El matusalén privilegiado de Dorfles
¿Cómo observan los jóvenes a los ancianos actuales? Parece que ya no existe un debate porque la edad apenas es visualizada cuando son notorias las cualidades.
¿Cómo observan los jóvenes a los ancianos actuales? Parece que ya no existe un debate porque la edad apenas es visualizada cuando son notorias las cualidades.
Por Víctor Roura
Ciudad de México, 21 de septiembre de 2022 [00:01 GMT-5] (Notimex)
Texto publicado originalmente el 6 de abril de 2020
Hace más de medio siglo, en 1965, Gillo Dorfles (en su libro Nuevos ritos, nuevos mitos, Editorial Lumen, España) apuntaba acerca de la emancipación juvenil desde una edad temprana debido a la utilización, entonces cada vez más frecuente, de los jóvenes en las tareas públicas o en los menesteres en los cuales antes de esa década se los excluía.
Y faltaban todavía tres años para que llegara 1968.
Hace 110 años, un 12 de abril, nacía en la hoy herida Italia este longevo autor que falleciera en Milán apenas (sí, apenas) el 2 de marzo de 2018, sólo 41 días antes de que cumpliera los 108 años de edad.
Su obra, por supuesto, supera el medio centenar de libros.
“La explicación del fenómeno nos parece facilísima –escribió Dorfles en 1965–: en otro tiempo (apenas un siglo atrás) llegar a los setenta, a los ochenta años, constituía una excepción: alcanzar la edad avanzada era, por ende, una condición de privilegio reservada a unos pocos individuos excepcionales, excepcionales probablemente no sólo por su físico sino también por su vitalidad psíquica y mental. Era comprensible entonces que los jóvenes miraran con una cierta admirada reverencia, quizá no carente de envidia, a estos matusalenes que, además, eran los únicos depositarios seguros de noticias e informaciones, transmitidas en aquel entonces sólo o preponderantemente de viva voz por estos patriarcas…”
Esto lo escribía rebasado su medio siglo de vida. Todavía le faltaba por vivir otro medio siglo, pero él por supuesto no lo sabía.
No tenía idea de que él mismo sería, en palabras suyas, un “privilegiado individuo excepcional”.
Pero…
“Hoy, la situación se ha modificado profundamente –continuaba Dorfles en su libro ya citado–: el hecho mismo de que una mayoría de la población alcance la madurez e incluso la vejez, quita a ésta todo carácter de excepcionalidad; es más, transforma a la población senil en un elemento inútil, en un peso muerto; tanto más por ser muy pocos los viejos capaces de mantenerse elásticos física y cerebralmente, mientras que el hecho de que son numerosos provoca la creación de una masa de choque de conformismo y de atraso sumamente perniciosa (cosa que no ocurría cuando el número de ancianos era menor). ¿Cómo censurar, entonces, la irritación juvenil y el deseo (confesado e inconfesado) de liberarse de esta masa de inútiles y herrumbrados restos del pasado?”
¿Dorfles como una “masa inútil y herrumbrosa del pasado”?
A veces en su propia escritura uno se da en el blanco, efectivamente.
Dorfles se refería, ciertamente, a los momentos climáticos y enfrentados de los sesenta, cuando el denominado abismo generacional se abrió drásticamente para dar paso a una confrontación contumaz de jóvenes y adultos, adultos que defendían rabiosamente sus posturas e ideas ante miles de jóvenes que a su vez defendían también rabiosamente sus actitudes y sus manifestaciones.
A pesar de ello, Dorfles miraba las cosas con serenidad: en 1965 decía que las diferencias (“la presencia de límites tan netos”) entre edad infantil, edad púber (“y los diversos ritos de iniciación sexual”) y “la posibilidad de alcanzar sólo en una edad relativamente avanzada (después de los treinta años) una cabal independencia cívica, y el hecho de que antes de una cierta edad (frecuentemente muy avanzada) no era admisible asumir cargos y funciones destinadas exclusivamente a los ancianos, a aquellos que habían alcanzado realmente un cierto grado de madurez”, se estaban acabando.
Las diferencias ya no eran tanto, sino “un recuerdo del pasado” pues “las modestas restricciones que impiden frecuentar la escuela primaria antes de los seis años, o tener la licencia de conducción antes de los dieciocho, están en vías de atenuación. Ya cuenta muy poco el límite de veintiún años como indicador de la mayoría de edad cívica; y la progresiva lucha por la independencia juvenil está justificada, en realidad, por una maduración mucho más precoz del individuo”.
Vaya discusión sociológica, hoy extemporánea realmente. Porque la edad apenas es visualizada cuando son notorias las cualidades.
Pero hace poco más de medio siglo era necesario hablar, y polemizar, sobre estas diferencias.
Dorfles fue un vidente, sin embargo: “Se han escrito decenas y centenares de artículos y ensayos sobre las causas, los peligros, los remedios que hay que oponer a la desenfrenada emancipación juvenil, y no es mi intención resumirlos ni asociarme a ellos: sólo quisiera constatar ese hecho y afirmar que creo que el fenómeno es totalmente irreversible. Es más que probable que la actual tendencia se vaya agudizando e intensificando; que en las próximas generaciones se produzca una emancipación más completa aún: el núcleo familiar irá escindiéndose y agrietándose quizás a partir de la edad escolar”.
Estas aseveraciones las tomó sobre todo a partir de algunos elementos rituales y fetichistas: “Un ejemplo de los más interesantes es el de la inmensa difusión de la industria discográfica basada y destinada exclusivamente a la juventud; o sea, de la producción en millones de ejemplares de canciones populares (las famosísimas canciones de consumo creadas por urlatori [cantantes que gritan], que son un alimento casi exclusivo de los jóvenes entre los doce y los dieciocho años y que se producen exclusivamente para ellos)”.
Y conste que, para llegar a estas conclusiones, Dorfles ignoró a ese vehículo que facilitaría esta vida autónoma de la juventud: la televisión, sino recalcaba el papel de la labor masiva de las industrias abocadas a explotar la naciente liberación, como los emporios discográficos o las sociedades de arte: “La presencia de estas grandes estructuras económicas destinadas a los jóvenes y condicionadas por su gusto y por sus deseos sólo puede conducir a la aparición de formas de arte sumamente precarias, y hacer que estas formas de arte, o de seudo-arte, se constituyan en potentes factores mitagógicos que hemos de tener en cuenta”.
Cuando el libro salió, los Beatles comenzaban apenas a inundar los mercados masivos. El rock aún empezaba a hacer ruido, los conservadores tiritaban de frío ante la aproximación de los nuevos mercados, faltaba aún un lustro para que las muertes de los nuevos iconos del rock comenzaran a confabular otros contextos del mercado juvenil.
Curiosamente, Dorfles no sólo apreció el nacimiento de esta industria sino también visualizó, antes de que él mismo falleciera, la propia muerte de esta industria para metamorfosearse en otros gustos, otras inclinaciones, otras inducciones del mercado juvenil: la parsimoniosa caída de la industria discográfica para trasladarse a las múltiples plataformas digitales.
Y Dorfles, ese privilegiado anciano excepcional, pudo mirar todo esto antes de expirar, antes de que pudiera corroborar de que ya nadie se ponía a entablar debates sobre las edades de las personas.
Ha pasado ya un siglo más una década. Le faltaron sólo dos años más a Dorfles para volver a vivir otra fatalidad pandémica, que la viviera él a su tierna edad de los ocho años con la denominada gripe española, que se llevó de esta vida a millones de personas.
Malditas epidemias que lo apartan a uno del mundo.