tergiversaba entre el viento, el oleaje y la lluvia. Tuvo que levantarse y caminar a la orilla para entender, tiritando. Con los ojos abiertos y húmedos miró a la chica, miró el pecho naciente y los hombros frágiles y los ojos grandes. Y de esa boca un poco triste oyó decir joven, le va a hacer daño, venga, y los ojos de ella mirándolo. Tome una toalla, le pusimos café a calentar, hace frío, ya casi está su pescado, dijo después. Y la mano de la chica lo rozó, y era tibia, y notó que la muchacha sonreía con su boca triste mientras le tendía una toalla mal lavada, viejísima, como si así lo invitara, de tantos días y noches de ausencia, de vuelta al mundo.

Foto de Clara Domínguez.
Foto de Clars Domínguez.

(Una versión de este cuento fue publicada en el libro Vértigos, México, Instituto Mexiquense de Cultura, 2010.)


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