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Ciudad de México, 4 de abril de 2025 (Neotraba)

[A nuestros lectores presentamos esta conversación con la ganadora del VIII Premio Internacional Ribera del Duero de Narrativa Breve, en el cual la destacada escritora Mariana Enríquez fungió como integrante del jurado de dicho certamen. La revista cultural Neotraba ha charlado con la cuentista Magalí Etchebarne (Buenos Aires, 1983) quien, en palabras de su compatriota y colega Rodrigo Fresán, en su último libro intitulado La vida por delante ofrece cuatro relatos “cocinados a fuego lento pero feroz, con densidad y profundidad de radiantes novelas”.]

A finales de 2024, en una cafetería del barrio de Coyoacán, y antes de que sea encendida la grabadora del periodista que se encuentra frente a ella, Magalí Etchebarne comparte algo aparentemente baladí, aunque si sabemos leer entre líneas constataremos que la vida, casi siempre, cuenta con eficaces escondites para ocultar ciertas verdades: “En la reciente gira que hice por España fui al País Vasco y allí me explicaron que Etchebarne quiere decir el interior de la casa. Me gustó saberlo porque mi escritura va de eso. En mi apellido hay algo cifrado…”, explicó la también editora nacida en Remedios de Escalada, Provincia de Buenos Aires, con respecto al origen vasco-francés de su apellido paterno.

La vida por delante de Magalí Etchebarne
La vida por delante de Magalí Etchebarne
Cuando las luces se apagaban

–En la infancia suya, ¿existió alguna educación sentimental que, hoy en día, pueda hallarse en sus cuentos?

–¡Qué lindo lo que me preguntas! Me han hecho muchas entrevistas y nadie me lo había preguntado. Soy de un barrio del conurbano de Buenos Aires. Mis padres no asistieron a la universidad ni terminaron la escuela primaria. Tampoco fuimos una familia con biblioteca. Mi madre era una lectora por gusto, suscrita al Círculo de Lectores y todos los meses llegaban libros a casa. Ni siquiera existió un mueble destinado para colocar esos libros, sino que ella los guardaba en el ropero, lo cual me generaba un halo de misterio. Al final del día, después del trabajo de ser ama de casa, se apagaban las luces y ella encendía su velador para leer. A mí se me despertó algo al mirar que, cuando todo se calmaba, mi madre accedía a otro mundo.

El sonido de las aves

La narradora argentina evoca, con facilidad, su visión sobre el hogar familiar de su niñez: “Mi madre me tuvo a sus 43 años de edad. Mi padre tenía 50. Mi hermana es mayor que yo por 12 años, y sumemos a mis abuelos, así como a mis primas con casi treinta años. Mis recuerdos, por consecuencia, son de una casa con gente grande”.

–¿Cuál fue la banda sonora en ese domicilio?

–Mi padre cazaba pájaros y los hacía competir por su canto. Recuerdo que llegó a tener más de cien aves en jaulas. Esa era su afición: volvía de trabajar y se iba al jardín para cuidarlas. Él era muy solitario, silencioso y ensimismado. El sonido de las aves era muy fuerte y no frenaba. Asimismo, siempre me llamó la atención cómo circulaban las historias familiares en esa casa. Mi padre aparecía con historias que alargaba mucho, vinculadas a personajes del barrio. En contraste, los relatos de mi madre eran más breves y hondos, cargados de emociones. Si pienso en sonidos de mi infancia, evoco entonces a los pájaros y las narraciones.

–¿Cuál fue su refugio en una casa con personas mayores?

–Mi madre se dio cuenta de que me gustaba leer y comenzó a comprarme libros del Círculo de Lectores. Ella me anotó en un concurso del periódico de mi barrio. Envié un cuento y gané. Al año siguiente también gané. Al tercer año, me pidió concursar y me negué: ¡me daba la sensación de que nadie se inscribía y por eso salía victoriosa! A partir de ese momento, escondí mi escritura para que ella no la viera; así inicié un diario como actividad íntima. La escritura se volvió entonces algo secreto: escribía lo que quería leer y creaba universos parecidos al mío; pero con una cuota de fantasía. Para mí, el verdadero nacimiento de la escritura se dio en el gesto de haberla ocultado. Yo era bastante solitaria, no había otros niños en la familia, así que esa circunstancia fue bastante propicia para la imaginación.

Magalí Etchebarne. Fotografía de Catalina Bartolomé
Magalí Etchebarne. Fotografía de Catalina Bartolomé
Cartas al futuro

–En su escritura encuentro una estructura casi cinematográfica con una visualidad muy nítida –le expreso a la autora del libro Los mejores días, el cual reúne una serie de cuentos que abordan las vicisitudes cotidianas de diversas mujeres.

–Construyo lo visual porque imagino escenas, casi siempre trato de pensar quién mira la situación y cómo la ve; pero no como si fuera una cámara a mucha distancia, sino por encima de un personaje… mirando sólo aquello que ese personaje puede ver. Trato de pensar en cuál época transcurren mis cuentos y me interesa que ese elemento esté allí de alguna manera.

–En su literatura, y sospecho que también en la vida, usted da la impresión de arribar tarde a los sucesos.

–Puede ser. Hay algo del desencanto, por ejemplo, en Los mejores días. Para mí, ese libro tenía el sabor de que el acto de crecer no traía consigo la promesa de un triunfo. En La vida por delante habitan personajes con una edad en común, mujeres entre cuarenta y cincuenta años. Cuando me di cuenta de eso fue que elegí el epígrafe de Adélia Prado: “El cielo está brumoso, hace frío, estoy fea, acabo de recibir un beso por correo. Cuarenta años: no quiero cuchillo ni queso. Quiero el hambre”. Ella sólo quiere querer. Eso recorre a las mujeres de mi libro, la pregunta por el deseo, la mirada en el pasado… ese pasado que está adelante… allí donde anida el dolor o algún trauma.

“Me obsesiona mucho el paso del tiempo. Sergi Bellver, escritor español, me dijo algo que me gusta: ‘el asesino serial de estos cuentos es el tiempo’. Siempre me ha obsesionado en dónde queda el tiempo y qué sucede con el pasado. De niña me obsesionaba tanto que me dejaba cartas para mí misma, con la intención de leerlas en el futuro. Escribía cosas porque tenía miedo de olvidarme, entonces allí relataba quién era y qué me gustaba hacer en aquel entonces. Cerraba las cartas con cinta y escribía en el sobre: ‘Para que las leas cuando tengas 20 años’. Hace un lustro, dentro de un libro, encontré una. Desde niña me atormentaba la duda acerca de si uno deja de ser la misma persona al crecer o nos mantenemos siendo los mismos. Me interesa todo aquello que se pierde. En el final de la vida, tanto de mi abuela como de mi madre, me enfrenté con algo muy curioso: darme cuenta de que la mente se olvida de lo inmediato, pero accede a recuerdos casi enterrados, muy antiguos. Me obsesiona saber lo que pasa con la memoria”.

La imaginación de la vida

–A usted como cuentista, ¿de qué modo le beneficia haber estudiado Letras? –interrogo a la egresada de la Universidad de Buenos Aires.

–A mí me compensó una mala formación que traía desde la escuela secundaria. Me enseñó a ser lectora. Nunca me sentí apabullada porque mantuve a la escritura como algo sin finalidad: yo no quería ser escritora. Escribía porque era algo que siempre había hecho y no podía dejar de hacerlo. Para mí eran dos universos diferentes: la escritura como un ejercicio muy íntimo; y la universidad que me enseñó a leer. Quizás, porque soy mujer, nunca me pensé en términos de llegar a ser una escritora. Alguna vez, la literata Hebe Uhart contestó así ante la pregunta sobre cómo se afincó en su oficio: “No se nace escritor, se nace bebé”.

–Intuyo que usted es desconfiada acerca de los buenos tiempos…

–En general, sí, sospecho que la vida tiene una capacidad muy ingeniosa para volverse oscura, pues posee una imaginación mucho más infinita que la humana. La vida por delanteregistra mucha muerte porque es algo que me atravesó bastante durante estos años. Nunca hay que decir después de esto no me pasará más nada, nunca lo digas. Esta desconfianza la aplico a todo, incluso al actual momento literario tan próspero. Para las mujeres ningún espacio es conquistado.

Magalí Etchebarne. Fotografía de Eugenia Kais
Magalí Etchebarne. Fotografía de Eugenia Kais
Ir detrás de una pregunta

“La lectura, la escritura y la soledad siguen siendo lugares que me conectan con algo muy primitivo, algo que no se fue”, dice Magalí Etchebarne al inventariar aquello que no pudo hurtar el incómodo tic tac del reloj, el paso del tiempo que acecha dentro del vientre de un cocodrilo. Y reflexiona así al platicar con Neotraba:

–Es curioso todo lo que está pasando con La vida por delante. Mis dos libros anteriores los publiqué en editoriales muy pequeñas y mi conversación pública había sido muy acotada con respecto a dichos textos. Este año es mi entrenamiento para hablar de la escritura y está siendo casi como la confección de una nueva ficción. Todo lo que decimos ahora es como un texto aparte, no tuve en cuenta nada de esto a la hora de escribir. Uno lo hace a tientas, a ciegas, voy descubriendo de qué se trata mientras escribo y me gusta que así sea. Tengo un plan que nunca cumplo: hago una escaleta de cuento y bien sé que, en alguna parte del proceso, tomaré un desvío y me iré por otro lado. Estoy descubriendo una nueva ficción al hablar sobre el acto de la escritura.

–Se le nota cómoda al hacerlo…

–Aprendo a pensar la escritura.

Leila Guerriero ha dicho que se escribe porque con la vida no basta…

Malén Denis, escritora argentina, hace poco me dijo: “Se escribe porque se tiene una pregunta”. Hay una interrogante hacia la vida, algo que no te parece suficiente. En la infancia posees una cosa borgeana acerca de preguntarte por lo que es y no es real. Ahora mismo recuerdo que me gustaba mucho leer a Elsa Bornemann; en particular, hay un cuento suyo, “Nunca visites Maladonny”, que me perturbó demasiado. Era un chico que volvía a su casa tras ir al colegio, golpeaba la puerta, su madre salía a abrirle y decía: “No sé quién sos. No te conozco”. Eso me enloquecía, la idea de que lo conocido pudiera volverse extraño, es decir, la definición absoluta de lo siniestro. Uno con eso hace cosas: algunos crean música, otros pintan, y otros escribimos.


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