Allá vienen los desaparecidos: a 6 años de Ayotzinapa
Otro 26 de septiembre sin saber el paradero de los estudiantes de Ayotzinapa. Otro año en el que nos siguen faltando 43.
Otro 26 de septiembre sin saber el paradero de los estudiantes de Ayotzinapa. Otro año en el que nos siguen faltando 43.
Por Luis J. L. Chigo
Puebla, México, 26 de septiembre de 2020 [01:15 GMT-5] (Neotraba)
Se llaman secretos de policías
Fue el día 26 del mes de septiembre, del año 2014. 43 estudiantes eran secuestrados aparentemente por la policía municipal de Iguala, Guerrero. Se trataba de un convoy de alumnos de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, con sede en Ayotzinapa, quienes durante la noche de ese mismo día tomaron por la fuerza autobuses para dirigirse a la Ciudad de México y unirse a otras protestas en la capital. Estrella de Oro 1531 y 1568, Costa Line 2012 y 2510 y Estrella Roja 3278.
Interceptados los primeros cuatro camiones sobre Periférico Norte, en un forcejeo con los policías se abre fuego contra los estudiantes. Fallecen en el acto, según la información oficial, al menos 3 alumnos. Otros tantos logran escapar pero aquellos sin posibilidades de bajar de los autobuses, la mayoría del Estrella de Oro 1568, son arrestados.
Entregados a la policía de Cocula, municipio vecino de Iguala, el resto es una historia de la que podemos armar muchas teorías pero de la cual sólo hay una verdad: 43 estudiantes desaparecen esa misma noche, quizá entregados al grupo armado Guerreros Unidos, o a manos de la policía municipal y no se descarta la participación del 27° Batallón de Infantería con sede en Iguala.
Reconstrucciones en maquetas virtuales, testimonios de padres de los normalistas desaparecidos –algunos de ellos no hablan español y necesitan intérprete–; investigaciones hechas por periodistas de renombre; un documental producido por Guillermo del Toro; las caras de los normalistas recorriendo el país entero y un video de baja resolución grabado con un celular, donde se observa a un policía con la bota sobre el cuerpo de un estudiante y el arma larga dirigida hacia el bulto.
No hay más. O quizá sí: el cinismo de Jesús Murillo Karam, su “Ya me cansé” en cadena nacional cuando no se había cumplido ni medio año de investigaciones. Y, por supuesto, con la mirada harta, déspota e insensible, el 27 de enero de 2015 daría carpetazo al asunto inaugurando la así llamada “Verdad histórica”: los estudiantes fueron asesinados y posteriormente calcinados en un barranca que hacía de basurero en Cocula, vertidos sus restos en el Río San Juan. Y la mirada inamovible detrás de los lentes, lo único transparente en su figura.
Se llaman ganas de bailar en las fiestas
Muy cerca de donde ocurrían los hechos, el entonces presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca y su esposa, representante del sistema DIF municipal, María de los Ángeles Pineda, celebraban una verbena con motivo del informe de actividades de la servidora pública. En un video ampliamente difundido se les ve en el baile, con la sonrisa en el rostro. Quizá con algo del típico mezcal popular de Guerrero para animar la fiesta.
Tampoco está del todo claro: se les acusó en su momento de ser los autores intelectuales y un buen día, el 5 de noviembre de ese mismo año, fueron capturados en una casa prácticamente abandonada en Iztapalapa, Ciudad de México. A la ex servidora pública se le da permiso de recoger objetos de uso personal, se maquilla, arregla y se opone con elegancia al arresto, pero sale escoltada por autoridades judiciales. Lo mismo de la cabeza baja de José Luis Abarca, a quien se le observaba sudoroso casi 40 días antes mientras solicitaba permiso temporal para dejar la alcaldía de Iguala.
Ella emparentada a las cabezas de Guerreros Unidos, él relacionado con el asesinato de rivales políticos. Su pasado era bien conocido aunque no a nivel nacional. Fuera de quiénes eran y si están estrechamente relacionados a la desaparición forzada de los estudiantes –cosa ya de por sí grave–, sus figuras son el emblema total de una política cuyo sello no sólo es la corrupción y el despotismo: se trata de personajes nublados por la ambición del poder, dispuestos a cualquier cosa para obtenerlo, como sucede en todas las coordenadas de la república mexicana.
En la noche de Iguala bailaron y festejaron lo innecesario y probablemente las bocinas a todo volumen les ocultaron las detonaciones de armas largas en la lejanía.
Se llaman tibieza. (Se llaman vergüenza)
Las caras de indignación no se hicieron esperar cuando las primeras protestas comenzaron a darse. Paros en universidades a nivel nacional, marchas hacia los palacios de gobierno donde funcionaros se asomaban indiferentes por los balcones. La noche del 8 de noviembre se daría la polémica: al finalizar la protesta se prendió fuego a la puerta de Palacio Nacional.
Con apenas dos años en el mando, el entonces Gobierno Federal encabezado por Enrique Peña Nieto ya enfrentaba una crisis de seguridad maquillada con un 28% menos de homicidios relacionados con el crimen organizado respecto a 2013. Pero para entonces ya se acumulaban 20,000 muertos por la guerra contra el narcotráfico iniciada en el sexenio de Felipe Calderón.
La noche del 8 de noviembre, cuando la puerta de Palacio Nacional ardía a causa de las bombas molotov, Enrique Peña Nieto se alistaba para una gira de trabajo por Australia y China. El Palacio donde ya dos veces había dado los gritos que conmemoran la Independencia de México tenía la cantera rayada y la puerta con una larga mancha negra en su base.
Las puertas fueron desde entonces metáforas forzadas a ser abiertas: el 12 de enero y el 15 de julio de 2015, madres y padres intentan entrar por la fuerza a las instalaciones del mencionado 27° Batallón de Infantería con sede en Iguala. Replegados con gases lacrimógenos por la Policía Militar, se mantienen al margen de las instalaciones pero en ambos casos es dañada la fachada del cuartel. El pueblo uniformado, como lo llamaría posteriormente el actual mandatario, Andrés Manuel López Obrador, se veía ya involucrado de forma directa en dos masacres el mismo año: la de Ayotzinapa –donde observaron pero no intervinieron– y la de Tlataya en julio de 2014, donde fueron ejecutados 22 civiles, entre ellos menores de edad, al interior de una bodega.
El panorama con el actual gobierno federal no se ve mejor. Durante su toma de protesta en el Palacio de San Lázaro, sede del poder legislativo de la Nación, miembros del Partido Acción Nacional interrumpen el discurso del presidente Andrés Manuel López Obrador contando desde el 1 hasta el 43. El mandatario responde: “hoy se constituye una comisión de la verdad para castigar los abusos de autoridad, para atender el caso de los jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa”. Derecha e izquierda mueven las consignas elegidas para clamar justicia en las manifestaciones como piezas de ajedrez para sus encontronazos en las gradas de San Lázaro.
Se les olvidó que en 2014 el conteo del 1 al 43 era también acompañado de la frase “Aplaudan, aplaudan, no dejen de aplaudir, el pinche gobierno se tiene que morir.”
Dicha comisión está actualmente a cargo de Alejandro Encinas Rodríguez, Subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación. Y, aunque pareciera claro que la investigación a seis años del suceso debería tener líneas claras, poco se ha logrado. Una insípida orden de aprehensión contra el prófugo Tomás Zerón de Lucio, uno que otro sicario ubicado, la pareja al mando del municipio de Iguala en la cárcel y visitas de los familiares a Palacio Nacional, así como las fotos de aquéllos junto al ejecutivo federal con los murales de Diego Rivera de fondo. Por supuesto, la interpretación de Eugenia León en los festejos del 16 de septiembre de 2019: “Paloma vuela por todo el mapa, se hará justicia en Ayotzinapa.”
Entre las tareas, fuera del discurso oficial, también fueron identificados los cadáveres de algunos de los desaparecidos, se desestimó la “Verdad histórica” de Murillo Karam y se giraron más órdenes de aprehensión.
Sin embargo, el mandatario nacional llama a proteger los monumentos. Desde el año pasado, durante las protestas feministas que involucraron pintas a Palacio Nacional y actualmente, en la toma de la CNDH en Ciudad de México, exhortó al derecho de llevar a cabo las protestas de “forma pacífica” porque ya “estaban trabajando para resolverlo”. Lo secundaron la secretaria de gobernación Olga Sánchez Cordero y la presidenta del Consejo Honorario de Memoria Histórica y Cultural de México, Beatriz Gutiérrez Müller.
Y los números de homicidios relacionados con el crimen organizado o feminicidios no han descendido en la actual administración. Las puertas y las paredes se hacen cada vez más famosas.
Causa extrañeza no encontrar en los discursos políticos referencias a las puertas de San Ildefonso, edificio que albergó a la Escuela Nacional Preparatoria, tiradas a bazucazos en 1968 cuando sus estudiantes las contenían por dentro para evitar la entrada del ejército. No son responsables de esa etapa histórica, pero podemos suponer que en algunos casos los gobiernos tienen a bien tirar las puertas y no ser condenados ni moral ni legalmente.
A quienes incendiaron las puertas de Palacio Nacional en al menos tres diarios se les llamó “vándalos”. A los militares que dispararon las bazucas en San Idelfonso se les llama “Pueblo uniformado”. La tibieza es, después de todo, la única puerta abierta.
Al recibir el Premio Excelencia en las letras “José Emilio Pacheco” en la FILEY de 2015, Fernando del Paso, en un discurso con formato de carta para Pacheco, declara: “Quiero decirte que a los casi ochenta años de edad me da pena aprender los nombres de los pueblos mexicanos que nunca aprendí en la escuela y que hoy me sé solo cuando en ellos ocurre una tremenda injusticia; sólo cuando en ellos corre la sangre: Chenalhó, Ayotzinapa, Tlatlaya, Petaquillas… ¡Qué pena, sí, qué vergüenza que sólo aprendamos su nombre cuando pasan a nuestra historia como pueblos bañados por la tragedia!”
Y podemos sumar San Cristóbal de las Casas, Aguas Blancas, Texcoco, Nochixtlán y un ciento más de pueblos a lo largo del territorio nacional azotados por la violencia de estado. Sus nombres nos llegan como rumores desde sus tragedias y también, en el manejo mediático de la información, los analizamos desde la barbarie y la ignorancia.
Ayotzinapa es un nombre de origen náhuatl cuyo significado es “lugar de las tortugas”. Una triste coincidencia con la situación de la justicia en la montaña de Guerrero. Las reformas estructurales del gobierno de Enrique Peña Nieto planeaban desaparecer las Normales Rurales, donde la mayoría de la matrícula son jóvenes con orígenes en familias de campesinos.
No era la primera vez que aparecían en el panorama: en 2011 los estudiantes bloquearon la Autopista del Sol cuando se trasladaban a Chilpancingo para exigir el cumplimiento de un pliego petitorio. En el bloqueo –y según un video presentado como prueba–, policías vestidos de civiles dispararon contra los estudiantes matando a dos de ellos. Además, el incendio de una gasolinera aledaña provocó la muerte a un civil encargado del establecimiento. De ninguna de las dos represiones se han esclarecido los hechos así como tampoco hay responsables fijos.
En marzo de 2015, Francisco Toledo expone en el Museo Memoria y Tolerancia, de la Ciudad de México, 43 papalotes, cada uno con un rostro de los desaparecidos en la noche de Iguala. En la tradición del Istmo de Tehuantepec, el papalote comunica a los muertos con sus familiares vivos. Y, a pesar de resultar predecible, los padres de los desaparecidos se resistieron a creerlo: “Están vivos, hasta que no se demuestre lo contrario. Y no podemos fiarnos del Estado porque aquí es una misma cosa que el narco”, declararía uno de ellos.
Se trata también de un retorno sin posibilidades, hasta ahora, de detener. Similar a la noche de Tlatelolco en muchos sentidos, el poema de Rosario Castellanos parece tener vigencia en Ayotzinapa: “La oscuridad engendra la violencia / y la violencia pide oscuridad / para cuajar el crimen. / Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche / Para que nadie viera la mano que empuñaba / El arma, sino sólo su efecto de relámpago.” Un país condenado a asesinar a sus estudiantes.
Para la Doctora en Historia Eugenia Allier Montaño, especialista en violencia de estado, las cosas podrían variar. En una charla virtual impartida el 14 de julio del año en curso auspiciada por 3 Museos, complejo museístico de Nuevo León, recalcó tres diferencias de Ayotzinapa con Tlatelolco:
1. No hay prueba suficiente para aseverar que se llevó a cabo desde el Ejecutivo Federal.
2. No queda claro si militares y policías actuaron a favor del Estado o redes de organización criminal.
3. La desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa no fue política.
Es decir, las razones de Ayotzinapa terminaron por sobrepasar al Estado desde el momento en que se involucra el crimen organizado en las investigaciones. Además, agregó, es importante no focalizar todos los eventos violentos en uno solo como Ayotzinapa, pues se estarían dejando de lado 40,000 muertes y 150,000 desaparecidos desde 2006 y hasta la fecha.
Sin embargo, la comunidad de la montaña hizo eco a nivel internacional y la exigencia de justicia se hizo desde varias partes del mundo. Se trata así de una memoria histórica consolidada para el mexicano contemporáneo donde confluyen los pensamientos y manifestaciones que cuestionan el porqué de la violencia en nuestro país.
Y aunque las paredes pintadas y las puertas quemadas nos causen indignación, esa memoria y sus estadísticas nos perseguirán como sujetos de la historia. Muertos y desaparecidos son los distintivos de nuestra época, y por eso cada uno de ellos es también uno de nosotros. A pesar del olvido del dolor de la carne, el que fingimos no tener, la memoria de Ayotzinapa nos orilla al reconocimiento y la toma de acciones en un cementerio que la poeta María Rivera llamaría “México”.
A 6 años de Ayotzinapa, nos siguen faltando 43.