La necesidad de novelas como “Metal” en nuestra lista de lecturas.
Una reseña de Metal, de Samuel Segura. Por Iván Gómez.
Una reseña de Metal, de Samuel Segura. Por Iván Gómez.
Por Iván Gómez (@sanchessinz)
Morelia, Michoacán, 10 de marzo de 2020 (Neotraba)
Las universidades son espacios de diálogo. Prueba de ello está en las diferentes movilizaciones estudiantiles reflejadas en paros, marchas y otras formas de protesta que se han realizado en diferentes instituciones del país ante la violencia de género e inseguridad. Gracias a estos espacios he conocido personas provenientes de diferentes espacios, muchos culturalmente lejanos al mío. Así he caído en cuenta de otras realidades (la otredad, la alteridad, como quiera verse).
Algunas de las que más me han impactado son las que me cuentan del Estado de México, cuando me hablan sobre el contexto que vive el estado más allá de lo que los periódicos dicen; en algún punto de las pláticas sale el nombre de Ecatepec como un punto de quiebre, amigos que viven junto al municipio nos relatan lo que han visto, o que nunca han entrado por miedo de lo que dicen (a pesar de que viven junto, como si ese fuera otro mundo, separado por una barrera de miedo construida con el paso de los años); también nos hablan de los códigos que sus habitantes aprendieron a la mala: si están en la calle y ves una moto pasar dos veces en el mismo lugar, vete de ahí o métete a tu casa, van a matar a alguien. Pero también señalan que tampoco es todo lo malo que dicen de él.
“Ay, si yo una vez fui ahí a una fiesta con unos compas que eran de allá y me la pasé poca madre, a veces pienso que exageramos las cosas, ¿o no?”
Ese lugar, Ecatepec, es el escenario de Metal (FCE, 2018), con una variante: se trata de Hecatepec, que no necesariamente es otro municipio, pero sí, al mismo tiempo; pues con ese pequeño detalle la novela se despega de la realidad para buscar la suya: la literaria. Samuel Segura no escribe un testimonio de la violencia en ciertas zonas del municipio, pese a que la retrata muy bien, sino que la usa como el escenario de una chica de 17 años que recién perdió a su padre, de quien heredó la afición por la batería y el metal. Ella, junto con su banda, nos llevará a los lugares ruinosos donde habitualmente conviven.
Está desgastado enaltecer las cualidades de una novela por lo bien logrados que están los lugares donde se desarrolla, al grado que la ciudad se convierte en un personaje más de la historia, pero cuando alguien lo consigue hay que celebrarlo, porque es, junto con el manejo del tiempo y otros problemas, una de las mayores dificultades en la escritura. Hay que celebrarlo todavía más cuando el escenario no es el típicamente romantizado por las modas literarias y manifiesta el sentir de una época y un espacio. Además, la ciudad que Samuel Segura crea, con todas sus reminiscencias en la realidad, presenta un reto estético: ¿cómo trabajar con el lenguaje una ciudad sumamente lacerada por la violencia y que ello sea novelable?, me pregunté al leer Metal.
Mi padre ni cuenta se dio cuando la desarmamos [su batería] y la subimos al coche. No nos tomó mucho tiempo hacerlo pero apenas y cupo. Cuando terminamos, el Gigante sacó sus lucky strikes y fumamos recargados en su coche, mirando al horizonte rojizo y desolado de nuestro barrio.
Hecatepec. (pág. 21).
Nuestra protagonista es, además, el reflejo de su ciudad, por no decir que en ella se condensa todo el lugar. Me aventuro a afirmar que ella es Hecatepec. Metal es una de esas novelas en que para mostrarnos un lugar a detalle se necesita de un personaje que sea una analogía del lugar que habita, así, conforme la conocemos a ella conocemos mejor el lugar en el que existe y que la ha formado. Algo de lo que Samuel seguro no está consciente porque son cualidades inherentes al novelista.
Sorprende también cómo maneja el luto en nuestra protagonista. La historia se sitúa en los días posteriores a la muerte de su padre, y lo que al comienzo parece una carencia es la construcción del personaje. Dado que el dolor por la pérdida es apenas notorio y se preocupa más por otras cosas, conforme avanzan las páginas uno entiende que ha reprimido el dolor, todo el cúmulo de emociones se las ha guardado en algún lugar de su interior que ni siquiera cuando monologa salen a flote, de modo que no son accesible al lector sino hasta que llegan momentos en los que está sola y esas emociones resurgen. Pero no la ayudan a crecer, producto, tal vez, del entorno en el que vive. No hay cabida para la esperanza en esta novela, nuestros personajes, y en específico ella, pocas veces se preocupan por el futuro o el destino de su vida, y cuando lo hacen (como cuando ella se plantea qué carrera estudiará) pareciera más una reflexión por mero trámite que un intento de visualizar un futuro feliz, o al menos mejor al de su presente. Y en otro de los momentos se cuestiona si su banda durará años o sólo unas cuantas semanas.
Justo por esa falta de esperanza es que los personajes se concentran únicamente en su banda, acaso ello sea el único recurso que tienen para evadir su realidad.
Tampoco el Gigante o el Morsa tienen claro qué hacer con su vida, ni le prestan mucha atención al asunto. El único que tiene un futuro más o menos prometedor es el Burócrata, pero este es impuesto por sus padres.
A la par de sus tristes visiones jóvenes se encuentra el tío Muerte, la señorita Abismo, la madre de nuestra baterista y los falsos españoles que administran una librería de viejo. Me remito a los primeros tres, quienes están visiblemente hundidos en su propio infierno. El primero, prácticamente sin una vida, la señorita Abismo es del todo apática ante todo lo que sucede y la madre está ensimismada en su mundo a raíz de la muerte de su esposo.
“Desde aquel día empezó a convertirse en una mujer en silencio”
(pág. 20).
Personajes tristes en entornos tristes.
“Me miré al espejo y vi allí su rostro: nos parecemos mucho. Lo vi allí pero su figura se desdibujó en lo que realmente estaba reflejándose: yo. Sin poder evitarlo empecé a llorar”
(pág. 89).
Sobre lo que hablaba líneas arribas respecto a la violencia y su trabajo con el lenguaje es un reto al que se han enfrentado una larga lista de escritoras y escritores. Trabajar la violencia en estratos bajos de la sociedad, la miseria, el hambre, la precariedad y el sinfín de emociones que despiertan estas carencias es, desde mi perspectiva, más difícil (y francamente más necesario) que hablar de los problemas pequeñoburgueses de la gente de Polanco. Implica empatizar con realidades que nos son ajenas. Implica, además, una ardua tarea por parte de quienes toman estos retos a la hora de crear personajes, ambientes y tonos narrativos, todo ello para que la historia no caiga en lugares comunes, como romantizar la pobreza, pobretear a quienes viven en entornos violentos o de plano fracasar en el mundo que se intenta estructurar y contar.
Debo ser insistente: Metal no es una novela sobre la violencia, es una novela sobre una banda compuesta por personas que entran a la vida adulta y notan que la vida es una mierda. Pero sí que retrata bien la violencia y la desilusión, la tristeza, la miseria, el fracaso, las marcas del tiempo, el duelo, la confusión, etc. Todos como elementos en segundo plano que sirven de aditamentos para contar la historia de forma exitosa, pero no son en sí la historia. Sin embargo, con estos elementos y los rumbos que toma la historia podemos afirmar que se trata de un libro que aborda la marginalidad.
La dedicatoria del libro es un in memoriam a Eusebio Ruvalcaba, uno de nuestros mejores escritores cuando se trata de manejar el tema de la marginalidad en la literatura; de ello ya he escrito en mi reseña de Desde la tersa noche, por ello quisiera mencionar otras dos obras que trabajan con la violencia con cierto grado de maestría, para así adjuntar Metal a una forma de literatura que se preocupa por problemáticas específicas de nuestro país: Basura, de Sylvia Aguilar Zéleny y Las celdas rosas, de Sylvia Arvizu.
Toda reseña es subjetiva. Exalto los entornos en los que se introduce Samuel un tanto porque son el tipo de lecturas que me permearon en una etapa de formación temprana y en otra medida porque mi propia poética la he configurado bajo estos temas. Pero festejo que aparezcan novelas como esta y más aún que haya sido ganadora del Segundo Premio de Novela Juvenil Universo de Letras 2018.
Hasta ahora estas líneas han disertado sobre el valor de la violencia en la literatura; durante la escritura de este texto me he preguntado, no obstante, en qué medida es correcto catalogar esta novela como juvenil y que el grueso de sus lectores sean, precisamente, chicas y chicos. Si me lo preguntan: ninguna. Creo que un lector de 13 años está tanto o más preparado que nosotros para enfrentarse a una novela donde persisten entornos violentos, los personajes se drogan o alcoholizan, etc.
Comulgo con la idea de que las lecturas infantiles y juveniles deben tratar con sumo cuidado ciertos temas. Una lectura en sus primeros años de existencia tendría que enfocarse en mostrar la vida a través de la imaginación más desbordada, donde, por ejemplo, un par de amigos simios vayan al zoológico y encuentren a una familia humana frente al televisor y enjaulada (véase Willie and Hugh, de Anthony Browne), pero tampoco veo problemas en que, al crecer un poco, se le presenten problemas más complejos, como En la oscuridad, donde una niña es abandonada por su madre a los 6 años y no tiene más que juntarse con otras chicas de la calle para que, dos años después, se encuentre a su mamá con un bebé en brazos. Ambos ejemplos también se encuentra publicados en el Fondo de Cultura Económica.
Pienso, incluso, que a llegar a los diez años se está perfectamente preparado para llegar a cualquier libro, por más fuertes que sean las temáticas que aborde. La dificultad a partir de esa edad sería el nivel de complejidad del texto más que los temas. Bajo estos preceptos, Metal es una novela necesaria en la lista de obras juveniles que salen año con año, además de que cuenta con su particularidad: es capaz de retar a cualquier lector a encarar nuevas realidades, tenga la edad que tenga.
Samuel Segura (2018), Metal. Ciudad de México, México: Fondo de Cultura Económica.