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Por Sergio Mastretta

Puebla, México, 30 de abril de 2021 [00:01 GMT-5] (Mundo Nuestro)

Los científicos lo denunciaron hace tiempo. Ahora han ido a la montaña para colgar el epitafio a la muerte de los glaciares:

“Para las generaciones futuras: aquí existió el glaciar Ayoloco y retrocedió hasta desaparecer en 2018. En las próximas décadas, los glaciares mexicanos desaparecerán irremediablemente. Esta placa es para dejar constancia que sabíamos lo que estaba sucediendo y lo que era necesario hacer, solo ustedes sabrán si lo hicimos.”

Una placa y un desesperanzador mensaje: así fue el funeral para el glaciar  mexicano Ayoloco - Infobae
Foto cortesía Mundo Nuestro

Esa es la tarea para nosotros: construir con los glaciares una memoria larga para nuestras montañas

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La memoria blanca es corta. Nos llega con las tormentas de invierno, cuando los vemos desaparecer por unos días envueltos en esas nubes densas que traen los vientos del norte para permitirnos imaginar su retorno en el esplendoroso azul de enero, cuando la lluvia se ha ido y ellos amanecen para nosotros.

Nuestros volcanes, los que convierten esta casa nuestra en un lugar extraordinario en el mundo. Intensos, plenos, cristalinos. La fuente de agua para treinta millones de personas vuelve así para nosotros, para nuestra memoria endeble, que ahora se agarra de los celulares pero también del ojo cristalino de los fotógrafos profesionales.

El Popo, el Izta, la Malinche y el Citlaltépetl, con su ahijado Sierra Negra, todos a la vista desde la ciudad de Puebla en la mirada del fotógrafo poblano Daniel Rivero Romo, un ingeniero que le sigue la huella a su amigo Raúl Gil:

Foto de Daniel Rivero R.

Pero los hielos ya no son eternos. Y la memoria es corta. Tiene el alcance de la vista nuestra, miope en su cerco tendido por el asfalto, arrellanada en el barullo urbano. Pareciera que los volcanes aparecen una vez al año. Como si no existiéramos por ellos, como si no estuviera el campo que los envuelve, como si no fueran sus bosques productores de agua –lo que queda de ellos– por sí mismos la explicación de la vida en este valle en el oriente de la faja volcánica. Para esa memoria corta no hay cambio climático, ni glaciares perdidos, ni conejo zacatuche extinto, ni gusano barrenador, ni tala clandestina con sus mafias apoderadas de los bosques, ni pueblos que trepan y trepan con sus cultivos, ni empresas depredadoras que se dan golpes de pecho ecologistas. Para ese mundo indiferente no importa que no veamos para nuestros montes una estrategia colectiva que los respete y contemple como el mayor de nuestro patrimonio biológico y cultural de México.

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El domingo pasado, a media mañana, y justo a la altura de los 2,900 metros el Jeep de mi viejo amigo Juan deja atrás los campos de cultivo y se mete en el bosque por la brecha que desde San Rafael Ixtapaluca trepa hacia la montaña. Su ojo es diestro, perfila los ayacahuites y los ocotes, y sabe que más arriba encontrará los encinos, los ailes, los huejotes, y poco a poco los monteszumaes, los oyameles y los hartwegiis, los pinos que por mayoría sombrean estas laderas hasta más allá de los 3,700 metros. Pero pronto encuentra lo que los ojos urbanos no miran: la tala que aprovecha desde siempre las secas para filtrarse por las viejas brechas abiertas por la papelera que explotó por décadas estos montes el siglo pasado.

Ni siquiera es un claro. A la vista están los tocones que dejaron las sierras. Los cuatro camiones ya están cargados y esperan la llegada de la noche para bajar al llano. Madera en rollo, con diámetro de 1.5 metros, que una cuadrilla de taladores ha terminado de acomodar en las estrechas plataformas de unos vehículos exactamente iguales a los que de cuando en cuando se retrata quemados en alguna de las comunidades que colindan con el bosque. Los he visto en San Juan Atzompa, en San Felipe Teotlacingo, en la Preciosita Sangre de Cristo, en el propio San Rafael a lo largo de los últimos veinte años.

Foto cortesía Mundo Nuestro

Mi amigo no tiene tiempo de tomar fotografías. Su jeep ha sido inmediatamente rodeado por hombres machete en mano. Alcanza a ver un rifle, pero el apremio es inmediato: qué chingáos quiere, qué hace en nuestros terrenos, órale, siga su camino, aquí no se le ha perdido nada, ándele cabrón, jálele pa’rriba, siga la brecha, como lo oye, no se regresa por dónde vino, a ver cómo sale, no nos importa que usté venga de Puebla, lárguese, que no lo volvamos a ver aquí. Sí, el jeep sigue la brecha hasta encontrar el corte en la frontera con el estado de México, pero es un 4 X 4 y logra saltar el zanjón para iniciar el descenso. Saca entonces el celular, y toma un registro de un monte que pide auxilio.


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