¿Te gustó? ¡Comparte!

Ciudad de México, 14 de mayo de 2024 (Neotraba)

El sonido de los autos, al pasar por nuestro lado, era sordo. Yo evitaba alzar la vista: si miraba los faros de los coches, volvería a presenciarlo: la cabeza decapitada, los cristales resquebrajados en el asfalto, el olor a gasolina y piel quemada. El cuerpo de la niña. Fantasmas en la penumbra.

–Alan, ¿estás bien? –los ojos de mi madre se encontraron con los míos en el retrovisor.

–Sí –di una arcada y tragué el resto del vómito.

–¡Idiota! –Fernando estuvo a punto de perder el control del coche. No me ensucies los asientos.

–¡Fernando!

–¿Qué? –se aseguró de que yo lo escuchara. Ya bastante tengo con soportar los dramas de tu hijo.

Me hundí en el asiento, con la impotencia en la garganta. Cómo lo odiaba. Después de todo, no solo tenía que soportar las burlas de mis compañeros de la carrera de zootecnia, también tenía que soportarlo a él. No estaba seguro de qué le había visto mi madre.

–Es un mimado –las palabras eran veneno en su boca. Después de lo que hizo y tú lo cuidas.

Siguieron discutiendo, yo solo quería llegar pronto y no volverlo a ver. El resto del camino fue casi en silencio, un silencio rígido acompañados de repente por los lloriqueos de mi madre y los suspiros de hartazgo de Fernando. Las ganas de dormir eran una tortura, no había podido hacerlo desde el accidente. Cada instante de las dos horas de viaje fue un calvario prolongado. El aire matutino me dio la bienvenida cuando bajé del coche.

–¡Miriam! –la voz de mi tía era dulce aún, lo único que conservaba de su juventud.

No quise mirarla, no aceptaba la idea de quedarme con ella el resto del año en ese pueblo vacío, alejado de todo, apenas y tenían electricidad, incluso mi madre había mencionado que había animales silvestres en el campo. Pero lo que más me inquietaba era la enorme autopista que se observaba desde la ventana del recibidor.

–Alan –mi madre interrumpió mis pensamientos–, te está saludando tu tía.

–Hola, tía.

–¡Dios santo! –bramó escandalizada–, ¡pareces un psicópata!

En ese momento, supe que mi madre le había contado sobre el accidente; para mi tía, yo era un asesino y nada más.

–Solo tiene sueño, Carmen –la miró furiosa, a la mi tía le importó poco su imprudencia.

Dentro de la casa, nos sirvió café a los tres. Mi madre y ella forzaron una pequeña plática familiar y se pusieron al día antes de hablar sobre mi situación, Fernando solo escuchaba. Aquella casa era la más cercana a la carretera de entre todo el pueblo y eso me ponía nervioso, desde la ventana del recibidor, podía escuchar el bramido mecánico de los motores y ruedas sobre ella. Era como volver a presenciarlo; la cabeza arrancada, el sonido de los coches estrellándose. La niña.

–Alan se portará bien –la voz de mi madre me devolvió al presente– ¿verdad?

–Sí, claro –después de todo, era eso o el ejército, o peor aún: un colegio cristiano– seré un santo.

Esta pequeña frase bastó para enfurecer a Fernando. El ardor de mi mejilla fue minúsculo a comparación de la rabia que sentí contenida.

–Si yo fuera tú, lo haría –su asqueroso aliento me fulminó. Cualquier queja de tu tía y desearás no haber nacido.

Lo que no sabía Fernando era que yo ya lo deseaba. A menudo me preguntaba si aquella niña iba con su padre rumbo a la escuela, como yo solía hacerlo con el mío. Cosas que jamás sabría en verdad.

–¡Basta, Fernando! –mi madre lo jaló del brazo hasta apartarlo de mí.

Me despedí de Fernando a regañadientes, mi madre me dio un abrazo. Cuando besó mi frente, me sentí pequeño otra vez. Deseé quedarme así por siempre, ella era la única que creía en mí: yo estaba seguro de que, en el fondo, ella sabía que no fue mi culpa.

–Prométeme que no causarás problemas –sus manos acariciaron mi cabello enmarañado–, aquí estarás bien, trata de olvidar todo lo que pasó.

Fernando la había convencido de no llevarme a terapia, sin embargo, ella se opuso cuando él intentó llevarme al reformatorio. A cambio de eso, mi madre lo convenció de dejarme una temporada con mi tía, lejos de la ciudad, de todo. «Hasta que las cosas se calmaran». Me amaba, después de todo era mi madre. Subieron al auto y se alejaron.

Contrario a todo lo que pensé que sería vivir ahí, mi tía no mencionó el accidente ni mi decisión de abandonar la universidad, sospecho que mi madre tuvo algo que ver con eso y me alegra si fue así. Además, lo mejor era que el trabajo de mi tía como vigilante de las casetas de cobro era de doce horas, casi nunca estaba en casa, al menos no despierta.

Quedarme ahí, sin nada qué hacer, me mataba poco a poco. Seguía sin poder dormir bien, las pesadillas engullían mis sueños en ansiedad. Era como tener resaca todos los días. Conforme avanzaba el tiempo, cada día me perturbaban más los sonidos de la carretera; cada uno se volvía más pesado e interminable. Como si fuera poco, las imágenes del accidente, que se tranquilizaron los primeros días, habían vuelto con más fuerza: los restos de la niña, aplastados como si fuese un insecto. La cabeza de su padre, a un metro de su cuerpo; el sabor de la sangre en mis labios, el vidrio de mi auto destrozado. «Mi culpa», me repetía constantemente.

Un día la ansiedad era tanta que no pensé en nada más que caminar y así lo hice, atravesé el campo que estaba al costado de la carretera, desde la casa de mi tía hasta el otro pueblo y luego de vuelta. En el camino, encontré señales de vida silvestre, como mencionó mi madre: huellas grandes, redondas y con marcas de unas pezuñas gruesas. «¿Un ciervo?». Aquel pueblo, a pesar de estar cerca de la carretera, pasaba desapercibido y se había modernizado muy poco, como si estuviese atrapado en otro tiempo. Lo único cercano al presente era el continuo desfilar de los automóviles, me provocaban náuseas.

Nunca supe cuál era la distancia que recorría ni hasta dónde llegaba, sin embargo, era lo suficiente para llevarme todo el día y mantenerme ocupado, por lo que decidí hacerlo diario. Cuando mi tía regresaba del trabajo me encontraba ya en su casa, intercambiábamos un par de palabras y se iba a dormir. Comenzaba a sentirme mejor, aquellos paseos, admirar la naturaleza, me habían ayudado a limpiar mi memoria del accidente. Pasó un mes y entonces decidí que estaba listo para caminar más cerca de la autopista.

Como de costumbre, salí de casa cuando mi tía ya había partido. Atravesé el campo hasta llegar al otro pueblo. Ya en mi vuelta decidí subir hasta estar a un costado de la carretera. El día comenzaba a caer, el miedo a ver el accidente de nuevo en mi cabeza me detuvo por un momento. Pensé en intentarlo otro día, pero tomé valor y seguí el recorrido. Aunque me costó, soporté sin mayor problema el sonido de los motores y ruedas. Allá a lo lejos, en cada una de las veces, sentía que algo o alguien me observaba.

Feliz por haberlo logrado, me demoré más que de costumbre y comenzó a oscurecer. Un presentimiento invadió mi pecho. Me puse alerta. Creí ver a lo lejos la figura de un animal que saltaba desde los matorrales a la carretera, la luz de la luna refulgía en su pelaje blanco, tuve un escalofrío. «¿Es el ciervo de las pisadas?» No obstante, no quería arruinar mi noche buscando animales salvajes así que regresé a casa. Desde entonces, caminé al costado de la carretera por los siguientes dos meses hasta ese día.

–Alan, tengo que hablar contigo –mi tía entró a la habitación, al parecer no había ido a trabajar.

–¿Qué pasa?

–Karen, la vecina, me contó que nunca estás en casa.

Me había confiado: en aquel pueblo las casas se encontraban muy separadas una de la otra, por lo que no me había preocupado en ser discreto. Pero, ahora me daba cuenta, había sido un error.

–Sí, he salido un par de veces…

–¿Un par de veces? –me interrumpió. Supe que iba a suceder, me puse ansioso. –Ya me enteré de que nunca estás en casa ¿Estás planeando otro asesinato o qué?

–¡No tienes ni puta idea de lo que hago! –estaba harto de que me juzgaran, de que me vieran diferente.

–Mira, inútil, sólo estás aquí porqué quiero a mi hermana –la mirada de mi tía me azotó–, no sabes la carga que ha significado mantenerte y todo para qué, ¿para qué te escapes por ahí a buscar problemas?

–¿Sabes qué? Me largo. Me incorporé y me vestí, la mochila estaba lista con todo lo que  necesitaba, un hábito que desarrollé después de que Fernando me echara tantas veces de casa.

–No irás a ningún lado –quiso evitar que saliera, pero la aparté con violencia de la puerta y salí de la casa. «Voy a llamar a Fernando de inmediato». Sus gritos se desvanecieron al internarme en el campo.

Caminé hasta el costado de la carretera y puse rumbo al otro pueblo o a donde fuera. Aún no amanecía «¿Cómo carajos se enteró la vecina? ¿En qué momento le dijo a mi tía?». Las lágrimas bañaron mis mejillas. Un sonido etéreo me sacó de mis adentros, era la llamada de algo salvaje, terrible, atemporal. Entonces lo vi. «Es el ciervo de las huellas», me dije sin poder creerlo. Un hueco se abrió en mi alma. Se encontraba a un metro de mí: era esbelto, medía dos metros aproximadamente. Su pelaje era un manto de nieve, de las astas negras surgían ramas retorcidas. Miré su rostro, era algo maldito. Como una parodia de la imagen de un rostro humano; piel rojiza con seis ojos verticales como de serpiente, las pupilas ardían dentro.

–Te he seguido hasta aquí –su voz era seca, femenina, pero detrás de esa, parecía haber más, muchas más, todas hablando superpuestas–, nadie escapa.

El ciervo saltó justo cuando un carro pasaba a nuestro lado, se estrelló contra el parabrisas y el conductor perdió el control. Vi el rostro de la criatura, soltó una carcajada que invadió el aire con sus múltiples tonos. El carro se destrozó. Me paralicé, no lograba procesar todo lo que había pasado, el ciervo, sus miles de voces resonando en mi interior, el automóvil hecho trizas a metros de mí.

Quise alejarme de ahí, pero trastabillé. Frente a mí, el automóvil yacía con las llantas hacía el cielo. Como pude, me arrastré horrorizado hasta el coche «Esto está mal, debería irme», todo llegó a mi mente otra vez; podía oler la gasolina, la piel incinerada. No quería mirar dentro, temí descubrir una cabeza o la pequeña niña destrozada. Inhalé con fuerza, como si fuese a sumergirme. El automóvil estaba vacío, casi perdí el aliento. El ciervo se encontraba a mis espaldas.

–Te veré pronto –volteé enseguida al escuchar su voz. Ahora sonaba como la de una niña pequeña.

Se desvaneció en el viento. Después de observar cómo se perdía en el aire, regresé la vista al accidente, el coche ya no estaba ahí, como si nada hubiera pasado. Me petrifiqué por no sé cuánto tiempo, las venas de mis sienes palpitaban, el suelo se movía a mis pies.

No podía dejar de repasar el accidente, el ciervo, «¿Fue una ilusión? ¿Me estoy volviendo loco?». Sin percatarme, avancé torpemente por la carretera, escuchaba lejanas las bocinas que pasaban de vez en cuando evitándome. Pensé que quizá, si tenía suerte, alguno de esos conductores tendría compasión de mí y me arrollaría. Recordé la cabeza de aquel hombre, la niña aplastada; no: era mi cabeza, era yo al que aplastaban. «Nadie escapa». Las luces de un coche me dieron directo. El auto se detuvo, yo no podía distinguir nada, mis oídos zumbaban.

–¡Por Dios, Alan! –mi madre corrió hacía mí, me abrazó mientras lloraba histérica.

–Hijo de perra –Fernando estaba furioso. Carmen tenía razón, anda en malos pasos, se lo advertí…

–Por Dios, Fernando, cállate –era la primera vez que mi madre le hablaba con odio, lo sé por qué así le hablaba yo–, mi pobre niño.

–¿Qué hace en medio de la autopista? –el tono de Fernando era calmado por primera vez en su vida.

–No lo sé, imbécil, ayúdame a subirlo –me cargaron entre los dos y me depositaron en el asiento trasero.

–Miriam… Fernando estaba perplejo, mi madre no dejaba de llorar.

–Cállate, conduce –lo interrumpió–, vamos a casa.

El automóvil se puso en marcha, yo no dejaba de pensar en el rostro del ciervo. «¿Qué pasará ahora?». Comencé a llorar sin hacer ruido alguno, mi mirada estaba perdida en el techo del auto, todo era silencio. «Te veré pronto». Reconocí la sensación del hueco en mi alma; era terror, un profundo horror me asolaba. Me incorporé de prisa en el asiento de atrás, Fernando y mi madre regresaron a verme sobresaltados. «Nadie escapa». Entendí qué quiso decir el ciervo, lo reconocí cuando apareció frente al coche.

–¡Cuidado! –lo descifré demasiado tarde, el cuerpo del ciervo impactó contra el parabrisas.

Mis oídos timbraban con cada vuelta que el auto daba, rebotando contra la carretera, sentí que jamás terminaría, los órganos de mi cuerpo se revolvían por todo mi interior. Aquella carcajada se alzó sonora y oscura, la misma que había emitido el ciervo antes.

Cuando todo se detuvo, percibí un olor conocido: gasolina y piel. Al arrastrarme fuera del coche, dejé un rastro de sangre junto con una de mis piernas. Miré la cabeza de Fernando a unos metros del auto, mi madre yacía compactada entre el parabrisas y su asiento, como un insecto. Dirigí la mirada al cielo, mis ojos se encontraron con los seis del ciervo, flotaba, un fantasma en la penumbra.

–Te llevas una vida, pagas con otra.

Aquella voz que emitía el ciervo, pude distinguirlo, era la de mamá.


Antonio Rojas Silverio. Ciudad de México, 2000. Estudiante de la licenciatura en diseño y comunicación visual, FES Cuautitlán. Miembro del Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes.


¿Te gustó? ¡Comparte!