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Por Laura Sánchez Ley

*Todas las fotografías por Khristian Muñoz de Cote

Ciudad de México, 19 de septiembre de 2020 [01:13 GMT-5]


*Este texto pertenece al libro 19 edificios como 19 heridas (Grijalbo, 2018), coordinado por Alejandro Sánchez y aparece en Neotraba bajo su autorización. Le agradecemos a Alejandro que nos permitiera su reproducción, de la misma forma que a la periodista Laura Sánchez Ley, autora de la crónica.


La Unidad Habitacional Tlalpan, en la Ciudad de México, construida en 1957, se había vuelto una fortaleza impenetrable. Un edificio con 40 departamentos distribuidos en cinco pisos donde los vecinos fueron instalando rejas. Para salir de cualquier departamento del edificio 1C había que desatrancar dos cerraduras laterales y dar vueltas a un pequeño cilindro en forma de tornillo. Insertar una llave y dar dos vueltas a la derecha para liberar la primera; insertar otra llave y dar una vuelta a la izquierda para deslizar la segunda. Al abrir la puerta, los vecinos se topaban con una reja protectora de hierro y entonces el ritual volvía a empezar: llavero, cerrojo, llaves. Para subir y bajar por las escaleras atravesaban hasta cuatro puertas y abrían siete tipos de candados. Por eso el 19 de septiembre, cuando tembló, muy pocos alcanzaron a salir del 1C. Mientras el edificio se cimbraba muchos comprendieron que no lograrían salir. A otros el instinto de supervivencia los hizo correr aterrados, pero no consiguieron girar ni el primer cerrojo. Ese martes a la 1:14 de la tarde y tras unos 30 segundos el edificio se colapsó.


La Calzada de Tlalpan es una larga avenida que conecta el centro y el sur de la Ciudad de México. Sobre la avenida se encuentran lugares icónicos como el Centro Nacional de las Artes, el Club Campestre de la Ciudad de México y el Estadio Azteca. Ahí, en las inmediaciones del Metro Taxqueña, se localiza la unidad habitacional que lleva el mismo nombre de la avenida.

En 1950 el gobierno mexicano empezó a planificar nuevas formas de vivienda cuando el boom demográfico fue incontrolable. La sobrepoblación se volvió un problema de emergencia para el Estado y entonces empezaron a seguir el ejemplo de otras ciudades del mundo. El gobierno comenzó de inmediato la construcción de enormes edificios de concreto verticales de departamentos de unos 60 metros cuadrados y accesibles para la clase media capitalina.

Se dieron cuenta, con ayuda de sus asesores, de que en terrenos de tamaños modestos podían construir hasta mil viviendas, una encima de la otra: con enormes plazas centrales, jardineras, juegos para niños y canchas de futbol. Y entonces, en 1957, levantaron la Unidad Habitacional Tlalpan, de la que existe poca información de cómo fue su proceso de construcción; apenas existen algunas menciones hemerográficas que refieren que el proyecto estuvo a cargo de los arquitectos Fernando Hernández y Jorge Cuevas y que los departamentos se repartieron por sorteo entre los empleados de gobierno federal y maestros.

En esos años también se construyó un monstruo de la arquitectura moderna mexicana: la Unidad Habitacional Tlatelolco, una edificación descomunal donde podían vivir hasta 70 mil personas que acaparó la atención de la prensa internacional y a la que le llovieron halagos.

La obra era funcional y parecía una caja de cemento impecable. Se adornó con ladrillos color rojo y generosos ventanales cubiertos por cortinas al último grito de la moda. Según un artículo de la Universidad Politécnica de Madrid, con la vivienda social de mediados de 1950, México pretendió demostrar que el país era ejemplo de modernidad: uno de sus máximos exponentes era precisamente esa unidad que aparecía en las revistas de arquitectura de todo el mundo.

Incluso la Unidad Habitacional Tlalpan fue protagonista de películas nacionales, en las que se veía a los niños capitalinos paseando por los jardines y a los hombres lavando sus Chevrolet de los cincuenta de techo redondo y frente voluminoso. Las películas mostraban a las mujeres con vestidos de falda ampona sirviendo Pepsi Cola en las cocinas. Aunque los departamentos tenían habitaciones pequeñas, las salas eran amplias. Esta utopía urbana por una renta de entre 150 y 300 pesos.

El multifamiliar incluso fue escenario de una película muy polémica y disruptiva para su época: Señoritas (1959), la cual trata de un grupo de mujeres que trabajaban en casas de citas y se contoneaban en trajes de baño. La película termina con el derrumbe de algunos edificios de Tlalpan cuando un temblor sacude el multifamiliar. Muchos años después, los vecinos lo considerarían un filme premonitorio de lo que vivirían.

A pesar de su ubicación geográfica al sur de la Ciudad de México, con el paso de los años fue beneficiada con la construcción de la línea 2 del metro, inaugurada en agosto del setenta, la cual atraviesa de sur a norte la ciudad desde la Terminal Taxqueña, ubicada a unos pasos del multifamiliar, hasta Toreo de Cuatro Caminos. Junto al paradero Taxqueña, que concentra varias líneas de colectivos que salen con destino hacia el oriente y más hacia el sur de la ciudad, también fue construida una tienda de autoservicio, donde la mayoría de los habitantes del multifamiliar se abastecían de alimentos y otros productos básicos.

Así fue la vida en Tlalpan, casi siempre alegre, hasta 1985, cuando el sismo más devastador en la historia de México llenó de grietas los inmuebles. Fue cuando el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), encargado de la obra, decidió venderlos a sus inquilinos en 500 mil pesos. A partir de entonces, los dueños de los departamentos deberían de hacerse responsables del mantenimiento general, pero la zona decayó y, poco a poco, subió la violencia, pues empezaron los primeros robos en los departamentos, incluso se robaban la ropa recién lavada colgada en las azoteas, por lo que los vecinos comenzaron a defenderse con sus propios medios.

Los vecinos cooperaron para pagar los gastos de un herrero, que tuvo la tarea de reforzar las rejas de la entrada y la instalación de una en cada pasillo. Por un tiempo, los inquilinos volvieron a sentirse seguros, como en los viejos tiempos.

Juan José Arias Rivera, de 65 años, un economista jubilado de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, fue testigo del deterioro del multifamiliar, al que llegó cuando cumplió cinco años, el día de su inauguración. “Le enseñaría unas fotos muy bonitas de cómo alrededor no había nada, incluso muy cerca pasaba un río. Pero no tengo nada, todo se quedó ahí, mi vida, la de mis padres.”

Sesenta años atrás, sus padres tuvieron el privilegio de adquirir un departamento en el multifamiliar de ensueño porque eran funcionarios de gobierno. Al morir, sus padres le heredaron el departamento. Después se casó, se divorció, se quedó con su hija y se jubiló. Todos estos años transcurrieron en el cuarto piso, departamento 41, del edificio 1C.


Juan José Arias dice que, en general, el edificio tenía grandes problemas, los cuales eran evidentes. Una nota de prensa del periódico Milenio incluso cuenta que, en el año 2001, un arquitecto y valuador llamado Luis Manuel Bernuza y Laris, al realizar un estudio para una persona interesada en comprar uno de los departamentos, aseguró que el edificio tenía un estado de conservación malo en general y que su “vida útil” sería de 16 años si no se remodelaba –aclaraba el despacho valuador– y al menos 30 por ciento de su estructura y su valor comercial caería.

Según Juan José, para el 19 de septiembre de 2017 había filtraciones de agua que venían de los tinacos de cemento, tan deteriorados que las varillas con las que fueron construidos unos 60 años atrás ya estaban expuestas. De hecho, ese día Juan José se levantó muy temprano para revisar las reparaciones de los tinacos y la instalación de un nuevo tanque de la marca Rotoplas.

Después bajó hasta el piso cuatro, donde vivía. Se acomodó en el sillón y prendió el televisor. Todos los días a la una de la tarde sintonizaba una serie norteamericana, que terminó hace algunos años, llamada 24, en la que Kiefer Sutherland personifica a un agente terrorista cuya misión es impedir un atentado contra el candidato presidencial de color que tiene posibilidades de llegar a la Casa Blanca; esta serie se adelantó a la llegada del primer hombre afroamericano a la presidencia de Estados Unidos. En la mesa del comedor su hija Lizet, de 19 años, miraba la computadora.

De pronto el sillón se sacudió y la televisión cayó al suelo. El primer instinto de Juan José fue tratar de levantar la pantalla, que había salido bastante costosa, cuando descubrió que una grieta se abría en la pared de enfrente: una hendidura que se fue abriendo y terminó en su ventana con un estallido de vidrios.

Entonces corrió al comedor, sujetó del brazo a su hija, quien trató de tomar la computadora antes de salir. Por esos días Lizet padecía trastornos psicóticos, así que para no alterarla trató de tranquilizarse y le explicó que estaba temblando y que tenían que salir de ahí.

Cuando llegaron a la puerta del departamento el candado se atoró, lo que les hizo perder varios segundos. Con un golpe logró abrirla, pero el pasillo se estaba derrumbando. Corrió unos metros hasta el centro del edificio donde estaban las escaleras, pero cuando intentaron poner un pie en el primer escalón, se dio cuenta de que el edificio estaba a punto de colapsar. Fue entonces cuando sintió otra vez un golpe colosal que lo hizo caer sobre los escombros del pasillo. El primer piso se derrumbó.

El estruendo lo dejó momentáneamente sordo; se sintió mareado, pero recuperó el conocimiento cuando vio que el techo del cuarto piso empezó a caer; entonces Juan José, un hombre que ahora parece medir poco más de un metro porque a sus 65 años la espalda empieza a encorvarse y que con la jubilación ha acumulado grasa en la cintura, se resignó a que quedarían sepultados. Pero frente a él se abrió una abertura. No sabe cómo pasó, sólo vio una pared agujereada por donde se filtraba luz del exterior. “Como si fuera una cascada de agua, pero de tierra, así se veía, y en ese momento agarro a la niña y la aviento. Sólo la vi caer, hasta que la perdí de vista”, relata.

Todo fue muy rápido, pero a pesar de la sordera temporal alcanzó a escuchar cómo explotaba cada centímetro del edificio. Le pareció escuchar las tuberías tronar y los techos de concreto crujir; aunque Juan José no sabía qué le esperaba abajo, el instinto de sobrevivencia lo hizo moverse de la lluvia de escombros y lanzarse al vacío.

No recuerda cómo fue la caída porque a partir de ahí todo se convirtió en una especie de neblina gris con olor a pólvora. Sólo recuerda lo que vino después: un dolor en la pierna intenso y que quedó atrapado a 50 centímetros por bloques de concreto.

No se le ocurre otra explicación más que se trató de un milagro que no haya muerto aplastado tras la escena apocalíptica. Se pudo incorporar con un movimiento ágil para su edad y ver a su alrededor. Cuando se levantó, vio el edificio 1C frente a él o lo que creyó que era la Unidad Habitacional Tlalpan, ahora irreconocible. Una pila de escombros donde apenas se distinguían, entre los pedazos de concreto, los vestigios de la pintura rojiza, característica del edificio. Se incorporó y trató de dar un paso, pero su pierna no se lo permitió. A un costado, entre los escombros, vio a su hija tendida boca abajo. Recuerda que oyó gritos, más crujidos. Los vecinos lo ayudaron a sostenerse y lo llevaron con su hija Lizet. Los cargaron hasta la avenida Tlalpan y los tendieron en el piso. Cinco minutos después las ambulancias se los llevaron.

Horas más tarde, desde la cama del hospital Juan José vio en la televisión que su edificio había colapsado; fue hasta ese momento cuando dimensionó que probablemente todos aquellos vecinos con los que se topaba en las escaleras, con los que se peleó en las juntas semanales, en fin, todos ellos estaban muertos.

Al cambiar de canal aparecía un edificio diferente: uno agrietado, otro a punto de colapsar, otro que fue evacuado. Otros se habían reducido a pilas de ladrillos y pedazos de concreto, como el Colegio Rébsamen, donde los policías acordonaron la zona tratando de contener a las madres que buscaban desesperadas a sus niños entre los escombros. En otro canal, los hijos y esposos de las mujeres que trabajaban como costureras en una fábrica que colapsó en el centro de la ciudad mostraban frente a las cámaras de televisión sus fotos. En uno más, una madre gritaba para que los rescatistas entraran rápido y alcanzaran a sacar con vida a su hijo de 19 años que quedó sepultado cuando regresó a su departamento a buscar a su perrita. La Unidad Habitacional Tlalpan sólo era uno más de los edificios que colapsaron.

Otro sitio devastado por el temblor y muy cercano al multifamiliar fue el supermercado Soriana ubicado junto a la estación del metro Taxqueña, adonde Juan José solía ir a comprar su despensa. A través de las redes sociales, testigos compartieron fotos y videos del inmueble aplastado, así como de los clientes desesperados y angustiados. Nadie se explica cómo a pesar de que había decenas de personas dentro y de que el techo del inmueble aplastó ocho autos aparcados en el estacionamiento de la tienda, no hubo muertos. Por fortuna, todos sobrevivieron a la peor tragedia de la zona. Ni siquiera el terremoto del 85 hizo lo que este temblor del 19 de septiembre. En el predio donde se encontraba el Soriana se tiene pensado construir una nueva central de autobuses, independiente de la ubicada junto al paradero Taxqueña, de donde parten autobuses hacia estados como Morelos, Puebla, Hidalgo, Guerrero y Michoacán.

Por la manera en que se salvó mientras el edificio colapsaba, sus vecinos apodaron a Juan José como “el hombre que vuela”. Juan José sigue sin comprender por qué él sí sigue con vida y otros no. Juan José quedó lesionado de una pierna y aunque renguea, poco a poco está recuperando la movilidad. En cambio, para su hija Lizetla recuperación no es física, ya que a pesar de que también cayó de un cuarto piso, no tuvo ninguna herida grave. Lo verdaderamente complicado, a más de cinco meses del sismo, es su estado emocional y psicológico, porque no parece estar consciente sobre lo que ocurrió.

“¿Cuándo vamos a regresar a casa, papá? Quiero mi computadora. Vamos por mi ropa”, le insiste a su padre y él no sabe bien qué decirle. A veces parece tener flashbacks de lo que vivió aquel 19 de septiembre; dice que siente que el piso se mueve y él se angustia.

Él dice que siente una tristeza seca, si lágrimas, más bien, una tristeza anonada. El hombre de entradas prominentes, cabello blanco, delgadito, que camina rengueando como secuela del sismo, recuerda desordenadamente qué fue lo que sucedió con algunos de sus vecinos el 19 de septiembre.

Una vecina de Juan José, maestra de inglés, no alcanzó a salir del edificio y protegió a su hijo con su cuerpo; aunque quedó atrapada entre dos paredes, salió viva. De los tres hombres que trabajaban instalando los tinacos de la azotea dos de ellos intentaron bajar, pero el temblor los sorprendió en las escaleras, donde murieron. El único que sobrevivió fue el que decidió lanzarse del techo. Lamentablemente, la vecina que les estaba haciendo de comer a los trabajadores murió poco después de que los rescatistas lograran sacarla.

“En total, en la unidad sobrevivimos 18 y 9 murieron, los cuales no pudieron salir a causa de las rejas.”


Martha Reyes llegó unos años después de la inauguración de la Unidad Habitacional Tlalpan y aunque ya no era un lugar lujoso todavía se vivía tranquilo. Ahí nació su hija. Ahí crecían sus nietos: Jimena de 6 años y Julián de 11. Ella vivía en otro edificio del multifamiliar y su hija y nietos en el segundo piso de 1C.

Recuerda que una hora antes de que se desplomara el edificio su hija se marchó a trabajar y, como ese día se había levantado tarde, no alcanzó a llevar a los niños a la escuela, así que cerró las puertas de su departamento con candado para que se quedaran seguros.

Martha contó, un día después del sismo, que atracaban las puertas porque en los últimos cinco años se desató una crisis de inseguridad. Antes del sismo en la Unidad Habitacional Tlalpan se vivía toda una tragedia. “Se puso muy feo, nos pusieron rutas de peseros aquí afuera y siento que ahí empezó a llegar la gente mala. Se volvió una cosa horrible y tuvimos que protegernos”, dijo por aquellos días.

Ignacio Lora o Nachito, como lo conocen en la unidad, recuerda cada detalle de ese día. Poco antes de las ocho de la mañana llamó a su exesposa y le preguntó si quería que pasara por los niños, los nietos de Martha, para llevarlos a la escuela. Ella dijo que no, que estaban por salir, para no tener que dar más explicaciones. Unos meses atrás se había separado. Jimena era su hija biológica, mientras que Julián era hijo del primer matrimonio de su exmujer, pero lo adoptó desde pequeño. El acuerdo era que uno debía llevarlos y el otro recogerlos en la primaria Francisco Kino, localizada a unos minutos del multifamiliar. Cuando tembló, Nachito escuchó en la radio que tras el sismo se había derrumbado el edificio donde vivían sus hijos. Trató de comunicarse, pero no lo logró; así que rápidamente se dirigió al multifamiliar desde el centro de la ciudad donde estaba trabajando. “Llegué y lo vi colapsado; te mentiría si te dijera que grité o lloré. Vi a su madre llorando. Le dije que iría por los niños a la escuela, que se podían quedar conmigo y me dijo que no, que los dejó dormir y por eso no los llevó a la escuela, ahora están bajo los escombros.” Nachito recuerda que al recibir la noticia sentía que se moría también. “Los niños estaban encerrados, pero, incluso si la puerta hubiera estado abierta, la reja del pasillo era defectuosa y para ellos hubiera sido imposible salir. Eran chiquitos, no iban a salir rápido. Hay gente que quedó en las escaleras porque no pudieron abrir las puertas. Mis niños hubieran quedado ahí.”

Nacho removió junto con los rescatistas pedazos de cemento con la esperanza de sacar vivos a sus niños. Nunca escuchó, pero dice que los vecinos juraban que sus hijos gritaban “aquí estoy, mami”. Tal vez no fue así, pero imaginar su voz lo impulsó hasta que sus manos se llenaron de llagas.

A las diez de la mañana del 20 de septiembre y tras 21 horas de estar sepultados bajo los escombros de lo que fue el edificio 1C, encontraron a los hermanitos en lo que era su habitación. la escena fue desgarradora: dice Nachito que murieron abrazados. “Me acuerdo de todo, cada momento es sagrado, disfrutaba yo mucho los momentos. Mi niña era bien linda. Sé que está bien con Dios; me despedí, el pedí disculpas por los errores y le dije ‘te dejo ir; me voy a portar bien para poder llegar contigo al cielo’. Siempre la voy a amar.”


Daniela Nava vivía en el edificio 2B y Felipe en el 3A en la Unidad Habitacional Tlalpan, vecinos del 1C. Ambos inmuebles forman parte del complejo y se mantienen en pie, pero en riesgo de colapso. Los jóvenes los saben. Aún viven en un campamento improvisado en una cancha de futbol, a un costado de del multifamiliar. En las tiendas viven cuatro, donde sólo deberían vivir dos. Están sentados en una de las casas de campaña que la comunidad les donó para que tengan dónde pasar la noche. Siempre alertas, por si colapsa el edificio que está frente a ellos.

Daniela cuenta que el día del temblor la reja de protección que su familia instaló para evitar robos evitó que pudiera salir corriendo. Llavero. Cerrojo Llaves. Se atoró. Movió desesperada la llave de un lado a otro, pero cuando vio que la tarea sería imposible se quedó en la puerta de la casa esperando que no colapsara su edificio. “Yo no pude salir y si el edificio no hubiera soportado, yo estaría muerta”, dice mientras mira su casa, a la que no ha podido regresar.

Fernando, su vecino en el campamento improvisado, dice que con los años se fueron encerrando al instalar rejas como medida de seguridad y el día del temblor tampoco alcanzó a salir corriendo. “Yo estoy aquí porque el edificio aguantó. Los damnificados del edificio 1C esperaron meses a que alguna autoridad del gobierno de la Ciudad de México los reubicara y en su desesperación asistieron a mítines, eventos políticos y organizaron protestas.”

Una de las historias más tristes que surgieron luego del temblor fue la de Martha Reyes, quien enterró en septiembre a sus nietos, Jimena y Julián, tras sacarlos de los escombros. La mujer había sobrevivido a esta tragedia, pero lo que no hizo el temblor lo provocó una trifulca el 5 de enero de 2018 durante un mitin político de precampaña electoral de la entonces candidata a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México por el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), Claudia Sheinbaum, cuyo grupo político se enfrentó al del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en una pelea en la que hubo golpes, sillazos y pedradas. Martha asistió esperanzada a que algún político la ayudara; sin embargo, acabó muerta a consecuencia de una hemorragia cerebral producto de una herida y no hay nadie en la cárcel por este hecho.

El 16 de febrero, exactamente cinco meses después del sismo y a un mes y medio de la muerte de Martha, por fin los vecinos recibieron los dictámenes para saber cuáles eran los daños de reales de loes edificios que seguían en pie. En una carpita improvisada, donde viven desde el 19 de septiembre de 2017, cientos de vecinos sin casa escucharon inconformes a los funcionarios de la Delegación Coyoacán que les decían los resultados de la revisión de Protección Civil, “Hay cuatro edificios habitables…” No habían terminado de hablar cuando el sonido de sus voces fue opacado por la alarma sísmica. Los habitantes, aterrados, comenzaron a tomarse de las manos, a abrazarse. El piso se movió. El sismo fue intenso: de 7.2 grados. Les pareció interminable, aunque esta vez se encontraban abajo y no tuvieron que abrir ningún candado. Los vecinos no duermen bien, temen que vuelva a temblar.


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