Festín de Nada
Se presenta desnuda, envuelta de neblina inmemorial, ofreciendo unos enormes senos que derraman sustancia de raíz. El filósofo podría ayudarnos a comprender qué es la nada. Quizá.
Se presenta desnuda, envuelta de neblina inmemorial, ofreciendo unos enormes senos que derraman sustancia de raíz. El filósofo podría ayudarnos a comprender qué es la nada. Quizá.
Por Edgard Cardoza Bravo
Ciudad de México, 22 de noviembre de 2022 [00:02 GMT-5] (Neotraba)
A Alejandro Tommasi
Una mujer añosa y negligente, con profundas ojeras de desvelo, que sabe tantas cosas, pero se muestra ajena. Una señora a quien no abarca un solo abrazo (enorme continente desairado), en su hartura de polvo envenenado por una gravedad tan rigurosa que no logra ocultar su levedad. Una dama que guarda los domingos como limbo, en donde vuelan en una fuga eterna los días subsiguientes y los otros y los que antes vinieron y los otros, hacia su perdición irremediable. Una señora con una enorme sombra que sólo se proyecta en los abismos, que sólo se hace cuerpo en la palabra.
Es una bruja, dicen los oráculos, donde las cartas se hacen nudo desde sus migraciones tan diversas, donde todos los mapas se diluyen: se precisa escuchar la voz del viento, que es su representante terrenal, para entender los silbos del presagio, y deshacer conatos de huracán. No deberás pegarte demasiado a su hornilla de flama transparente: el calor infernal (que no se siente), los peligros del fuego que no quema (pero infinitamente más dañino deja un turbión de lava en las entrañas). En su ritual telúrico de maga, hacen mutis total los elementos. El conjuro consiste en sólo abrir los ojos y peinar el espacio en un vaivén, imaginando muros de vacío en cada parpadeo de la luz. No hay nada más distante de la nada que su propia llenura de fulgor: brilla de tanta ausencia, de tanto no venir puebla su viaje.
Si existiera algún puerto adonde este velero desvelado pueda arribar su carga de no ser, sería la mollera del filósofo, que la alquimia del verbo ha condenado a surcar los océanos del hombre: con muchas direcciones, ningún rumbo. Y es que el filósofo es náufrago confiable: si la tormenta apremia, nada; si falla el astrolabio, nada; si truena el argumento, nada; siempre nada… Este increíble náufrago, es capaz de nadar hasta en la nada. [A propósito: las branquias filosóficas son de esas que cruzan el desierto y no se empolvan, que beben del pantano y no se infectan] Uno de estos galenos me ha diagnosticado un recontra-nihilismo galopante, cuya única receta de salida es purgar de su azogue mis espejos… Cuando la sed aprieta, una copa de nada es lo indicado para vadear los mantos de ti mismo.
Los críticos de arte se saben propietarios de la nada. Para usar el membrete hay que hacer fila, acodarse ante el vidrio de su luz y llenar una ficha de depósito por cifras incurables: de sentido común. En el Manual del crítico seguro, la nada es el camino de caminos, es la lámpara que abre la tiniebla. Cuando no existen visos que seguir, el crítico seguro prende el interruptor, y aparece una esfera luminosa: su parcela de nada, que hará nacer de pronto un argumento de colores efímeros: “aquel tono de ausencia, ese dejo de fuga, son necesariamente ingredientes de la caída estrepitosa hacia la nada del artista en cuestión”. Y ¡cataplum!, en un fondo convulso de vacío se despeñan los elfos de la imaginación.
Las religiones erigen grandes templos donde al chocar la nada se haga añicos. Un torrente de íconos sagrados, presto a lavar los fétidos humores de las banalidades de la nada, hace de su eclosión fugaz bautismo de todas las presencias de la nada, necias en arrojar de sus vitrales a los rostros diversos del que es todo, integridad, presencia, ánimo sumo. Cada icono sagrado tiene un cuerpo de nada frente a sí. Los rituales pretenden reducir a su mínimo latido las manifestaciones de esta arpía: cada genuflexión, cada señal, son actos de control hacia la nada. Las plegarias son dardos que enmudecen la fiebre de lenguaje de la nada. Del tamaño del templo, exactamente, es la terrible nada que lo acecha.
La personalidad de doña Nada es enigmática y tiende a comprimir los horizontes. Se presenta desnuda, envuelta de neblina inmemorial, ofreciendo unos enormes senos que derraman sustancia de raíz. Desde sus ojos blancos, que taladran todo lo que enfocan, late la más rotunda soledad, la más arrinconada, la más fría, la de antes que la nada se habitara, la de antes de que el tiempo fuera tiempo. Para anular su vis de seducción (aconseja algún Prior de mi hermandad), debes lanzar al viento siete puños de tierra, junto al reclamo ardiente (a voz en grito), al Dios de las imágenes y el río donde todos los rostros son él mismo: ‘puéblame con tu luz, sella en mi cuerpo el calimbo de imagen-semejanza: y de nuevo será: lo de abajo evocando a lo de arriba’.