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Por Carlos Sánchez

Hermosillo, Sonora, 19 de agosto de 2022 [00:01 GMT-7] (Crónica Sonora)

Cananea es noble. Tiene la sutileza de un bocado si a la puerta tocas. Lo dice don José, hombre de manos sobre el volante quien hace algunos años abandonó el trabajo en la mina, y se trepó a su taxi, porque la fuerza en la cintura no le respondió más.

Cananea es la fiesta en la suela de las botas del hombre del mostachón cuyo sombrero en el pavimento es la suerte que se juega entre los dientes al levantarlo.

Dicen los que saben que la locura no es más que síntoma de pasión, y que para esos seres que bailan sin pareja, que siguen con sus pies la exactitud del sonido del bajo y la batería, el ridículo no existe.

Bailar es la consigna, como si moverse al son del grupo que anima la feria del cobre, fuera la antítesis de la violencia, el desmentido de la incertidumbre de esos días en que los cananenses corrían la cortina de sus casas para ver pasar la vida.

Cananea es la prisión para el cuerpo de Lizbeth Contreras, dama aguapretense que en su mirada sostiene el rescoldo de esos años de vagar con el placer del químico en las venas.

Casi dos años detrás de las rejas y el aprendizaje ha sido la solidaridad de los guardias, las custodias, el comandante, el director. Y una mariposa tatuada en su hombro derecho es la ironía de su vuelo frustrado.

Si el tronar de las armas cobró vigencia hace un par de meses, en Cananea el tronar de las palabras es permanente. Y si el narco va ganando terreno por las calles de la ciudad, la literatura desde hace mucho más tiempo se instaló en la ciudad del cobre.

Josefa Isabel Rojas lo confirma. Es la celebración de una nueva raíz la asistencia a la biblioteca de la Minera de Cananea. Es la publicación número tres de esta autora, bibliotecaria y maestra, la que convocó a la tertulia poco después de ponerse el sol.

Hubo ambigú para la sobremesa: comentarios y el deseo de la firma impresa en la página inicial de Casi un cuento, libro de Josefa.

Y después, sobre la calle Juárez, a un costado del H. Ayuntamiento, los pasos alegres en el hombre del mostachón.

¿Qué es la risa y la alegría cuando la música revienta en el cuerpo? Sólo la reiteración de la vida cayendo como gotas de lluvia. La música. Bailar. El mostachón convertido en un culo de mal asiento y encima de éste los ojos buscando la complicidad de los presentes.

Actitud es lo que define el estado de ánimo. Lo demuestra el hombre del mostachón al eternizar la risa en su rostro. Y la algarabía de sus manos, sus piernas, encontrando la respuesta de los que no nos animamos a dejarnos seducir por la libertad.

La violencia, esa noche de viernes, al ritmo de trompetas, tambores, y el piano perfecto, nomás no. Esa noche no. Cananea es la fiesta y la pasión en ese hombre que juraríamos, jamás dejará de bailar. Porque la violencia estuvo de paso. La alegría una necesidad que tal vez permanezca para siempre.

Son más que palabras las que laceran. Es la historia de Lizbeth, a quien su hijo mayor ya le advirtió que se ponga las pilas o a ver qué hace. Porque ella lleva más de toda la vida prendida de la heroína, por las venas, esas que ya no existen en su piel.

Porque hubo un día en que el químico no encontró lugar para el placer, porque con la insistencia se agotaron las entradas. Por eso Lizbeth ya no tiene venas, y enseña los brazos, el cuello, los pies, para que vean que lo que dice es cierto.

Le tronó hace ya más del año, le cayeron con posesión, le quieren adjudicar también la venta. «Pero me estoy aferrando para que me la tumben», dice con la imposibilidad de transformar la mirada que es una fotografía. Estático es el dolor e inherente la historia trágica que cuenta con la mirada.

Aunque Lizbeth no es pariente del camarada que la visita, los guardias de turno son flexibles, y atienden la solicitud para que la presa tenga compañía. Porque casi no le cae nadie a verla. Y ya en el entrenós Lizbeth no puede ocultar que los guardias, las custodias, el comandante, el director, la han tratado poca madre desde que ella llegó.

En ese último saludo a manera de despedida, la interna solicita que le digan a la prima que haga el paro, con un abogado que la defienda, porque la licenciada de oficio poco puede hacer por ella. Y si no es mucho pedir, unos zapatos de verano, para tener que ponerse si algún día a alguien se le ocurre visitarla.

La vuelta a la espalda, donde va la mochila. Dejar atrás el filo de esa historia que como navaja rasga la piel. Encontrar la sutileza de don José que abre la puerta de su taxi y cuenta que Cananea es noble, dócil, que por favor si a este viajante se le ocurre regresar, que no tenga desconfianza, que puede preguntarle a la gente lo que quiera, que si tiene hambre y no trae para comprar comida, que se acerque a cualquier hogar, que toque la puerta, que pida, que en esta ciudad encontrará la generosidad.

Don José dice que ya sus hijos están grandes, que uno de ellos incluso trabaja, que otro ya le dio un nieto, y enseña la caja diminuta donde el niño le dio a él un regalo por el día del padre. Que los hijos son para siempre y que nunca podrá decir que él ya la libró en eso de la paternidad.

Cananea es así: noble en la voz de don José, apasionada como el cuerpo del hombre del mostachón, solidaria como los guardias del reclusorio, esperanzadora como los zapatos de verano que anhela Lizbeth.


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