La flor roja de invierno
Cuento | Salud Ochoa nos entrega una narrativa que estremece por su violencia, un retrato de cómo afecta el narcotráfico a la infancia.
Cuento | Salud Ochoa nos entrega una narrativa que estremece por su violencia, un retrato de cómo afecta el narcotráfico a la infancia.
Por Salud Ochoa
Chihuahua, México, 18 de agosto de 2021 [00:03 GMT-5] (Neotraba)
Jazmín se lanzó con fuerza hacia las ramas. Su cuerpo menudo golpeó contra la tierra húmeda y las piedras puntiagudas, las espinas se incrustaron en la piel de sus manos primero y después en los brazos. La sangre brotó de inmediato en las palmas agrietadas por la resequedad y el trabajo rudo en el campo.
La respiración agitada se sumó a los latidos apresurados de su corazón que parecía querer reventarle el pecho. Sintió la tibieza de las lágrimas que inundaron sus ojos pero no se atrevió a moverlos, tenía miedo que al cerrar los párpados –aunque fuera una décima de segundo– alguien pudiera descubrir su escondite improvisado. Las lágrimas fluyeron pero Jazmín no hizo ruido, se mantuvo inmóvil con la esperanza de que su piel morena se mimetizara con la tierra.
El sonido de las balas se mezcló con los gritos desesperados de los habitantes de Piedras Azules que corrieron a esconderse. No era la primera vez que el pueblo ubicado en el norte mexicano se convertía en escenario perfecto para enfrentamientos armados. Tampoco sería la última. A veces el pleito era entre malhechores de distintos bandos criminales que peleaban la plaza, en otras, sólo eran los bandidos que llegaban a saquear las tiendas, apoderarse de una casa o de una adolescente.
En ese lado del mundo las cosas no eran de paso. No, allí era distinto, se peleaba a diario en una guerra desigual donde sólo una de las partes tenía la ventaja; las granadas y las AK-47 respaldaban a los delincuentes mientras que los campesinos solo tenían palas y azadones, cuando mucho un revólver antiguo o un rifle calibre 22 herencia de algún pariente.
Un gasto mayor no era posible, porque entre malas cosechas, pagos continuos a deudas infinitas, recorte de apoyos, atención de enfermedades y esa mala costumbre de comer por lo menos una vez al día, la situación era precaria. La economía no daba para más. La vida tampoco.
Jazmín lo sabía. Apenas tenía siete años cumplidos pero entendía bien lo que pasaba a su alrededor. Su bisabuelo, Jesús, fue asesinado muchos años atrás, en un día de furia igual que este. Lo mismo pasó con su abuelo por negarse a entregar la tierra a los narcotraficantes. Donde ellos sembraban maíz los otros querían producir amapola o sembrar muertos.
Ahora pasaría con alguien más, tal vez su padre o cualquier vecino del lugar que se negara a darles a los maleantes lo que pedían: la tierra, los bienes o una niña como botín de guerra.
En su mente infantil imaginó un balón de fútbol relleno con una mezcla rojiza y pegajosa que representaba el odio entre la gente. Se imaginó a sí misma como una muñeca nueva que sería utilizada por alguien y luego lanzada en algún rincón de la sierra. Así eran las cosas en las comunidades como Piedras Azules. O quizá en todas partes, en las ciudades medianas y en las grandes urbes. A veces se manifestaban de diferente manera, pero en esencia eran lo mismo.
Jazmín tenía un sueño recurrente en el que podía detener el tiempo para evitar llegar a los diez años, edad en la que podría ser objeto de canje si es que los narcos no se la hubiesen llevado antes.
Anhelaba irse de Piedras Azules para encontrar un lugar desde donde pudiera cambiar las cosas. No quería ver más niñas aterrorizadas por su cumpleaños, por el sonido del estómago crujiendo a causa del hambre o por los cuernos de chivo que las retenían a la fuerza dentro de camionetas de lujo que desaparecían en las brechas. No quería ver ni vivir la escena repetida tantas veces.
En esas estaba cuando algo le tocó el costado sacándola de sus pensamientos. Tuvo un mal presentimiento, quizá la hora había llegado y esos golpecitos eran las esquirlas de las balas o las balas mismas. Jazmín sintió el golpeteo que empezó a la altura de los hombros, bajó por la columna vertebral y tomó su cintura delgada por asalto.
El ritmo de los golpes se confundió con los latidos de su corazón. La niña cerró los ojos, se colocó en posición fetal y esperó a que todo pasara. Pero eso no ocurrió. Las armas siguieron disparando desde ambos lados encontrándola en el fuego cruzado.
Los impactos se ubicaron ahora en su espalda, en las manos y algunos encontraron refugio en la curva del cuello. Cuando los objetos agresores tocaron su cabeza y sintió un líquido resbalando desde la sien hasta la mejilla, Jazmín imaginó su sangre fragmentada en múltiples gotitas escarlata rodando sobre la piel.
Sería como el vestido de lentejuelas brillantes que siempre quiso tener para bailar en el festival escolar en el que alguna vez participaría, ataviada de rojo como las nochebuenas que adornaban la casa de su abuela durante el invierno.
No pudo soportar la espera porque estaba segura que el vestido brillante estaría allí. Abrió los ojos y sobre ella el cielo oscuro amenazaba tormenta. Como preludio a ésta, miles de granizos cristalinos cubrieron el suelo como una alfombra pesada y nívea.
Horas más tarde, cuando el tiroteo se detuvo y los agresores guardaron las armas, ahuyentados por la lluvia y el frío, las líneas rojizas en forma de flor que destacaban sobre la capa blanca de granizo llamaron la atención de los habitantes de Piedras Azules, que intentaban volver a la normalidad. Era el cuerpo de Jazmín destrozado por las balas, arropado por su propia sangre, en un intento de protección materna ahora innecesaria.