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Maracay, Venezuela, 24 de octubre de 2024 (Neotraba)

Espera*

I

Penélope

En las horas claras, avanzo; en las oscuras, deshago. Podría dibujarme sosteniendo a Telémaco, aún lactante; a ti, detrás de una res de labranza; y a un árbol deshojado. Mi habitación es el taller de la artesanía inconclusa. Dos criadas me ayudan. Sólo ellas conocen mi ardid. El sudario de mi suegro me permitirá prolongar el oficio de esperarte. Perfumo la tela con fragancias de pétalos secos.

Tu partida te ha llevado a aguas extranjeras, agitadas por la orden de Zeus, pero también te acercará al pecho bronceado de la ninfa. He mirado a los hombres que destajan nuestros cerdos y beben nuestro vino. Jóvenes y viejos príncipes me pretenden, miran mi túnica y desean verme sin ella. La espera no me ha hecho menos atractiva: los espejos me devuelven un perfil deseable.

II

Anfínomo

Los pretendientes se juntan una vez más para la orgía. Desde hace meses residen en el salón interior. Se divierten molestando a tu hijo: prueban su valentía con lanzas y humillaciones. Todos, excepto yo, traen acompañantes. Las gozan de pie, apoyados de los pilares. Las penetran en los alrededores de la fuente. Allí mismo se enjuagan y defecan. Criminal, actitud criminal. No puedo negar que la reina de Ítaca me ha traído hasta aquí; el aislamiento aumentó su luz: quiero encender la linterna que Odiseo apagó por casi veinte años.

Rapto

I

Paris

Sé que traiciono, pero es la única forma de posesión que conozco. Convenceré a la reina de que abandone sus dominios y deje el lecho del amante no deseado. Esa belleza se desperdicia. Hemos bebido y comido en exceso, demasiadas atenciones no impedirán el rapto. Su cuerpo que elevo y se ajusta, que no escapa y no pretende escapar. Ese cuerpo sin seda, ya arrebatada; sin peinado, ya deshecho. De un reino a otro la llevo. Los remeros no saben que debajo de la cubierta viene la causa de nuestras desapariciones.

II

Helena

No tuve la culpa de que la muerte se justificara con mi belleza. El ladrón desafió al monarca. Con él iré a la siguiente tierra. De qué sirve lo hermoso en estas comarcas de destrucción. Si un templo pierde sus columnas y su fe, ¿todavía será capaz de sostenerse? Me abrazas y con ese gesto comparas mi pecho con los cerros de tu pueblo y mi vestido con la bandera de tu pueblo. Me recuesto y tu aliento mueve ligeramente los vellos de mi cara. Pelusas blancas, hilos que nadie ve: sólo tú que duermes tan cerca, sin armadura.


Laberinto

I

Minotauro

Soy mitad hombre, mitad rebaño. Por ahí debe existir mi doble con pies de ganado y rostro de varón. Mi contrario y mi complemento. Soy hermoso de la garganta para abajo. La fealdad está en mi cabeza y en la violencia de mis cuernos. O sólo es el encierro y su repetida soledad. Voy y me desplazo y creo en dioses o en la sangre de los sacrificados. Es lo mismo. Pienso en mí, en el hambre que no se termina o declina. Mato en cada embestida, pero en dos patas. Camino como hombre pero soy bestia y pienso como bestia. Ese es mi castigo.

II

Teseo

Estiro el abismo hasta la ruptura de ambos extremos. No se debe romper, sólo desplegar. No le exijo profundidad pero sí extensión. Es una cuerda larguísima, que sube y que baja de mi mano a tu mano. Allí empieza la transformación: ahora es un mecate que frota la polea para extraer agua del pozo. Ya lo había visto antes: ladrillos enmohecidos que rodean el agua. Como no se ve la cara interna de los ladrillos nadie se entristece por ellos; no hay inmolación o sacrificio. La extensión, como las ideas, se ve al salir a flote. También es una cuerda de la infancia junto a los hermanos que no saben saltar. La cuerda de los juegos, el giro de dos manos. Los dos tenemos una punta tensa. Me enseñaron a temerle al abismo, a lo hondo, pero no a la extensión. He crecido y existe el miedo a los acantilados pero no al desierto. No puedo olvidar las cuerdas vocales que me permiten hablar despacio o rápido, según la ocasión; alto o bajo, según el lugar. Así voy atando objetos inútiles a este gran hilo para salir del laberinto y burlar al minotauro.

Incesto

I

Edipo

Su joya penetró en cada orificio. Rápido quise inutilizar la visión. Que el horror desaparezca de mí, que el vaciado de mis ojos sea la separación del miedo y la aparición del arrepentimiento. Que el cuerpo deseado no sea el de mi madre. Pero lo fue. Ese cuerpo fue rodeado con toda la potencia de mis miembros. El sudor del hijo se combinó con el sudor de la madre. ¿Acaso ya no había soñado esto antes? Ella y yo, enroscados en un mismo pliegue. Esta escena estaba dicha o escrita. La miseria premeditada. Mucho me temo haber proferido sobre mí mismo y sin saberlo horribles maldicionesHe fecundado el seno del cual nací.

II

Yocasta

Hacía mí ha llegado el tacto íntimo de dos hombres, el padre y el hijo, mi esposo y mi descendencia, el asesinado y el asesino. ¿Por qué esta sucesión de maldiciones? ¿Por qué mi cuerpo no sintió alguna señal en medio del espasmo y el vino? No percibí los pensamientos maternales o advertencias del instinto. No hubo crianza. Le di, en cambio, noche de bodas, banquetes y compañía de esposa. Edipo, mi hijo y pareja, el que recibe condenas, camina sin poder ver nada. La voluntad de no mirar lo ilumina. Su ceguera lleva mi carne.

Diálogo de Cérese y Primión

Cérese —El derrumbe se ha vuelto hábito. Ceden las estructuras que antes nos podían sostener. Se tambalean las columnas, se ensucian las imágenes. Ahora sólo existen montículos de yeso ¿Qué cosa nuestra quedará para el disfrute de los ojos venideros?

Primión —La huida.

Cérese —La suciedad, repartida en todas las calles, en todas las innumerables fachadas, se mantiene. Es lo mismo subir que bajar: el cansancio permanece. La piedra no es menos pesada en el descenso. Sigue su curso, rueda. Sólo le interesa rodar. De nada sirve esquivarla, la piedra embiste nuestras sombras.

Primión —De la piedra, haz ladrillos para tu nuevo hogar.

Cérese —Ya no deseo hogar en este suelo. No vale la pena levantar bloque tras bloque si el peligro viene de arriba, de abajo y de nosotros mismos. El miedo es ciudadano.

Primión —Vayamos despacio. El ritmo de tus latidos no debe ser mayor que el del anciano. Aprende de su viejo corazón: pulsaciones serenas, leves, interrumpidas por el último latido antes de cerrar los ojos.

Cérese —Nuestros corazones palpitan como los que van a ser ejecutados. ¿Acaso el que está inclinado, en espera del hacha, puede estar sereno?

Primión —El que será ejecutado no le teme tanto al hacha o al verdugo que la sostiene ¿No ves su posición? Su postura es la del sueño, sus ojos miran el barro. Le teme a la espera, o mejor, a la expectativa del movimiento muscular que le quitará la vida. Sabe que vendrá el golpe, minutos, segundos después.

Cérese —Nuestros males se duplican. El homicida que nos persigue permanece en todas las estaciones.

Primión —Estás en lo cierto y no es mi intención refutarte. Has visto de cerca las dimensiones del pánico. No debemos cambiar muerte por otra muerte. Refúgiate, si puedes, entre uno y otro escombro, que tu cuerpo no se calcine y tampoco estalle si decides lanzarte al abismo.

Cérese —Usted tiene la vejez y la sabiduría como inquilinas; sus armas ya no penetran cuerpos enemigos, su escudo se jubiló, y su esposa, lamentablemente, le dio el solitario estatus de la viudez.

Primión —Todo eso que dices no es tragedia sino experiencia. Eres joven, aún no alcanzas la edad del arrepentimiento; la guerra, aunque longeva, nos permite conocer nuestras limitaciones y posibilidades. Y no estoy justificando la sangre derramada por voluntad de los autócratas.

Cérese —¿Qué intenta explicarme, Primión? Esta época oscurece las ideas y no las distingo de los desperdicios que, para horror nuestro, comen muchos hermanos.

Primión —Te entiendo. Yo también hago grandes esfuerzos para limpiar el huerto en el cual transitan mis acciones. La maleza crece tanto como la estupidez.

Cérese —Primión, ¿no ves el temblor en mis manos? Podrían aquietarse con la piel de mi mujer. Ella permanece con sus padres, con los taliones. Yo vine a fundar herencia para ella y mis dos hijos. Mira lo que he logrado: veo la caída de esta ciudad y crecer mi aislamiento. Exportamos muerte. Los jóvenes mueren o se van.

Primión —Tu mal es el mismo mal que todos llevan en sus sacos, el desayuno que a veces está en nuestras mesas.

Cérese —La maldad no envejece. Siempre tiene a su alcance un cántaro de juventud que la renueva. Un cuerpo tendido para poseer en las noches, o en los matorrales; jóvenes mujeres, Primión. Y muchos alimentos sanadores.  Tengo todos los argumentos para hacer del odio mi propio dios.

Primión —No me interesa adorar resentimientos, ni hacer altares o figurillas de bronce con la desgracia. Dejémosle esa tarea a quienes nos someten.

Cérese —¿Es, acaso, prueba ejemplar de tu compasión?

Primión —Sólo se trata de llaves y de puertas.

Cérese —Me parece absurdo o, al menos, poco creíble. Los reyes tienen todas las llaves. Y con respecto a las puertas, están selladas con bloques y cerrojos. Todo esto me encorva el ánimo ¿Cuántas abrir? Tus palabras ocultan, Primión.

Primión —Dos grandes puertas existen. Dos únicas llaves: la del nacimiento y la de la muerte. Fueron hechas en los talleres de los dioses. Si queremos más puertas y más llaves debemos forjarlas. Somos cerrajeros. Cada hombre tiene un número de llaves: las que necesita, las necesarias para hallarse entre hombres.

*Los poemas aquí presentados pertenecen al libro Dípticos (2020)


Néstor Mendoza Foto de José Antonio Rosales

Néstor Mendoza (Maracay, Venezuela, 1985). Poeta, ensayista, editor y gestor cultural. Licenciado en Educación, en la especialidad de Lengua y Literatura (Universidad de Carabobo). Cursó estudios de posgrado en la Maestría de Literatura Latinoamericana (UPEL). Actualmente cursa un Diplomado en Filosofía. Libros: Andamios; Pasajero; Ojiva; Dípticos y Paciencia mineral. Ha publicado los volúmenes críticos Alfabeto de humo. Ensayos sobre poesía venezolana y Alfabeto de humo II. Ensayos y reseñas sobre poesía venezolana. Foto de José Antonio Rosales


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