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Seattle, Estados Unidos, 5 de junio de 2024 (Neotraba)

Llevaba ya varias semanas buscando trabajo. Pasaba horas redactando currículos, cartas, correos electrónicos, etc., para contactar gente en las áreas que me interesaban. Cuando empecé a recibir respuestas, la mayoría de los entrevistadores querían reunirse conmigo en línea. La pandemia nos dejó esa virtualidad como legado. De modo que me entrevisté con varias personas a través de mi pantalla.

Un día me topé con un anuncio de un trabajo que me entusiasmó mucho más que los otros. Estaba convencida de que este era el puesto ideal. Después de varios encuentros virtuales, el entrevistador me invitó a ir a las oficinas a finalizar el proceso. Esta reunión iba a definir mi empleo con esta compañía y ocurriría con la persona que habría de ser mi jefe.

Me preparé todo el día anterior, ensayando las respuestas a las preguntas que imaginaba me esperaban y haciendo ejercicios de respiración para controlar los nervios. La mañana de la entrevista me alisté con esmero para dar la mejor impresión posible.

Salí de casa temprano para evitar el tráfico y llegué ahí casi media hora antes de la cita. Di algunas vueltas por el barrio y me sorprendió lo sucio que estaban los alrededores del edificio donde se encontraba la empresa.

Unos minutos antes de la hora acordada, entré en el inmueble y subí por el elevador al noveno piso. Al llegar a la oficina, esperé todavía un momento antes de tocar a la puerta, cuando fueran precisamente las tres. No quería dar una impresión de impaciencia, pero tampoco ser impuntual.

Llamé a la puerta y me abrió un hombre algo más joven que yo, vestido impecablemente con un traje beige. Llevaba un peinado de hipster, con un copete de pelo alzado en la parte media de la cabeza, que me resultó bastante cómico. Muy amablemente me invitó a entrar en su despacho y tomar asiento. Las sillas tenían recubierta de cuero. El piso brillaba de tan pulcro y por la ventana se veía una amplia panorámica de la ciudad con un hermoso cielo azul claro. La oficina no era espaciosa, pero con tanta luz natural daba una sensación muy placentera.

El escritorio del entrevistador, perfectamente ordenado, tenía encima una enseña: Sr. Gómez, gerente general. El Sr. Gómez me ofreció algo de tomar. Pedí un café con crema sin azúcar, que él de inmediato solicitó a su secretario vía el interfono.

Al cabo de unos minutos éste entró con una charola; traía mi café, que colocó delante de mí sobre el escritorio, y un enorme vaso transparente que contenía un líquido púrpura y medio verdoso, cubierto con crema batida, que el secretario dejó frente al Sr. Gómez. “Es un café latte con lavanda y matcha”, me aclaró al notar mi asombro frente a su bebida. “Me da energía y me ayuda a continuar, sin distraerme o quedarme dormido, por lo que resta de un largo día”.

Inició la conversación. El Sr. Gómez comenzó por aclararme que su nombre era Dani y que debíamos tutearnos. Tras acceder, me hizo las típicas preguntas de entrevista, mismas que yo ya había respondido durante las conversaciones virtuales anteriores. Supuse que el entrevistador con el que yo había hablado unos días antes no le había informado nada sobre mí. O quizás el Sr. Gómez, Dani, no había aún bebido su latte bicolor el día que le pasaron mi expediente para leerlo.

Después llegaron las preguntas más interesantes. Sabía que era mi oportunidad para lucirme. Pero en ese instante me di cuenta de que la rejilla de ventilación en la pared, detrás y arriba de la cabeza de Dani, estaba medio abierta y que adentro había cierto movimiento. Era un momento crítico; necesitaba concentrarme para responder plenamente y de manera precisa. Quería causar la mejor impresión. “Debe de ser el mismo aire lo que está moviendo la rejilla”, pensé. Y traté de no ponerme nerviosa.

Seguí enfocándome en mis respuestas. Pero de repente vi lo que parecía una cola. Sí, era una larga cola delgada, blanca o quizás rosa, que se movía a través de la rejilla de la aireación.

Sin duda, ahí había un animal.

Debía guardar la calma. Dani me observaba atentamente y continuaba bombardeándome con preguntas. Yo sostenía mi taza de café, que apenas había empezado a beber y decidí ponerla sobre el escritorio, ya que me comenzaban a temblar las manos.

Mi corazón se agitaba. La angustia me invadía. “Concéntrate”, pensaba. “Este es el empleo de tus sueños, no permitas que una cola lo arruine”.

Dani entonces me hizo una pregunta que me dejó helada: “¿Cómo manejas momentos difíciles cuando estás frente a una situación única, estresante?”. Tenía que convencer al Sr. Gómez de que yo era una persona tranquila, que sabía guardar la calma y mantener las cosas bajo control. En mi carta de solicitud había enumerado varios ejemplos de situaciones difíciles y de cómo las había resuelto satisfactoriamente.

Cuando comencé a describirlas, la cola surgió de nuevo por la rejilla. Y acto seguido, ésta se levantó, dejando aparecer una enorme rata negra que ahora empezaba a caminar sobre la pared, detrás del copete hipster de Dani.

El grito que salió de mis pulmones hizo retumbar los muros. El asqueroso animal se detuvo un instante, como si quisiera dar media vuelta y retornar a la aireación. Después siguió su camino, ignorando completamente mi alarido y dirigiéndose al piso. Bruscamente, me levanté de mi silla y, de un salto, me subí al escritorio de Dani, quien me miraba atónito. Con el impulsivo brinco mi pie empujó la taza de café, que a su vez hizo caer el vaso de Dani, y el líquido verdoso-púrpura con la crema batida ahora fluía sobre su impecable escritorio, a la vez que se desparramaba encima de su pulcro traje claro.

Yo seguía gritando, despavorida; la rata se encaminaba hacia el suelo; y Dani giraba la cabeza, yendo y viniendo de la pared a mi dedo índice que la señalaba, mientras que el repugnante animal continuaba tranquilamente su travesía.

El secretario irrumpió en el despacho y, perplejo, se detuvo en la puerta al ver a la aspirante gritando histérica, parada sobre el escritorio de su jefe, quien estaba empapado con el líquido bicolor que caía sobre todo el pantalón. Yo seguía con los ojos la trayectoria de la rata, que, al abrirse la puerta, salió sin ser vista de la oficina.

Lo último que recuerdo de ese momento bochornoso es que me temblaba todo el cuerpo. Las palabras se me atragantaban en la boca y no lograba explicar a mis interlocutores lo que había ocurrido. Me ayudaron a bajar del escritorio y los tres nos pusimos a limpiarlo.

Me despedí muy apenada y, entre disculpas, dije: “Todos tenemos algún tipo de fobia. Una reacción descontrolada e irracional hacia algo que no podemos explicar. La mía es las ratas”.

Unos días más tarde, recibí una oferta formal de trabajo firmada por el Sr. Gómez.


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