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Por Selene Carolina Ramírez

Hermosillo, Sonora, 5 de octubre de 2022 [00:03 GMT-7] (Neotraba)

Hay un ave que tiene mucho tiempo queriendo hacer su nido enseguida de mi cuarto del asilo. El cuarto número dos. Encontró un lugar ideal, según ella, en una caja de casetón de poliestireno que ocupa el espacio de un aire acondicionado de ventana que nunca taparon con ladrillos, cemento y cal. Insiste en construir su hogar sobre una base endeble por donde las ramas secas se deslizan. Lo que no entiende es que el hielo seco es inestable y resbaladizo. En su afán por concretar un espacio donde guarecerse, hace lo imposible por lograr que las cosas funcionen. Pero ya sabrás: rama que pone, rama que se cae al suelo. Y, muy afectada la pajarita, no es capaz de recoger del piso las muestras palpables de su error. Así que regresa a la búsqueda de palos secos que protejan el nido. También se equivoca mucho con la elección de materiales. Siempre se confunde. Mira, ven, ¿ves que hay muchos alambres tirados? Se parecen a las ramas, pero no son ramas. Los alambres son el espejismo de esas ramas que busca. Y pesan mucho. Imposibilitan la edificación del hogar. Sus huevos caen día a día, así como las matas secas y los alambres. Así como se cae el futuro y se estrella viscoso como una yema amarilla del anhelo. Sin embargo el ave, esperanzada, no abandona el nido jamás. Se va a morir antes de ver resuelto su problema. No: de ver resuelto ese anhelo de yema hedionda.

Quiero escribir una historia del ave, ojalá que me alcance el tiempo, la vida, digo. Ahora estoy haciendo una transcripción de unos poemitas que hizo Fernando cuando era niño. Siempre fue excelente con las palabras. Yo lo admiraba y por eso acepté casarme con él. Nunca lo conocí en realidad. Lo único que supe a ciencia cierta es: que era una muy mala persona. Jamás cargó a nuestros hijos. Tampoco fue a sus bautizos o a alguna reunión escolar. Creo que la meningitis fue la que le infectó el cerebro, le destruyó las neuronas, el espacio de la empatía. De ahí, tal vez, nació su incapacidad de amar.

Lo conocí en clases de pintura. Un profesor español, no de Español, sino de España, que no se vayan a confundir los que leen muy rápido, muy guapo, Higinio Blat, este nombre sí puedes ponerlo, todos los demás cámbialos,daba clases en la parte de atrás de la biblioteca donde trabajé cuando era joven. A la biblioteca le decíamos «El elefante blanco». Fue la primera que hubo aquí en Hermosillo. Era grande, blanca y circular, en efecto compartía sus cualidades con las de un paquidermo albino. Después supe que el nombre se refería más bien a una metáfora sobre una obra pública inconclusa (ella no lo supo nunca, yo sí, y no pude negarme a compartir esta información). La obra se inauguró durante el gobierno del general Rodríguez en 1950. En ese tiempo Fernando había ganado un concurso regional o estatal, no recuerdo muy bien, de novela. No pongas el nombre, pero da la pista de que era una historia sobre goteras (insondables) y que le vetaron el premio porque su mamá (digamos que se llamaba Marieta de Lizardi) fue jueza en dicho certamen. Como sea, yo admiraba que fuera talentoso. A veces el amor se esconde detrás de un aspaviento intelectual muy grande. Te crees enamorada de la proyección de tus ideales personificados en otro, que es lo más cercano a tu álter ego.

Hablemos del álter ego como esta voz que es distinta a la de la enunciación. Ana María, que no es Ana María, nunca habló de proyecciones de álter egos simbolizadas en el objeto del deseo. Probablemente nunca conoció el deseo. Tampoco vio a un ave haciendo un nido imposible. Por supuesto que no creía en la idea de un virus atravesando (dejemos pasar la presencia de estos gerundios como errores necesarios de acción) el líquido cefalorraquídeo como el causante legítimo de la maldad de Fernando.

Fernando no se llamaba Fernando, pero su nombre era similar a este en la cadencia rítmica de las sílabas que lo conforman. Ella más bien pensaba que Marieta de Lizardi (no se tiene que reiterar que su nombre era otro distinto, pero de reiteraciones está lleno el reino de los obsesivos) era la culpable de todos los problemas de su esposo. Una vez, muy borracho, Fernando le dijo a MDL: (siglas para nombrar al pseudónimo del heterónimo) «Esta señora me da pavor, nunca la he podido ver sin sentir un miedo desde la cabeza hasta el cielo». Todo lo anterior es verdad. Pensemos que todo lo anterior es verdad.

En el asilo puede observarse a Ana María sentada sobre su cama. La base es de cemento. El colchón: ortopédico. Las cobijas tienen en su formato cuadros de colores, azules y blancos, y un olor a uso. El olor a uso es igual que el olor a cobija. Su rostro con los noventa y dos años que le anteceden se aproxima por asociación al de la abuela dulce del imaginario de la literatura fantástica. Sea cual sea su nombre, es legendario, y carga el santoral y el miedo a Dios. Ella expele un halo de otra era. No sólo lo expele: lo produce y lo entrona. Un halo de tiempos sepia. De momentos de instantáneas magenta. No: de retratos en blanco y negro. Puede verse en sus ojos el fósil de una estrella apagada. El cabello de leche, la piel de harina de trigo, las manos de ajo pelado. Ni la Guerra Cristera, la modernidad fallida, o las guerras civiles pudieron arruinarle el semblante. Tampoco las nuevas mentiras de cada cambio de gobierno. Su vejez es categórica y anterior a su semblante inquebrantable. Aprendió que el sufrimiento una se lo come. Por eso la comida dejó de caberle en el cuerpo. El ave siempre ha estado desnutrida.

Los pocos momentos de felicidad que tuvimos en familia se resumen a las pláticas de Fernando sobre su niñez (de nuevo habla Ana María, que no es Ana María). Nos sentábamos alrededor de él en la sala del departamento donde vivíamos, en la ahora Ciudad de México. Los niños se sorprendían de las aventuras que tuvo su papá en la infancia. Se sorprendían porque su papá había sido niño alguna vez. Una de mis favoritas era la historia de cuando Fernando hizo un viaje solo, sin un centavo, desde el entonces D. F., hasta Hermosillo. Tenía catorce años. Imagínate todo lo que pasó durante esas semanas. Un libro que estoy escribiendo trata, precisamente, sobre esas aventuras y otras más. Escribo lo único bueno que supe de él. No viví experiencias positivas a su lado, pero una manera de lavar su nombre frente a sus hijos es relatar esos momentos.

Consideremos la existencia de ese libro. Pensemos, tal vez, que es un texto escrito a mano con pluma azul. Puede tratarse de una libreta gruesa tamaño oficio. La portada: negra con blanco. Las hojas: quebradizas y amarillas. Algunos hongos deben de habitarlas. Marcas de café, de comida. Manchones azules y amarillos se forman con el contacto de las lágrimas sobre la tinta. La existencia de un libro que exime es una contrariedad.

A Fernando lo descuidaron mucho de niño. Aparte, él era muy libre y confiado. En una de ésas, llegó a uno de los pueblitos donde trabajaba su papá. Don Rogelio era la única persona confiable de esa familia. MDL despreciaba a su esposo porque no sabía hacer trabajos de oficina y lo mandaba a trabajar fuera. Era restaurador de fotos. Les limpiaba las manchas del tiempo, las agrandaba, etcétera. En sus idas y venidas dejó a muchas amas de casa enamoradas de él, pero se asegura que nunca les correspondió. No creo que haya sido por falta de ganas, sino por miedo. Como sea. Llegó Fernando a ese pueblito y le pidió unas monedas a una señora muy guapa que estaba saliendo del mercado. Ella reconoció en su cara las facciones de don Rogelio. Al constatar que era hijo del señor, le proporcionó un lugar dónde bañarse y descansar. También le compró un cambio completito. Hasta zapatos nuevos y calcetines le dio. Le hizo comida y le empacó frutas para su regreso. Fernando hubiera querido que esa señora fuera su madre. De eso no hay duda.

Yo conocí a Fernando, precisamente, durante ese periodo. Lo vi boxeando en el internado donde vivía de niña. Cada vez que reunían a niños y niñas a causa de eventos deportivos me quedaba dormida. Como siempre he comido muy poco, regularmente estoy cansada. El día que le tocó boxear a él era tanto el relajo, que no pude pegar el ojo. Le dio una madriza al muchacho que estaba invicto. Era muy fuerte y rápido. No sabía que años después me lo volvería a encontrar, pero ahora en clases de pintura. Así de extraño es el destino.

Comenzó a boxear un día después de que un novio celoso lo agarró a golpes. Él había acompañado a una joven a su casa y el novio al verlo sólo supo reaccionar como animal en celo. Esa semana entró al Deportivo 18 de Marzo, a las clases de boxeo y no lo dejó hasta que le dijeron que tenía todo para ser un luchador profesional. Con esa fuerza me dio un puñetazo en la sien cuando estábamos casados. Se me desprendió la retina izquierda. Desde ese momento el ave comenzó a ver con un solo ojo.

Fernando murió de un tumor en la vejiga. Cuando ando distraída digo que falleció de cáncer en la vagina. No tenía lo suficiente para merecer una vagina. Antes de morir me dijo que no me iba a permitir divorciarme de él. Toda la vida quise dejarlo, pero él y su mamá contrataban mejores abogados con el dinero que ella ganaba por la edición y la escritura. Fernando nunca traía un peso. Vivir con él fue la peor carencia, todavía me aflijo al recordarlo. Ese día, antes de su muerte, me caí por las escaleras del hospital, de frente, con la cabeza como ancla, sin meter las manos. Me caí por tanta mortificación. Ni en su lecho de muerte, el muy cabrón, ¿quitamos cabrón?, ¡no, que se quede!, firmó los papeles del divorcio. La única diferencia es que esta vez no tuvo las fuerzas para rayonearlos y arrugarlos.

Él hacía retratos de los gobernadores en turno. Cada seis años ganaba algo de dinero. ¡Cada seis años ganaba algo de dinero! Fuera de eso, sus pinturas, aunque extraordinarias, nunca fueron vendidas. Tenía un recelo muy profundo por su trabajo y quería quedarse con todas sus obras. Por eso comencé a hacer mis luchitas vendiendo las pinturas que yo realizaba sobre textiles. Me iba a la calle y sacaba hasta noventa pesos. Se enfurecía cuando veía que ganaba más que él (no era difícil ganar algo más que nada), y me pegaba unos jalones de cabello o patadas en la espalda cuando los niños no veían. Yo nunca me quejé para que mis hijos no sufrieran como yo. Para que no se crearan una mala imagen de su padre.

Algunos me decían: lela, porque en ese tiempo casi no hablaba. Esa que va pasando en silla de ruedas es sorda, le dicen la Termita. ¿Espera, oíste que grita como termita? (Las termitas no gritan, señora, estoy segura… Buscar en Google si las termitas gritan). Mira, otra vez. Igual que una termita… ¿En qué estaba? Ah, ya. Mi mamá se casó muy chiquita. A los cinco años me arrancaron de los brazos de mi madre para mandarme al orfanato. Dicen que ella nunca hablaba. Por eso, tal vez, no me acuerdo de su voz. A mí también me arrancaron una bebé, pero del vientre. MDL y mi esposo me llevaron a abortar sin mi consentimiento.

MDL era escritora. Sin duda una de las escritoras sonorenses más reconocidas en la historia nacional. Escuelas, museos y calles llevan su nombre. Oye, niña (Yo soy la niña que escucha), a veces se me olvidan las palabras por los golpes que me he dado en la cabeza. Cuando se me olvide una: tú complétala. Tú dame voz.

MDL nunca la apreció. Siempre le recriminaba a su hijo que se había casado con una pendeja. Se burlaba de Ana María cuando se caía al caminar. Casi no comía y por eso siempre se encontraba débil. Nadie quiere comer cuando es infeliz. La comida trae consigo un acto de felicidad añadido. La depresión casi nunca admite el alimento. Cuando le quitaron a su hija, ni el agua podía probar. La subieron al carro y la llevaron a una casa de paredes húmedas. Apenas tenía dos meses de retraso. Ese día le dijo a Fernando que tendrían a su tercer bebé. Una hora después habían llegado al inmueble mohoso. No recuerda nada porque le suministraron anestesia general. Despertó con un vacío en el cuerpo. Todo el camino se mantuvo callada. Los próximos meses parecía que había perdido la facultad de hablar. Catatonia. Síndrome neuropsiquiátrico caracterizado por anormalidades motoras, que se presentan en asociación con alteraciones en la consciencia, el afecto y el pensamiento. Sus manifestaciones incluyen el mutismo. Suspensión inconsciente del habla. Nada queda por decir cuando te sacan el corazón por la vulva.Al llegar al departamento la dejaron sola con sus dos hijos vivos, y sola con su hija inexistente. No existir: es igual a no ser. A nunca haber sido. Ella hubiera querido que su hija fuera. La realidad, por antonomasia, responde a lo real en términos ontológicos. Después de eso siempre estuvo sola. La soledad no es la ausencia de personas. La soledad es la inexistencia. El ave se esfuerza por construir su nido pero está sola y todo se derrumba.

La cánula flexible dilató su cuello uterino. Ella estuvo inconsciente durante todo el proceso. Fernando salió a caminar mientras su esposa yacía suspendida con el pubis al aire. Paseó por la plaza y se compró unos esquites. Los saboreó. MDL se fumó unos cigarros de tabaco importado que ella misma lió. Pensaba en una edición conmemorativa de textos de la Revolución que estaba dirigiendo. Odiaba a la gente de su equipo porque eran unos ignorantes que no sabían hacer su trabajo. La partera insertaba en la cavidad pélvica de Ana María un pedazo de lana enrollada, sumergido en distintas resinas naturales, para acelerar la inducción del feto. No portaba guantes quirúrgicos y había desinfectado el espacio con vinagre. La cánula era de reúso: no había ninguna infección o virus que el vinagre no matara, decía (pensemos que lo decía). La jeringa tampoco era nueva. Las mantas que cubrían la cama la habían acompañado durante muchas décadas. Los colores de éstas oscilaban entre el bermejo y el marrón, y en ocasiones no hacía falta lavarlas. Los restos del feto fueron depositados en una cacerola de barro. Después, fueron vertidos en el agujero de la composta. Ecología. En la recámara se escuchaba solamente el ruido de la radio que sintonizaba una estación de «viejitas, pero bonitas». Los movimientos de la partera eran silenciosos. Toda la vida había trabajado con los cuerpos. Era natural su disposición efectiva y sosegada. No hubo sonidos humanos que alteraran la pieza maestra de la extracción. Ana María despertó con un vacío a la altura del abdomen que le llegaba hasta el lenguaje.

En Villa Paraíso pasan los días así como pasa la espera. Ana María, que no se llama Ana María, dice que hará un viaje con su hijo, el pintor, por motivo de una exposición que el vástago tendrá en un reconocido museo de arte contemporáneo. Espera que muy pronto llame para acordar los detalles de los boletos de avión y de su estadía. Pasan los días y nadie habla para ver los detalles del vuelo y de la estadía. Pasan los días y nadie habla para saludar. Para dar una buena noticia. Una mala noticia. Una noticia. Una. U. N. A. Todos los días escribe una página más del libro que exime la maldad de quien la acompañó en la vida sin acompañarla en la vida. Escribir como acto del olvido. Escribir para renombrar. Hay un ave que tiene mucho tiempo queriendo hacer su nido enseguida de su cuarto. Sus huevos caen al suelo como misiles de un avión militar. El ave recolecta ramas secas y alambres oxidados para construirlo. No sabe cuál es la diferencia entre ambos. Sin embargo ella, esperanzada, no abandona el nido jamás.


Selene Carolina Ramírez

Selene Carolina Ramírez (Hermosillo, Sonora, 1986). Doctora en Humanidades por la Universidad de Sonora. Ganadora del Concurso Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo 2014 y del Concurso del Libro Sonorense 2018 y 2021. Autora de los libros: De cuando ellos se narraron (ISC, 2016) y Love is love o de cómo me ato las cintas (NITRO/PRESS – ISC, 2019). Su línea de trabajo son los estudios literarios con perspectiva de género y de derechos humanos. Se sabe, desde hace 15 años, que hizo al niño más bonito del mundo.

Cuento de Villa Paraíso, libro ganador del premio Concurso del Libro Sonorense en 2021, publicado por Nitro/Press y el Instituto Sonorense de Cultura en 2022. Mayor información y opciones de compra: https://nitro-press.com/9786078805174


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