¿Te gustó? ¡Comparte!

Puebla, México, 3 de junio de 2024

¿Usted se ha preguntado cuántos mexicanos sobran? https://www.youtube.com/watch?v=mDvHB7z67F8&pp=ygUZbm9zdHJhZGFtdXMgbXVjaG8gbW9sb3Rvdg%3D%3D

Invitaron a mi hermana a comer al Quintonil, restaurante del que no sabía de su existencia y, sin embargo, en vísperas de las elecciones, removió algo dentro de mí. Muy parecido al rechazo.

Para redactar esta columna investigo: el menú sencillo en 4,500 pesos mexicanos, menú con maridaje 6,825 pesos mexicanos. En un país cuyo salario mínimo ronda los 250 y 300 pesos mexicanos. Estimando que un trabajador promedio gastaría el equivalente a dos semanas de trabajo por el menú sencillo, y cerca de veintidós días de trabajo para el menú con maridaje, vuelvo a casa y me pregunto: ¿En qué país estamos, Agripina?

En casa, mi abuelo y yo comemos bisteces. No quisimos preparar algo más. No hizo falta preparar algo más. De nuevo me platica de su infancia, de nuevo lo escucho como si no me lo hubiera contado nunca. Mi padre cambia de tema casi de la nada; apenas vi que Xóchitl fue a la villa, dice. Mi abuelo se acomoda en la silla, da una respiración larga, y el hombre que durante meses había asegurado que iba a anular su voto porque ninguno de los candidatos parecía convencerle, contesta con un sorbo a su coca-cola y un: pues habrá que votar por Xóchitl.

No pretendo saber qué cosas habrá visto a lo largo de toda su vida, ni qué México vivió mi abuelo, pero sí sé que tanto él como mi padre y yo, sabemos el valor de las cosas por el valor del trabajo que se le imprime a una tarea. Los tres hemos visto las mismas calles, hemos padecido las mismas enfermedades naturales del ser humano, quizá hemos compartido los mismos sentimientos en situaciones parecidas, hemos comido las mismas cosas con la misma necesidad humana por saciar el hambre y, sin embargo, parece que nuestros Méxicos son tan ajenos el uno del otro, como nuestros bisteces de lo que come mi hermana en CDMX –menú que inspeccionaremos en un momento.

A lo largo del día sigo pensando en nosotros tres. Una inquietud extraña. Como si presintiera convertirme en ellos, y en mi escape intentará ser mucho más que una fotografía juvenil de su sello. Pienso; qué me separa de ellos o, a ellos de mí. No hay mucho, deduzco. Pero no puedo evitar pensar en la respuesta que dio mi abuelo; no lo dijo con el convencimiento total de votar por Xóchitl, pero tampoco lo dijo de una forma vacía. Dudo entre si lo dijo con resignación o con tedio. Y si él representará a muchos mexicanos que, cansados, echan a la suerte su marca en la boleta: a ver qué pasa, a ver si este es el bueno. ¿Qué tanto ha fallado la política en México como para que esto sea común? Para que entre la nada y lo mismo, se elija el abismo. Qué país queda de todo lo que resta. Qué es lo que se elige en una casilla. Qué silencio es el que guía nuestro cachito de democracia. ¿Nos salva Dios de brechas así? ¿Dios tiene qué ver en este tipo de decisiones? Que vote Dios entonces. Y se equivoque para que todos podamos echarle la culpa, o que tenga razón y sea el triunfo de todos. Pero al pensar así, en mí queda pensar si acaso algo como lo bueno y lo malo tiene cabida en algo así. Creo que, si Dios existe, no vota por miedo. Y lo entiendo. Lo perdono si hace falta.

Votar da miedo, es el acto de fe ciudadana más explosivo que existe. Nunca tenemos certeza de las cosas que pasarán debajo del agua, nunca sabremos el futuro de una elección por más encuestas que se hagan, por más mediciones de tendencias sociales existan, por más influencia política exista en un país, al final –y quizá de mala manera– la postmodernidad ha transformado las votaciones en un fenómeno de manifestación de fe civil, y no en un proceso de construcción ciudadana.

Ocurre algo parecido al menú que degusta mi hermana en el Quintonil. El restaurante pretende dar exposición a ingredientes nacionales en sus menús pero, como casi todo en este país, poco refleja la materia de sus dolorosas pausas y soledades. Atole, pipián, tamales, escamoles, nopal, son seguidos de exoticidades como carne de pato, mejillones, cremas tailandesas. La comida, lejos de ser el punto de encuentro entre el ser humano, se vuelve otra forma de violencia pasiva. Comida que forma parte de la cotidianidad de muchas personas en el país es exotizada, empaquetada y expuesta al paladar extranjero como un souvenir culinario. Como una novedad. Como algo que no cuesta. Pero lo hace. Todo consumo cultural expresa su costo en el desplazamiento entre la realidad y lo que se exporta como lo nacional; el silencio más sensible de la comida está en lo que no se dice de ella. Y mientras se le da reconocimiento internacional, mientras miles de turistas van de visita al restaurante, mientras gente del país tiene su primera experiencia culinaria en sitios así, debajo queda lo realmente valioso del alimento; la humanidad impregnada en todo el proceso que lo rodea.

Quintonil me remueve tanto porque representa todo aquello que no me gusta de la CDMX. Una realidad tan desconectada de lo que realmente vive el país por beneficio de la imagen pública. No el México que transitamos la clase media todos los días, no el México que alimenta desde el juego, desde la humanidad. No. El México de los que pueden pagar dos semanas de trabajo en una tarde –y eso considerando que se paga sólo un menú–, el México que no le gusta vivir en México, el México que no conoce México.

¿En qué país estamos, Agripina? Que transformamos un proceso de construcción ciudadana en un acto de fe. Todos somos sacerdotes. Todos pecadores. Y todos, la ofrenda inmolada.

Me queda por decir: si Dios existe, no vota, y muy probablemente come en el Quintonil.


¿Te gustó? ¡Comparte!