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Por Jorge Ortega

Los poemas pertenecen a los volúmenes Deserción de los hábitos (1997), Devoción por la piedra (2011, 2016), Guía de forasteros (2014) y Luce sotto le pietre (2020)

Mexicali, Baja California, 22 de mayo de 2021 [13:50 GMT-6] (Neotraba)

Epitafio para un niño ahogado

Pastor de las aguas: la eternidad deshiela muelles sobre tus párpados de obsidiana latente, hoteles en domos para sondear motocicletas. La eternidad no tiene horas ni forrajes de oxígeno que cubran tu silencio rebosante de loas, ni el sol de California que asocias calladamente con un secreto botánico de tu propio mérito. La resignación es el empeño donde los vivos pregonamos tus primeras palabras como una música primitiva, el álbum fotográfico que gangrena los sillones como una maldición hereditaria. Para ti no habrá cuerpo que deslinde los torbellinos del vello púbico, ni pretexto estudiantil para sisguear arengas amorosas; pero, en la ingenua conspiración de las albercas, habrás vislumbrado la parvulez de los oleajes, justo cuando la tarde riega por el puerto una lotería de fatídicos manoteos.
        Pastor de las aguas: hay quienes llevan por corazón un salmón de oro macizo, una penumbra de alas.

Discante

He entrado al laberinto y he salido de él herido de incredulidad. Mojé los oídos en rumorosas fuentes que se dejaban escuchar desde muy lejos y refresqué los ojos en el aura de barnices jamás vistos, errando en poner nombre a lo que no lo tenía. La exactitud de ciertos tonos me ha redescubierto los innatos conjuros de la pigmentación. El trazo de los planos y las formas —ángulos, volutas, líneas rectas de altura ciclópea— depuso en la pupila su aguja de mica deslumbrante. La caída del agua me confió en una esquina rosada el álgebra de su música oculta, su esbelta cabellera de plateados y fugaces logaritmos. He venido sin cámara al país de yo-estuve-aquí, pero ni la palabra sirve de espuela para retener la permanencia del instante. Es el intraducible palimpsesto de lo que se percibe, la ociosidad de la glosa, ese no lenguaje que implica quedarse el testimonio o reservarse el derecho a declarar; la insuficiencia del grabado, la inutilidad del vocabulario que corre en vano hacia el destello del peplo de una ninfa en jardines más bellos que lo imaginado. Crucé el arco de entrada bajo mi propio riesgo y he regresado sumido en el largo silencio de los desahuciados.

Año cero

Aún lo recuerdo. La cancha de baloncesto como un inmenso tablero de ágata bajo nuestros pies. El mediodía sin lastre, con su explosivo girasol en vilo. Y, al fondo, el pabellón de las aulas, la primaria. Había concluido el recreo y la quietud licuaba las voces asentando en los umbrales su delicada película. Era viernes. Comenzaba la Pascua. Y qué poco nos bastaba. Un balón, el sabor del chorizo después de un largo examen, la escarcha sobre el pasto, el granizado de ciruela, el fin de semana que se hendía ante nosotros como el acantilado al ave, fermentando su vértigo de nuevas emociones. Rudi sigue ahí, condenado a botar eternamente la pelota tras el mudo cristal de la reminiscencia. La imagen se mantiene intacta pero el destello aumenta. Sé que habrá un momento en que su intensidad acabe cegándome por completo. Sé que llegará ese instante.

Epopeya de los confines

Caminas entre las nervudas raíces que asoman del subsuelo como boas en torno al laurel de exuberante copa que presidía las barbacoas de la niñez. Que emergen, que despuntan sobre el candente rastrojo del desierto aliviado por sombras transitorias. Y un soplo tibio se desprende de por estos páramos y resbala hacia el repecho de la frente, ese blando paredón en que se curvan los augurios, rizando incluso más el impalpable rizo de las evocaciones. A un centenar de metros un establo, una caseta o un almacén intrascendente que el espejismo semeja disolver en los austeros latifundios de la arcilla, resulta irónicamente llamativo en la mitad de un paisaje barrido por su árida monotonía. A la redonda el pastizal reseco del invierno, la brizna quemada por la escarcha. Piensas: “la dorada pelambre de la maleza, el jaramago de los campos hispalenses alisado por el peso milenario de un capitel que ha rodado como una cabeza en la emboscada”. Indiscutibles pruebas de la permanencia. Cuerpos sólidos de toda laya esparcidos a diestra y siniestra durante la excursión de la memoria. Fragmentos de una demolida arquitectura que el conciliábulo del tiempo ha diseminado en el ilimitado jardín de las estatuas. Bajo el aceitunado bulbo del follaje el principio y el final son visibles. De ahí se aprecia bien la escuela a la que fuiste y la arboleda del cementerio al que te diriges a paso de tortuga.

México: Vista aérea

El desierto es una página. No la hoja en blanco, impecable, como el terso papel bond que atesoran en potencia las pobladas ramas del nogal, paraíso de la celulosa. Más bien una cuartilla envejecida, amarillenta y plagada de numerosos declives, patas de gallo, arrugas longilíneas y que si se la escudriña a través de una lupa podrá exhibir, dejar al descubierto su enjambre de microscópicas irrigaciones. Drenes, canales, depresiones, amagos de abruptos cambios de relieve; montículos, pirámides truncadas; mastabas; simulación de menudas cordilleras que esconden un camino de terracería, la osamenta de un riachuelo seco que conduce al horizonte, la posibilidad de otra vida.
        Y así vas descosiendo el territorio, jalando con la mirada el hilo de una promesa que parece no tener fin y que, por lo mismo, nunca llegará a cumplirse.

Sobremesa

No retire de nuestra vista, señor camarero, los despojos del combate, objetos cuya distribución pone a raya la estructura del cosmos. Los platos salpicados de migajas, la tetera vacía, el cuenco de mostaza. Ellos le dan sentido a la palabra más allá del apéndice de la despedida, cuando el poniente claudica en los dinteles y el ocaso eclipsa una cita a la que nadie acudirá. Hemos llegado al mundo para ver arder la cornamenta del día. Su nimbo persiste en las pupilas a fin de iluminar el íntimo holocausto de la oblea en el tablero de las debilidades. El rastro del consumo encamina al banquete de las cenizas, esa provincia sin banderas en la que los senderos se intersectan antes de arañar el cielo. Oh frescura perenne, cima de la jornada donde la concordia de los convidados encarna un rapto de plenitud, un viso de perpetuidad. Cualquier pacto es posible. El apetito fue allanado y resta sólo desasirse y que la próxima y la próxima botella dispensen su rezagada gota de convencimiento. Nadie partirá pensoso o cabizbajo. Tampoco a la caza de la luna o afinando el tímpano para consultar entre las antenas y los edificios el desvaído vaticinio de las nubes. Las viandas han borrado la cauda del deseo y dejan sobre la plazuela del mantel los mojones de una inmemorial travesía: polvo de azúcar y pimienta, sobras, partículas, boronas; cáscaras miliares que invocan un origen y nos guían al pórtico de otro comienzo.

La siesta, la hendidura

De la nada sonora venimos y a la nada sonora vamos. Y en el transcurso la nada sonora hace detonar su granada de sigilosa combustión, desperdigando en el asfalto los copos de cristal de un impreciso paréntesis. Desde muy temprano los trenes de la faena han zarpado de tu oreja, saliéndose de órbita. Allá, en las altas capas del humor interestelar, deben cruzarse las fibras de los signos vitales, el transparente hilo de pesca que nos mantiene atados a la endeble mano de la biología. Estamos y no estamos. No estamos al estar. Bajo el nivel medio del ruido fluye adentro, detrás de lo aparente, la honda acequia de la respiración. Todo parece haber muerto. Todos haberse ido. Todo está en suspenso, varado en una pausa más vasta que el arcón de la impaciencia. Nadie regresa aún del envés. Nadie ha vuelto en sí. El silbido de la sangre no cesa todavía de resonar en las cánulas de tanto cuerpo inmóvil. Es el turno de la conjura y el instante de pasar la página, el trance de doblar la esquina sin ser notados y perfilar la fuga en solitario. Las paredes se inflaman y los astros se alinean antes de que la acera se inunde de peatones, antes de que la turba surja de su sepulcro, como el renacido de Betania, para treparse al metro y asustar incrédulos. Nadie estará para contarlo. Nadie dará fe del sortilegio. En la pulida lápida del aire, el frío cincel del viento no acaba de tallar el epitafio de la algarabía y remover en los portales el gastado pañuelo de la tregua.

Humedad del fuego

Recursos de qué arte para formular de otra manera lo mismo. Cierto, no he ensayado a tope el cúmulo de mantras que podrían enfilarme vigilia tras vigilia a un futuro alumbramiento, pero tampoco es imperioso intentarlo por la ilusa encomienda de eludir la redundancia, si desde esta inerme rodaja de papel me siento cómodo al hablar. No pediré luz verde para levantar una tienda en la cuneta donde la ocasión sorprenda a la palabra, eslabón perdido entre la química y el desencuentro, el pronóstico y la proeza. Si no permanezco, si elijo el solipsismo, colapsarán repentinamente las ondas de radio que nos unifican, esa volátil zona de intercambio en la que la ardicia es por una vez al menos el impetuoso arpegio capaz de estremecer las piedras blindadas por el sol. Permíteme errar el tiro al decantarme por el lugar común, el piso apisonado, siguiendo como un sabueso el rumbo sugerido por la profecía del buen olfato o el pulso de la obcecación. No está por ahora en mí esgrimir los sables, manipular las armas con astucia, pregonar con acentos inauditos la tácita prosodia del delirio que sube a la cubierta del texto y arrastra consigo algas marinas, pulpas abisales, resabios de una brecha incorregible. El obstinado potro de los genes impone su dictado. Recursos de qué arte para desviar el río. Dispongo sólo de un lápiz para no vacilar y borronear tu nombre sin evocar la muerte, para clarificar la noche sin encender el bosque.

Jorge Ortega. Foto de Alejandro Meter.

Jorge Ortega (Mexicali, Baja California, México, 1972). Poeta y ensayista. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona. Su poesía ha sido traducida a diversos idiomas y forma parte de múltiples antologías de poesía mexicana reciente. Su libro Dévotion pour la pierre salió a la luz en Québec en 2018 en Les Éditions de La Grenouillère, y en 2020 el sello romano Fili d´Aquilone editó Luce sotto le pietre, antología bilingüe español-italiano de su obra poética. Ingresó en 2007 al Sistema Nacional de Creadores de Arte de México. Entre otros reconocimientos, ha obtenido Premio Nacional de Poesía Tijuana y el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines. Ha publicado una docena de títulos de poesía en México, Argentina, España, Estados Unidos, Canadá e Italia, entre los que destacan Ajedrez de polvo (2003), Estado del tiempo (2005), Devoción por la piedra (2011, 2016) y Guía de forasteros (2014). Foto: Alejandro Meter.


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