Joe
Ficción | Un senderista pierde el camino de regreso. Se siente observado y recuerda las leyendas de aparecidos. Un cuento de Hazael Alvarado Hernández.
Ficción | Un senderista pierde el camino de regreso. Se siente observado y recuerda las leyendas de aparecidos. Un cuento de Hazael Alvarado Hernández.
Por Hazael Alvarado Hernández (@hazael_alvarado)
Ciudad de México, 10 de marzo de 2021 [00:02 GMT-5] (Neotraba)
Contempló el valle durante algunos instantes antes de emprender el regreso. Echó un vistazo a las cumbres que se extendían por kilómetros ante él y disfrutó de la brisa helada de la cumbre. El clima se cerraba más y más; no había tiempo que perder. Era tiempo de retornar. Bebió un último sorbo de agua, ciñó su mochila y comenzó el descenso.
El hombre caminó cuesta abajo varios metros, tropezando, deslizándose a causa de la grava que se desprendía a cada paso. Libraba ramas, rocas y escarpadas pendientes. No pasó mucho tiempo para que se percatara de que ése no era el sendero por el cual había llegado a la cima de la cresta.
Extrañado, decidió acelerar el ritmo, convencido de que en algún punto daría con la dirección correcta. Sin embargo, la oscuridad de la noche se adelantó a él y entorpeció aún más su andar. Buscó su linterna… Nada. Se había propuesto realizar un ascenso rápido, sin escalas y con el menor peso posible. Apostando a su experiencia, no incluyó linterna alguna para la jornada de ese día, mucho menos un GPS.
En el fondo no dejaba de reprocharse cómo había podido caer en aquel error de novato. Pasó tanto tiempo distraído con la vista, y celebrando su récord en velocidad de ascenso, que no reparó en la ruta. Ahora, perdido, desprovisto de toda orientación y sin recursos para pernoctar, no podía hacer mucho, sino avanzar a paso lento por aquel rumbo traicionero intentando no resbalar.
—¡Vamos, eres mejor que esto! Piensa lo que dirían los del club si te vieran temblando y lloriqueando por una ruta tan sencilla. No es nada. Ya lo has hecho. Tú puedes.
Continuó a paso firme y obtuso. Sabía que transitaba por senderos concurridos y alguien podía estar observando. No quería proyectar inseguridad, mucho menos superstición, conocía perfectamente las leyendas de aparecidos que contaba la gente de San Martín El Chico.
Debió transcurrir poco más de una hora. La noche reinaba y con ella el típico rocío del bosque mesófilo montañés, extendiéndose y envolviendo como una suerte de presencia omnipresente todo cuanto tocaba; sus pulmones en cada respiro, su pelo, su ropa, su rostro: el suelo y el musgo que cubría las rocas. El ruido de las aves nocturnas iba y venía, las luciérnagas centellaban por doquier, decenas de pequeñas esferas brillaban y toda clase de sombras informes se meneaban entre los árboles. Un aullido se escuchó a la distancia…
Un frío recorrió su espalda ante el nuevo mundo nacido de quien sabe dónde.
—Ya no falta tanto, en cualquier momento hallaré el sendero: una señalización, otra y luego otra, y de vuelta al centro de visitantes.
Sin importar las veces que el hombre repitió aquella frase, el sendero continuó evadiéndolo. Es curiosa, y a la vez triste, la forma como traemos consuelo a nuestra alma construyendo una imagen del mundo que nos justifique. Y quizá, nos permita evadir nuestra responsabilidad o lastimera condición; que se ajuste sin esfuerzo a nuestros deseos y ponga en alto nuestro derecho.
Transcurrieron varios minutos. Un eco se oyó a la distancia.
—¡Eeeee! ¡Eeeee! —sonó y volvió a resonar.
—No es nada. Son falsas, puras mentiras las leyendas de este bosque. Ya, ya casi, ya…
Cada verano era lo mismo. La misma letanía de los pueblerinos con sus cuentos de aparecidos en las inmediaciones de la cresta: “Pobrecitos niños, secuestrados por aquel cura, y tan buena gente que se veía”. “¡Ay! Por más que los buscaron, apenas y hallaron algunas huellas y algo de ropa”. “Dicen que los niños luego se aparecen en el bosque”. “Déjales unos dulces, allá, arriba, no sea que los espíritus se vayan a enojar”.
—¡Eeeeeyyyyy! ¡Eeeeyyyyy! —no había la menor duda, eran alaridos, sonaban como alaridos. Sin importar cuánto intentó apretar el paso en medio de tan densa oscuridad le resultó imposible apartarse de aquellos berridos empeñados en seguirlo.
Permaneció inmóvil algunos instantes. Guardó silencio. Afinó su oído. Enfocó lo mejor que pudo. Nada. Solamente el rocío alrededor de él, yermo, frío, calando a través de su ropa, ahora empapada.
Continuó su paso, esta vez con sigilo y prudencia repitiéndose en voz baja: “Ya casi, ya casi. Una señalización, otra y luego otra…”.
—¡Eeeeeyyyyy! ¡Eeeeyyyyy!
—El cura, los niños. ¡Imposible! —susurró. Sus nervios se encresparon después de escuchar las mismas vociferaciones una y otra vez; una y otra vez, más cerca una de la otra.
Se detuvo nuevamente. Transcurrió una breve eternidad; ni ruido, ni movimiento, ni rastro de lo que pudiera estar rondando por ahí. Solamente el frío, penetrando cada fibra de su ropa; la humedad en sus pies, el sudor bañando su cuerpo, el rocío adherido a su barba: su piel erizada.
Un chasquido de ramas y hojas rompió el silencio. Ruidos de pasos, pensó.
Alzo lentamente la mirada por encima del hombro y de reojo creyó distinguir una presencia alrededor de él; la instintiva evocación de que no estaba solo. Enfocó lo mejor que pudo bajo aquella oscuridad. Sí. No había la menor duda. Alguien… o algo, se desplazaba hacia él. Todo su cuerpo se tensó; apretó los puños. Echó un vistazo alrededor; izquierda y derecha. Nada. Ni un tronco o una rama para defenderse. Cerró los ojos: esperó lo peor.
Un cálido halo de luz deslumbró su rostro por algunos instantes.
—¡Ey! Nos pareció verlo desde hace un rato —expresó un hombre alumbrándolo con su linterna—. Es usted rápido. Nuevo, ¿cierto? ¿De dónde viene?
—¿Qué? Ah, bueeeno, de lejos. De la ciudad.
Al alucine siguió el desconcierto, y luego el bajón ante la presencia de aquel hombre y su hijo.
Pueblerinos, dijo el hombre hacia sus adentros.
—Oh, bien, ya veo. Lo veo algo pálido y agotado. Pero no se preocupe, así ocurre con los nuevos.
—La verdad es que no soy nuevo.
—Mire, le diré que…
—Sólo voy de vuelta al centro de visitantes —interrumpió el hombre—. Bueno, fue un gusto conocerlos, que pasen buena noche.
—Disculpe amigo, si necesita ayuda sólo tiene que pedirla. ¿Sí sabía que está bastante lejos del sendero que necesita? ¿Verdad?
—Eh…
—No tiene que decir nada. Lo veo todo el tiempo. Tenga. Le daré esta linterna. Si vuelve por aquella dirección encontrará un claro que lo encaminará a un sendero. Sígalo en dirección contraria a la cresta y el resto será pan comido.
—Bueno…
—Sí, sí, lo sé. Descuide, no hay pierde.
—Caray, gracias. De verdad. Si no hubieran aparecido, no sé lo qué habría pasado.
—Tranquilo, no hay de qué. ¡Pero qué barbaridad! Lo olvidé. Mi nombre es Fernando Savatierra y este pequeño de aquí es Martín.
El hombre se despidió agradecido y continuó siguiendo las instrucciones que le habían dado. Fernando y Martín permanecieron inmóviles siguiendo con la mirada al errante hasta que la luz de la linterna fue atenuando su brillo, poco a poco. Ésta y su portador se diluyeron extinguiéndose, difuminándose a la distancia, hasta no verse más.
*
Eran las ocho de la mañana cuando el jefe de patrulla, Joe Penmaster, de Rescate Alpino llegó a la base de la cresta. Descendió del jeep, cerró la puerta y cogió aire. Nunca le habían resultado sencillas las búsquedas de cuerpos. A la distancia divisó las linternas de la brigada. Casi llegaba hasta ella cuando Carlos lo interceptó y lo tomó del brazo para evitar que hablara con el grupo.
—Tenemos una situación, Joe.
—¿Situación? ¿Por el cuerpo de un senderista? ¡Qué va! Lo hacemos todo el tiempo. Vamos…
El subjefe de brigada nuevamente asió del brazo a Joe, se frotó el mentón y desenfundó un cigarrillo de su chaleco. Lo encendió tranquilamente y miró a Joe a los ojos.
—Ése es el problema, jefe: no hay cuerpo.
— ¿Y? Asumiendo que haya perros salvajes por aquí, tú y yo sabemos que siempre queda algo para que el forense lo identifique.
—No me refiero a eso, Joe. La cosa es que no hay cuerpo: nada. Algunos de los chicos ya estuvieron buscando desde temprano, otros todavía siguen allá, y en la cima solamente encontraron las cosas de nuestro hombre: ropa, tenis, mochila con su identificación y un casco. Las raciones y el equipo eran para un día.
—Bueno, mira, la policía debe estar por llegar…
—Eso no es todo —interrumpió Carlos—. No sé cómo, o a través de quién, pero algunos del equipo me dicen que la gente ya está comenzando a hablar. Y usted sabe cómo son las masas por aquí.
—Válgame, es cierto —respondió Joe meneando la cabeza—. La Cresta del Cura. ¿Cuál era su nombre? Fernando…
—Fernando Savatierra, jefe —volvió a interrumpir Carlos— ya son 10 años de la desaparición de aquellos niños.
—Martín… —suspiró Joe.