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Por Isaac Gasca Mata

Nuevo León, México, 11 de octubre de 2023 (Neotraba)

Según la teoría marxista la economía productiva es el eje rector de las relaciones interpersonales dentro del sistema social pues define las actividades de las clases sociales, tiene injerencia en los sistemas públicos como la educación o la política, y es el motivo de conformación de otros elementos que actúan, y fluctúan, dentro de la cultura tales como el arte. En este sentido, la literatura no está desprovista de influencia del sector económico sobre ella debido a que el mercado motiva la industria editorial (con ediciones, premios, ferias del libro, crítica, posicionamiento y comercio de determinados valores en detrimento de otros, etc.) a tal punto que las letras se consolidan como un capital cultural no del todo independiente del capital económico. Al respecto Paul Valery sostiene que:

Una civilización es un capital (…) cuyo crecimiento puede proseguir durante siglos, al igual que el de determinados capitales, y que absorbe intereses compuestos. Se trata según él de una riqueza que debe acumularse como una riqueza natural, un capital que debe formarse mediante cimientos progresivos en los espíritus. (…) La economía literaria tendría, por tanto, un ámbito de “mercado”. (Casanova, 26)

No es la bursatilización del quehacer literario, sino una explicación de las causas que originan el canon de literatura mundial en el que algunas lenguas y algunos países detentan mayor poder que otros que permanecen relegados a la periferia. Es decir, algunas lenguas y algunos países tienen mayor valor de cambio que otros en el mercado internacional de las letras. En el libro La República mundial de las letras (1999) Pascale Casonova reflexiona sobre el tema y afirma que si bien “existe una diferencia entre el mapa político y el mapa intelectual del mundo” (Casanova, 22) también menciona que “El espacio literario, centralizado, se niega a confesar su estructura desigual (…) las obras que proceden de las regiones literariamente menos dotadas son también aquellas para las que es más improbable y más difícil imponerse, es casi milagroso que consigan emerger y hacerse conocer” (Casanova, 24). Posteriormente el autor enumera una lista de ciudades como Roma, Madrid, Londres y París para describir a las protagonistas de la primicia cultural en occidente. Es decir, esas capitales hegemónicas y sus respectivas literaturas tienen mayor peso que las escritas por miembros de la población de, por ejemplo, Nairobi, Riga, Caracas o Bangkok.

La primera característica que salta a la vista es el poderío económico que sustenta la producción de sus valores literarios para competir en el mercado internacional. Va de la mano la conformación del canon con el nivel económico de las potencias creadoras que si bien no son las únicas que escriben discursos propios sí tienen una industria desarrollada y un capital cultural de fuerte raigambre histórica para reproducir y perpetuar esta relación desigual[1]. En otras palabras, una autora mexicana por el simple hecho de su origen periférico en el mapa centralista angloeuropeo tendrá muchos más obstáculos para alcanzar la legitimidad que una escritora francesa o inglesa, sin importar la calidad estética de su obra. Para tal diferenciación entran en juego variados elementos que van desde políticas públicas de los diferentes países con respecto a sus materiales de lectura hasta una industria editorial productiva y pujante, generando con ello un ciclo de influencia difícilmente reversible porque en esos países existe una industria editorial productiva y un público lector ávido de hacer cumplir sus demandas.

Fotografía de Anastacia Dv a través de Unsplash
Fotografía de Anastacia Dv a través de Unsplash

En el caso de Latinoamérica ocurre lo contrario: faltan lectores y por ello la literatura de los países periféricos, en la mayoría de casos, tiende a la subordinación. Tal relación de sumisión/hegemonía salta a la vista todo el tiempo. Basta con visitar las librerías mexicanas, por ejemplo, y observar en la mesa de novedades cuántos libros provienen de autores originarios del canon angloeuropeo en comparación a las novedades publicadas (generalmente por universidades más que por casas editoras) en México. Advierto que este argumento no proviene de un nacionalismo insostenible sino de una reflexión sobre el mercado literario internacional. Me pregunto cuántos libros de autores mexicanos están catalogados para su venta en las librerías parisinas. El número es desigual debido a que:

Esta República de las Letras tiene su propio modo de funcionamiento, su economía, que engendra jerarquías y violencias, y, sobre todo, su historia (…) Su geografía se forma a partir de la oposición entre una capital literaria (universal, por ende) y regiones que dependen de ella (literariamente) y que se definen por la distancia estética que las separa de la capital. (Casanova, 24)

Tal planteamiento de Pascale Casanova para entender el panorama literario internacional recuerda en gran medida a la teoría económica del capitalismo periférico, pues ambas comparten un centro que influye y rige el desarrollo de los países (o literaturas) periféricos a él y, por ende, subordinados. “Los fundamentos del modelo de capitalismo periférico se centran en la identificación de las economías subdesarrolladas, dependientes de las desarrolladas, que se encuentran en la periferia del sistema económico internacional y giran alrededor de las principales potencias económicas, que se ubican en el centro del sistema” (Schettino, 29)[2].

En las relaciones de poder literario entre los países, la economía juega un papel preponderante pues mientras los países centrales, como Francia, tienen los recursos financieros para incrementar su capital artístico y cumplen con creces con los indicadores culturales propuestos por Priscila Parkhust Clark[3], otros carecen de infraestructura para generar un clima de efervescencia cultural similar.

Foto de Annie Spratt a través de Unsplash
Foto de Annie Spratt a través de Unsplash

En el caso de la ciudad de Puebla, (un escenario periférico dentro de la literatura mexicana que a su vez es periférica en la República mundial de las letras) no hay espacios en la prensa para hablar de libros. Periódicos como El Sol de Puebla, Diario Cambio, o Puebla en línea, ampliamente consumidos por el público angelopolitano, no tienen espacios para critica ni promoción literaria marginando a los creadores.

El problema se comparte incluso en las universidades poblanas pues no existe interés por estudiar las letras locales. Esta observación pasaría desapercibida en cualquier otro estudio, pero no en uno enfocado a reflexionar el canon y el prestigio literario que surge de él:

El prestigio literario tiene también sus raíces en un “medio” profesional más o menos numeroso, un público restringido y cultivado, el interés de una aristocracia o de una burguesía ilustrada, cenáculos, una prensa especializada, colecciones literarias rivales y prestigiosas, editores afamados, descubridores reputados –cuya reputación y autoridad pueden ser nacionales o internacionales– y, por descontado, escritores célebres, respetados y que se consagren por entero a su tarea de escritura; en los países muy dotados literariamente los grandes escritores pueden convertirse en “profesionales” de la literatura. (Casanova, 28)

Por lo anterior, no es raro que Pascale Casanova mencione a París como la capital de la literatura mundial; es la “ciudad idealizada donde puede proclamarse la libertad artística.” (Casanova, 41) no solo para los autores parisinos o franceses sino para escritoras y escritores del resto del mundo que ven en la capital francesa un prestigio y un capital literario capaz de legitimar sus narrativas o despreciar con su indiferencia la labor artística de países enteros.

El autor menciona a Octavio Paz, Danilo Kis, Gertrude Stein, Gabriela Mistral, Mario Vargas Llosa, entre otros, como autores que legitimaron su obra en la capital francesa. Enlista al menos tres premios Nobel latinoamericanos. Tal dato da pauta para pensar en la importancia de París en el desarrollo canónico de la literatura quizá porque la ciudad luz cumple con las características que propone Valery para tener capital cultural, central y hegemónico.

Para que el material de la cultura sea capital, exige también la existencia de hombres que lo necesiten y que puedan servirse de él (…), y que sepan, por otra parte, adquirir o ejercer las costumbres que hacen falta, la disciplina intelectual, las convenciones y prácticas para utilizar el arsenal de documentos y de instrumentos que los siglos han acumulado. Así pues este capital se encarna también en todos los que lo transmiten, se apoderan de él, lo transforman y lo reactualizan. Existe en forma de instituciones literarias, académicas, jurados, revistas, críticas, escuelas literarias (…) Los países de gran tradición literaria revivifican a cada instante su patrimonio literario a través de todos los que participan en él. (Casanova, 29)

La agitación cultural que ocurre en la capital occidental de la cultura literaria se nota en la cantidad de autores parisinos galardonados con el Premio Nobel de literatura, un premio eurocéntrico con influencia mundial que reconoce no solo la obra de autores sino la cultura literaria y la región a la que pertenecen, es decir, su lugar en el panorama literario internacional ligado, por supuesto, al capitalismo periférico. Muchos de ellos no son franceses, pero consagraron su nombre en París.

Foto de Suad Kamardeen a través de Unsplash
Foto de Suad Kamardeen a través de Unsplash

En el siglo XX numerosos escritores extranjeros con afán de trascender se vieron obligados a migrar a Francia para que sus letras obtuvieran relevancia internacional y se les otorgara la credibilidad global que su país de origen o lengua materna no les daba. Abandonaron su lugar de origen para ir en busca del famoso crédito al que se refiere Pascale Casanova[4]. Tal es el caso de Samuel Beckett o de Albert Camus. El premio Nobel de literatura legitima en mayor medida a los autores de los países que permanecen en el centro del panorama mientras premia pocas veces a quienes no lo están. Tan solo Francia tiene quince premios Nobel[5], Estados Unidos doce[6], Alemania diez[7], Reino Unido nueve[8], mientras que el total de los concedidos a autores latinoamericanos suman seis[9] y cinco para el continente africano[10]. Tal desigualdad apunta a las condiciones económicas que sirven como marco contextual a la literatura. En términos macroeconómicos podríamos traducir estos datos como la diferencia entre la literatura que se escribe y edita en el primer mundo (con todas las facilidades que tiene para difundirse y comercializarse) con respecto a las letras del mundo subdesarrollado[11], eufemísticamente llamados países emergentes o en vías de desarrollo.

En este punto es evidente que la teoría del capitalismo periférico también impacta al arte de la misma manera que se presenta en la industria, la política y la tecnología, así como en la calidad de vida de los habitantes de cada nación. Por ello, no es aventurado expresar que el Tercer mundo presenta debilidad del capital literario y por ello recibe poca atención en la República mundial de las letras:

El crítico literario brasileño Antonio Cándido, al describir lo que él denomina la “debilidad cultural” de Latinoamérica, la relaciona casi palabra por palabra con la falta de todos los recursos específicos que acabamos de mencionar: en primer lugar, el porcentaje elevado de analfabetismo, que implica, escribe Cándido, la “inexistencia, la dispersión y la precariedad de los públicos disponibles para la literatura, debido al pequeño número de lectores reales”, así como la “falta de medios de comunicación y de difusión (editoriales, bibliotecas, revistas, periódicos).” (Casanova, 30)

Una vez entendida la relación desigual entre el centro y la periferia del mercado literario internacional llega el momento de preguntarse con qué finalidad los países invierten recursos humanos, técnicos y monetarios en permanecer en el centro del panorama. Por qué los grandes referentes literarios coinciden con los países hegemónicos de la economía mundial y los países periféricos parecen no preocuparse mucho por desarrollar una industria cultural fuerte con miras a la exportación y el diálogo y prefieren, quizá por comodidad y aunado a la falta de recursos, continuar en un estado pasivo, importando los productos textuales para satisfacer sus librerías, universidades y bibliotecas. En el texto El poder blando y la política exterior americana, Joseph Nye Jr. sostiene:

¿Qué es el poder blando? Es la habilidad de obtener lo que quieres a través de la atracción antes que a través de la coerción o de las recompensas. Surge del atractivo de la cultura de un país, de sus ideales políticos y de sus políticas. Cuando nuestras políticas son vistas como legítimas a ojos de los demás, nuestro poder blando se realza. (…) Cuando puedes conseguir que otros admiren tus ideales y que quieran lo que tú quieres, no tienes que gastar mucho en palos y zanahorias para moverlos en tu dirección. La seducción es siempre más efectiva que la coerción. (Nye Jr., junio 2010, en Relaciones Internacionales No. 14)

Foto de Madalyn Cox a través de Unsplash
Foto de Madalyn Cox a través de Unsplash

En otras palabras: obtener crédito cultural para explotar poder blando ha sido una de las metas de la industria editorial en los países desarrollados. Los países hegemónicos saben que resulta más barato y eficaz promover entre las naciones menos poderosas sus ideas culturales a través del arte y con ello abrir los mercados tanto literario como bursátil, que enviar una flotilla de cazas o portaviones para obligar a una nación a comprar sus productos. En este afán de dominio, las guerras abren heridas que no cicatrizan fácilmente, pero si bombardean al estado periférico con productos culturales, la asimilación del mercado de productos de consumo será mucho más sencilla y al no ser obligatoria, aparentemente, la población del país sometido la consumirá con agrado y buscará más creando el panorama idóneo para mantener la sumisión política, económica y cultural. Precisamente a ese intercambio de poderes económico/literarios en el panorama geopolítico parece referirse Federico II de Prusia cuando declaró que:

Nos avergüenza que en determinados terrenos no podamos igualarnos a nuestros vecinos, deseamos recuperar, trabajando sin descanso, el tiempo que nos han hecho perder nuestros desastres (…) No imitemos, pues, a los pobres que quieren hacerse pasar por ricos, admitamos de buena fe nuestra indigencia; que eso nos estimule más bien para ganar por medio del trabajo los tesoros de la Literatura, cuya posesión culminará con la gloria nacional. (Casanova, 21).

Siglo y medio después Alemania logró lo que se propuso: contrarrestar la dependencia cultural y económica con respecto a Francia y ahora su lengua, a pesar de no ser una de las más difundidas en el planeta, tiene un prestigio tal que se refleja en 10 premios Nobel para su país, todo ello auspiciado por un nivel económico que está entre los tres primeros del mundo. Entonces la influencia geopolítica es resultado de la combinación entre una economía desarrollada y un capital cultural hegemónico y central[12]. En los últimos años Corea del Sur y China lo entendieron muy bien y no sería sorprendente que los premios Nobel de literatura para aquellos países asiáticos empiecen a anunciarse como antaño sonaban los acumulados por Estados Unidos cuando su industria cultural inició su período de auge durante el siglo XX a tal grado que superó a la francesa que a su vez fue líder en el mercado cultural, político y militar durante el siglo XIX.


Referencias Bibliográficas

CASANOVA, Pascale (2001) La República mundial de las letras. España. Ed. Anagrama

SCHETTINO, Macario (2017) Estructura socioeconómica de México. México. Ed. Pearson 


[1] “La antigüedad es un elemento del capital literario (…) Los nombres de Shakespeare, Dante o Cervantes resumen a la vez la grandeza de un pasado literario nacional, la legitimidad histórica o literaria que confieren esos nombres a una literatura nacional y al reconocimiento internacional (…) Los “clásicos” son el privilegio de las naciones literarias más antiguas que, tras haber constituido como intemporales sus textos nacionales fundadores, y definido así su capital literario como no nacional y no histórico, responde exactamente a la definición que ellas mismas han dado de lo que necesariamente debe ser la literatura.” (Casanova, 28)

[2] “Los países desarrollados y centrales, de acuerdo con esta teoría, son predominantemente industriales y generadores de tecnología, mientras que los países periféricos están muy poco industrializados y dependen casi por completo de la producción y exportación de materias primas. Esta situación provoca que la periferia se encuentre en permanente condición de desventaja en relación con los países desarrollados y, al no poseer la tecnología ni los medios para producir la tecnología, tienen la necesidad de recurrir a la importación.” (Schettino, 29)

[3] “número de libros publicados cada año, las ventas de libros, el tiempo de lectura por habitante y las ayudas percibidas por los escritores, así como el número de editores y de librerías, el de figuras de escritores en billetes de bancos y sellos, el de calles que llevan el nombre de un escritor célebre, el espacio reservado a los libros en prensa y el tiempo dedicado a los libros en los programas de televisión. Habría, por supuesto, que añadir a esto el número de traducciones.” (Casanova, 29)

[4] “Un escritor se convierte en “referencia”, cuando su nombre se ha convertido en un valor en el mercado literario, es decir, cuando se cree que lo que hace posee un valor literario, que está consagrado como escritor, entonces se le “concede crédito”” (Casanova, 31)

[5] Sully Prudhomme (1901), Frederic Mistral (1904), Romain Rolland (1915), Anatole France (1921), Henry Bergson (1927), Roger Martin du Gard (1937), André Gide (1947), Francoise Mauriac (1952), Albert Camus (1957), Saint John Pierce (1960), Jean Paul Sartre (1964), Claude Simon (1985), Jean Marie Gustave Le Clezió (2008), Patrick Modiano (2014) y Annie Ernaux (2022)

[6] Sinclair Lewis (1930), Eugene O´Neill (1936), Pearl Buck (1938), T. S. Elliot (1948), William Faulkner (1949), Ernest Hemingway (1954), John Steinbeck (1962), Saul Bellow (1976), Isaac Bashevis Singer (1978), Toni Morrison (1993), Bob Dylan (2016) y Louise Glück (2020)

[7] Theodor Mommsen (1902), Rudolf Christoph Euken (1908), Paul von Hayse (1910), Gerhart Hauptmann (1912), Thomas Mann (1929), Herman Hesse (1946), Nelly Sachs (1966), Heinrich Böll (1972), Günther Grass (1999) y Herta Müller (2009)

[8] Rudyard Kipling (1907), John Galsworthy (1932), Berntrand Russell (1950), Winston Churchill (1953), Elías Canetti (1981), William Golding (1983), Seamus Heaney (1995), Harold Pinter (2005), Doris Lessing (2007)

[9] Gabriela Mistral (Chile, 1945), Miguel Ángel Asturias (Guatemala, 1967), Pablo Neruda (Chile, 1971), Gabriel García Márquez (Colombia, 1982), Octavio Paz (México, 1990) y Mario Vargas Llosa (Perú, 2010)

[10] Wole Soyinka (Nigeria, 1986), Naguib Mahfuz (Egipto, 1988), Nadine Gordimer (Sudáfrica, 1991), J. M. Coetzee (Sudáfrica, 2003) y Abdulrazak Gurnah (Tanzania, 2021)

[11] “A lo largo de la historia, la desigualdad en el crecimiento económico y la distribución de la riqueza provocó el surgimiento de regiones y países que presentan condiciones de vida superiores a otras, es decir, que tienen niveles de desarrollo diferenciados. Por ejemplo, durante la etapa de expansión colonialista en los siglos XV y XVI, existía un conjunto de potencias económicas, concentradas en Europa, cuya riqueza y condiciones de vida resultaban superiores a las existentes en otros continentes. En siglos posteriores, el nivel de crecimiento de Europa y Estados Unidos, altamente industrializados, era muy superior al resto del mundo, cuyas economías eran aún atrasadas y predominantemente agrícolas.

Por ello, el grado de desarrollo de las naciones continúa siendo muy desigual Para distinguir y diferenciar esta premisa, a mediados del siglo XX se empezó a clasificar a las regiones y los países de acuerdo con este criterio, considerando como desarrolladas a las naciones industrializadas, mientras que los países con fuertes rezagos tecnológicos y productivos fueron calificados como subdesarrollados.” (Schettino, 19) En el libro Estructura socioeconómica de México el economista Macario Schettino apunta algunas características de los países subdesarrollados: 1) Desigualdad social, 2) Industria incipiente, 3) Recursos naturales destinados a la exportación, 4) Dependencia tecnológica, comercial y de inversión extranjera, 5) Producción de bienes y servicios de baja calidad, 6) Crecimiento demográfico elevado, 7) Altos niveles de corrupción. Define al subdesarrollo como las “economías que presentan rezago generalizado y cuya productividad se encuentra estancada, por lo que no permite el mejoramiento de la calidad de vida de su población.” (Schettino, 20)   

[12] Tal hegemonía cultural también es patente en el rubro de la tecnología y de las ciencias exactas. Basta cotejar, por ejemplo, una tabla periódica de los elementos químicos dividida por los países donde fueron descubiertos y se notará el dominio de los países desarrollados con respecto a la casi nula presencia de los países en vías de desarrollo.


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