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Por Octavio Gallardo

Valparaíso, Chile, 13 de julio de 2023 [00:10 GMT-4] (Neotraba)

La muerte

Diré, a modo de resumen y en forma simbólica que pasé la vida caminando entre bombas y estallidos pero no escuché nada. De alguna manera deshabilité los hilos de la conciencia y dejé correr el silencio. No pude notar hasta ahora todo el esfuerzo que hice por oír, tratando de formar adornos de amor enteros pese a la fragmentación de los agudos y los graves. La sonajera fue un modo, un status, un precepto. Llegué aquí porque ya es tiempo. Salté las cercas, y me escabullí entre arbustos pequeños y me adosé a los muros. Siempre miré este faro desde lejos e imaginé que estaba aquí parada en el peñasco, creí que el viento era verde, y que por eso, porque parecía agua, las gaviotas anidaban en los huecos. El Faro es precioso y siempre estuvo tan cerca. ¿Qué habrán sentido los originales habitantes de estas tierras? Elucubro un poco, pero sin ganas. Desde acá comprendieron el mundo; esto es lo que vieron, todo el roquerío allá abajo, las olas estrellando, las tierras fértiles, las guaridas de los animales, y el sonido del viento verde que es el agua. Habrían pensado, como yo, que así sonaba la vida en algunos lugares; líquida. Siento que la bahía es enorme. Y siento que hay perfecto equilibro entre estar y no estar ausente. Abro los brazos al viento antes de caer y morir estrellada en las rocas.
Estoy muerta. Me lancé desde un despeñadero fabuloso cerca del faro, arriba, en la parte alta, desde donde se ve un pedazo del lugar donde fui criada por mi madre que también ha muerto. Me rompí las fauces y di tumbos en los salientes del cerro. No alcancé a ver el nidal de rocas fulminantes antes de darme contra ellas. Eso me habría gustado, pero ya se me había apagado la conciencia con los golpes. Al cuerpo se lo fue llevando el agua. Mi cuerpo.

Luna abastecida

Conocí a Enrique. Enrique recibió una lección para soportar la cólera, no sé cómo lo hizo, era admirable su capacidad de recibir golpes en la vida tan duros. Teníamos a esas alturas 15 años de nada. De vivir en un barrio. Apenas un barrio marginal de la república del bajo extremo, en una ciudad caótica pero plenamente ordenada como era Santiago.

Enrique era feroz. Un animal súper definido y elocuente. El hijo del paco muerto. Aprendiz de artes marciales. Pero además mala leche, hijito de su mamá, buen estudiante y castigador de los desvalidos. Todo el colegio le temía como se le teme a un bulldog, a un perro de parcela de gente bien, alimentado con la mejor carne. Era grande además, y en cierta medida gordo. Eso, en particular no lo recuerdo bien. Después me enteré que Claudia prefería a las chicas tímidas y tiernas como yo, pero en ese momento crucial, jamás habría pensado en esa posibilidad. Era una pulga en el perro que era todo el grupo de Enrique. Enrique Pérez Losada, así lo llamaban los profesores. Los demás le decían el perro Losada. Obviaban el Pérez por respeto a su padre muerto. Ni se fuera a enterar que le decían el perro Pérez. Pero decirle perro daba lo mismo. Nunca imaginó el perro Losada que en la fiesta rara y callejera que organizó se lo joderían de tal manera. Nunca consideró la guitarra cuando invitó a Gutiérrez, el santo de la devoción de los cursos mayores. No tenía piedad el perro Losada, ni menos prudencia con sus mayores. Al cabo de unos minutos Gutiérrez, el cantante, el dirigente, el de 18, se puso a cantar a Silvio. “Una mujer con sombrero”, “Ojalá”, y una canción de autoría propia que sonaba a balada italiana de mala estirpe. Conquistó a la tribu completa con una voz gruesa, a veces melódica, pero en general repetida de cassette. A partir de ese momento podría haberse llamado la tribu de los vencidos. Su voz era el cielo. Su voz era celeste. Golpeaba contra los edificios sociales y se venía de vuelta. Estábamos al centro de las edificaciones. Rodeados por la gloria de quienes habían logrado un departamento precario en los barrios de Recoleta. Al centro la fogata el dios Gutiérrez. Gutiérrez el encantador, Gutiérrez la serpiente del menoscabo. Así vi al perro Losada, destituido. Su expresión era la derrota de todo el curso. Todos decían que con Claudia se habían dado un beso el último día del año anterior, durante la convivencia y frente a los demás, sin ningún tipo de decoro. Desde ese momento Claudia fue suya durante todo el año siguiente. ¿Quién podría desmoronar al perro Losada ni menos robarle alguna de sus pertenencias? Claudia pertenecía en sueños a cada macho escolar, pero al final era toda suya. En la praxis, en la definición y en el acuerdo general Claudia era un objeto más de su estuche personal. Sin embargo esta vez, Gutiérrez cantaba. Su voz era el cielo y Claudia. Claudia parecía amarlo, echarlo de menos en las noches, soñar con él, tocarlo en la niebla y en el frío. Pensamos y temimos, creo yo, que el perro Losada ladraría y le daría una patada a las brasas, pero nunca imaginamos que se acercaría a Claudia y le hablaría al oído. Pero Claudia siguió cantando. Y el perro Losada desertó. Se puso la casaca y caminó sin hablar hasta el callejón. Sabíamos que más allá había un desierto baldío y que Losada tenía que cruzar los campamentos para llegar hasta su casa. Pero Losada era valiente porque hasta los pacos le temían. El toque de queda duraba hasta las seis de la mañana y nosotros nos quedaríamos alrededor del fuego. Losada atravesó el descampado y una patrulla negra y blanco le cortó el camino. Losada apenas la vio. Al lunes siguiente formados en el patio mientras la bandera subía, nos enteramos que a Losada le habían dado con una culata en la boca y las narices. Esa mañana teníamos prueba de francés.

Bastidas (Oración y consuelo):

Nunca te vi traer una flor en la mochila, ningún tamizado semejante, sin embargo la tenías esa tarde, era simple, una durapoco, así las llamaría, una de esas flores silvestres que sacan agua quizás de donde y se marchitan a los segundos después que las arrancas. Me fijé en ella porque quise cortarte otra semejante que vi mientras caminábamos, pero estabas tan callada, tan abstraída que el mismo suelo se hizo oscuro.

Hace dos años me enamoré a destajo, cuando era un pendejo, más que ahora, y la mina no me tomó en cuenta, y me quedé calladito, no le dije a nadie que me gustaba la vecina. Era de mi cuadra. Era linda. Yo jugaba a la pelota en la calle, mi amigo era el Llolli, y el webón se robaba la pelota cuando lo llamaba su mamá. Siempre fui el más chico, el que tocaba de primero en la fila y eso me provocaba una vergüenza espantosa, tanto que cada lunes después de la formación entraba a clases con los cachetes colorados. Todo se refleja en mi cara, dice mi mamá. Eso es cierto, también el enojo o la rabia, cuando me siento ofuscado. Los cabros más grandes me joden porque juego fútbol por abajo y desparramado, como si fuera un gato erizado, me escurro entre sus patas y me anudo, y no me la quitan. Así no se juega poh, pendejo acabrona´o. “Bueno quítala entonces poh matón culia´o”. “Pero si te la quito te mando una patada que te saca con pelota y todo, y después te vai llorando donde tu mamá”. Pero a esas alturas el Llolli ya se había llevado la pelota, escupiéndo al que se le cruzara. Al Llolli también le gustaba la vecina, al Llolli y a dos más que se volvían locos por el olor del shampú de su pelo mojado. Todos comíamos, nos lavábamos sólo la parte de arriba, nos peinábamos y le agregábamos desodorante a la ropa limpia. Siempre era verano, mangas cortas, pelo mojado. Nos sentábamos en la cuneta los cuatro a esperar que saliera la princesa. Y ahí estaba, estelada como una virgen, cerraba la reja y giraba su cuerpo. Fina, muy fina, muy de jeans bien planchados y apegados al trasero, y con tres botones adelante. Delirio de pendejos y genitales amordazados. Se sentaba entre los cuatro, y abrazaba a uno y luego al otro, recostaba su cabeza en el hombro, y mojaba sus cuellos con las gotas que todavía le caían. Toda la cuadra olía a su fresa, a su manzanilla y a su jabón. Los afortunados receptores de sus abrazos se hacían los webones, y se quedaban quietos mientras duraba el inexplicable abrazo, y hasta algunos cariños. Antes nos habíamos sorteado la posición del centro, que siempre sería rotativa, hasta el fin de los tiempos. Luego, algunas veces santas, lográbamos que jugara a pagar penitencias donde cada perdedor la recibía en sus brazos con una gran sentada, y ella se quedaba allí hasta el próximo perdedor. Nunca disfrutamos más nuestras derrotas. La calentura nos dejaba muertos y atolondrados. Cuando se iba la vecina decían: “no es tan rica la mina weón, le faltan gramos pal kilo”, “sí, además, deberíamos convencerla de que traiga a sus amigas”, de ahí a las camas, a besar las almohadas, meterlas entre las piernas, usarlas, después cubrir las pistas y soñar con ella. Mi sueño era que tenía amor por ella, y ella por mí. Que nos quedábamos en la casa tomando once con mi madre o sus padres, y después veíamos una película, y en fin, todos los espacios posibles fuera de la cuneta. Pero no hubo amor posible. Algunas tardes empezamos a quedarnos solos, y terminamos dando vueltas a unas cartas de álbum de colección de México 86 con las palmas abiertas. Yo tenía lentes, no giraba ninguna, ni menos imaginarme que vería a la vecina regresando sobre una moto, detrás de un motorista negro o vestido de negro o con chaleco antibalas y todo, y cabello de spot televisivo, de cigarrillo Lucky Strike. La vecina tras el motorista, tras el joven-adulto conmemorativo, y el Llolli creyéndose Luis Miguel, con el jopo como si fuera una cresta de gallo desvencijado. Los cuatro, frente al motorista con quien se embarazó, y entonces se la llevaron, para que tuviera la guagua en otro lado, lejos de las miradas y los comentarios, hasta que no la volviéramos a ver, a la vecina del shampoo y el pelo mojado. Desde ahí, como si fuera un salto en el tiempo cuántico, de la física que no entiendes, como si fuera mi tiempo interior, y sólo el mío, el que te trasciende, pero no, dejaste una flor moribunda para perdonarte, y al menos eso hiciste, y no me dejaste aislado en el sonido de un amargo motor negro. 

Octavio Gallardo

Octavio Gallardo, Valparaíso, Chile, 1974. Fue becario de la Fundación Pablo Neruda y ha sido publicado en diversas antologías, además de recibir premios e incentivos para el desarrollo de su obra. Destaca su profusa labor de promoción de la creación literaria chilena y latinoamericana. Actualmente dirige el periódico literario Carajo, uno de los más importantes medios de difusión literaria chilena. Libros: Octubre, Cordillera, Especies en cautiverio y Último poema. Además de libro Derecho al olvido, edición a partir de textos no poéticos de Carlos Cociña. Junto al poeta mexicano Armando Salgado realizó la recopilación y edición del Ebook Estrategia del poema, 72 autorxs hispanoamericanxs. Se encuentra en preparación la recopilación de su obra denominada Contra sí.


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