Demasiado humanos para ser verdad: Defectos Escogidos, de Miguel Aguilar Carrillo
Igual que tú, también padezco el mal de la añoranza, la soledad a veces nubla mi entendimiento, pareciera que nos dice Miguel Aguilar Carrillo en su poemario.
Igual que tú, también padezco el mal de la añoranza, la soledad a veces nubla mi entendimiento, pareciera que nos dice Miguel Aguilar Carrillo en su poemario.
Por Edgard Cardoza Bravo
Ciudad de México, 23 de mayo de 2021 [16:18 GMT-6] (Neotraba)
Alterar la realidad, desviarla hacia senderos de escaso o nulo uso práctico es quizá la más inmediata y evidente apuesta del arte. ¿De qué sirve pensar en los bienes del mundo cómo algo abstracto? ¿Cuál sería el propósito de reconocer las obviedades de lo habitual y transmutarlas en materia de poesía? Precisamente, la gran provocación de Defectos Escogidos (Fondo Editorial de la Secretaría de Cultura de Querétaro, 2019) es abordar desde el acotado y enfático territorio del verso los humores profanos de la cotidianeidad: lo humano demasiado humano (diría Nietzsche), lo rutinario.
Defecto, es lo que escondemos como si fuera moneda del infierno: el efecto anómalo, fuego de artificio entre los conceptos y las cosas. Qué aburrida sería la vida sin las manifestaciones de esta pirotecnia del comportamiento. Lo imperfecto, es cierto, nos convierte en sustancia de gusanos a la espera, pero nos vislumbra también entes humanos en permanente y necesario diálogo con otros. El signo distintivo del defecto es la contradicción. Las máculas a las que alude el editor y poeta queretano Miguel Aguilar Carrillo en este libro son esas pequeñas taras, fijaciones muy particulares del intelecto, ocultas a la sombra de la personalidad.
En Defectos Escogidos, tales desazones no pretenden introducir al lector en embrollos filosóficos y éticos (como Kundera en La insoportable levedad…, por ejemplo), sino invitarlo a sumarse a una inabarcable tribu rutinaria de seres sonrientes y felices. Mira, nos dice el poeta, igual que tú, también padezco el mal de la añoranza, la soledad a veces nubla mi entendimiento, mis dolores también han sido insoportables. Te invito a conversar en ánimo de amigos de nuestros males mundanos desde la casa de mi alma, la poesía.
La vía expresiva de este poemario es el tono conversacional. El sustento temático, las poéticas de muchos autores admirados. El mismo López Velarde aparece de pronto en medio de una borrachera de civismo (desde las piezas desvencijadas de un tren de juguete) tratando de fundar una nueva patria de lenguaje llano y directo, más autocrítica de su realidad, muy diferente a aquella exquisita partitura del íntimo decoro, impecable y diamantina, de la “Suave Patria”. El ente poético, deberá ser asumido a veces con los sentidos al borde del delirio:
¿Soledad y dolor?
y un tren pasa con demasiados pasajeros.
Además de intentar ser una propuesta que descienda a la altura del lector cotidiano para conversar con él de igual a igual, Defectos Escogidos es un ameno diálogo del poeta con sus autores de cabecera. Aparecen aquí, Omar Khayyam, Santa Teresa, Quevedo, Whitman, Rimbaud, Mallarmé, Cavafis, Jorge Manrique, José Asunción Silva, Vallejo, Villaurrutia, Borges, Neruda, y muchos otros poetas más. Curiosamente, dos grandes maestros del poema conversacional relativamente cercanos a nosotros, Ezra Pound y el posterior Ernesto Cardenal, no participan de este conversatorio múltiple.
El diálogo se da en un ambiente de camaradería: Igual que tú, yo es otro, espeta la voz guía a Rimbaud, pero
Mi fuego es sobre carne firme
(los pequeños pecados cotidianos).
Se viene el tiempo se añeja y no hay respuesta.
En los abrevaderos de este libro, el río heracliteano es un río ya sin agua en donde los filósofos muestran avergonzados su desnudez, y entre risas y rascones de panza y cojones continúan
jodiéndonos el árbol de la vida.
Desde el inicio del coloquio hay una subterránea línea de humor negro que enlaza los diversos discursos y vuelve un solo ejercicio lúdico el “yo” Rimbaudeano, los ríos ya secos de Heráclito y Manrique (nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar, / que es el morir…), la banda telegrafiada de sombras de José Asunción Silva amenizando el mito de Sísifo con “una piedra en el camino” de José Alfredo Jiménez, incluso el cubilete mallarmeano retando a Dios desde un casino de Las Vegas, entre otros dislates.
Bien podría decirse que Defectos Escogidos es también un gran cuento versificado que trata de los encuentros y exabruptos del autor con sus influencias de escritura. Además del tono y atmósfera propios del relato, los textos cumplen con los más elementales requerimientos constructivos del género (introducción, manejo de personajes, estadio de tensión, y resolución, sorpresiva en este caso). Aún en textos como “Confusión” (el más extenso del conjunto), debate a tres caídas entre la cosa y el concepto, hay una historia ocurriendo diáfana y precisa cuya intención oficiosa es aligerar la pesadez del discurso filosófico en la báscula de las sensaciones corporales. Finalmente la confusión es aclarada: la cosa es poseída por un más que viril argumento del concepto: la anulación mental del otro por medio de la penetración física.
En este recorrido juguetón a través de las frases y criterios matones de esos pensadores admirados, es cierto, la chispa genial ya no convence tanto, pero el poeta ha dispuesto seguir siendo alumbrado por la sabiduría probada de aquella luz mortecina y difusa, sólo por la sensación misma del disfrute irracional. El libro es una suerte de actualización personal de los viejos temas y poéticas que han acompañado al autor en el desarrollo de su hacer creativo. Los ríos vitales y creativos de Heráclito y Manrique siguen siendo el torrente que una vez cruzado no admite correcciones temporales y desembocará irremediablemente en la mar, que es el morir, pero ahora despojados de la irrebatibilidad de antaño: hoy son vulgares veneros de balas de metralla y plétora de nuevas infecciones propias de un mundo agonizando en el raudal de la gran tecnología. Es por eso que el Quevedo de estas páginas, es un anciano remolón y amargado; el caudal Whitmaniano de Hojas de hierba ahora se muestra infectado de huachicol y pets de Coca Cola. El mismísimo Virgilio ya no diría:
De alegrías y juegos y aplausos resonaban las vías;
en todos los templos coro de madres; aras en todos;
entre las aras, cubrían la tierra inmolados novillos.
Sino:
No soy chofer del metro;
ni miembro de la curia;
ni víctima de trenes hundidos en la inquina.
Soy nada más la dulce cachiporra
que devuelve al redil a las ovejas.
Quedémonos bajo la antropofagia pueblerina de algún bolero de Álvaro Carrillo, en esta escena del libro de Miguel Aguilar: Walt Whitman carga en su afelpado regazo un peluche del ratón Miguelito de Walt Disney y contempla (relamiéndose los labios) a un musculoso negro de remo apetitoso. Y al fondo el mar. Porque
abuelos somos,
en el camino andamos
y los nietos
bien pueden darnos a conocer otras verdades.