Una ventana inmensa: Francisco Trejo
"Una ventana inmensa" es el taller de poesía en prosa dirigido por Manuel Parra Aguilar. Tomamos este espacio experimental para difundir su labor. Turno de Francisco Trejo.
"Una ventana inmensa" es el taller de poesía en prosa dirigido por Manuel Parra Aguilar. Tomamos este espacio experimental para difundir su labor. Turno de Francisco Trejo.
Por Francisco Trejo
Ciudad de México, 21 de julio de 2021 [GMT-5] (Neotraba)
Las olas llegan a la orilla del mar como el hombre llega a la vida: sin predeterminación, a causa del azar. El mar es el vientre de la mujer, por eso el olor de su sexo nos remite a las sirenas y a la calidez de la playa, al horizonte incalculable y a la fertilidad de la sal. El mar es el origen, la gran matriz del universo, el pasado y el presente, una mezcla del tiempo en cada costa, una bestia con ojos de lechuza y hocico de caimán. Los varones son la arena ácida que cruje cuando las aguas marinas tocan su cuerpo fragmentado: insignificantes son todos los hombres ante el beso de la marea. Los peces son sueños del vasto hábitat acuoso. [Quiero una lápida de sal para mi cuerpo].
¿Hay un misterio en el mar o es el mar el misterio que me aflige? Las anguilas, tamaño del miedo, se incendian en silencio mientras navega el hombre en la espina dorsal de las aguas. ¡Ancla! Existe un ancla de carne viva que se hunde, lenta y suave, en las caderas de la isla. El sol es centinela del puerto, la serpiente que muerde su cola y el secreto aéreo del día. La luna es carne, ovario de la noche vagabunda. [¿Y si mi soledad la fecundara?]. La brisa arrulla a los niños que sueñan con sirenas y despierta a las sirenas que sueñan a los niños dormidos en acantilados: las criaturas se unen con la humedad salobre de los mares. [Voy a soltar el ancla en el punto donde se escriben partituras con la tinta de los pulpos].
Tan denso y maligno el mar que en medio de la noche expulsa a sus ballenas. Las orcas son el yin y el yang: el movimiento del mundo, el motor de la existencia y la infinitud del universo. Las bestias agonizan frente a su progenitor y su progenitor agoniza frente a ellas. [El mar es una bestia colmada de bestias]. Es la playa un sitio de muerte, la madrastra de los huérfanos que van cerrando los ojos hacia el fin. Sólo el sastre de los moluscos puede curar la herida asomada en el costado de las ballenas. La piel seca, los ojos sin color y el corazón cayendo en un túnel sin luz: la orca muere. La muerte es una tortuga que cava en la carne del enfermo. ¿Qué vieron las ballenas antes de que el mar las abortara? ¿Qué imágenes en su memoria esculpió la sal con esquirlas de agua? El gran mamífero, ausente de su alma líquida, no mira, no escucha, se va quedándose, se va quedándose… [Después del abrazo del mar, viene el sueño en una playa].
¿Cuántos hombres han dormido abrigados con la cobija del mar? La cobija, piel azul de un lagarto, es un laberinto en movimiento, un torbellino que sacude trópicos y une continentes. Veo el mar tejido, a grandes puntadas, bajo el ornamento de las nubes. El líquido marino es el manto de Penélope, infinidad de hilo transparente, azul por el tiempo de la espera. [Nostalgia me causa el mar]. ¿Es acaso que el hombre rememora su estancia en la placenta del útero cuando se sumerge en el océano? Si el mar fuera una cama, en él dormiría para siempre. ¿Qué sueños de marinos contienen los mares, qué naufragios y qué muertes como olas repitiéndose de golpe? [Mi madre me infundió el deseo de subirme a los aviones].
[El cielo es un mar menos denso. Estuve nadando en alto, nadando entre las nubes. ¿Cuál era su nombre? Otra vez de vuelta hacia abajo. Todos temen al mar, pero yo, cuando lo veo, pienso en la mujer: mi madre o mis amantes. Otra vez me acerco al origen. Sólo voy a cubrirme, a guardarme en la cobija del Pacífico. Voy a dormir, por eso caigo bostezando. Con qué velocidad se desploma lo que sube. Cuando uno paga un boleto de avión, nunca sabe con certeza cuál será su destino. Y si mis alas… Era el hijo de… ¡Caer! La tierra reclama lo que sube. Soy la manzana de Newton, menos un hombre. Caer en agua como caen los albatros en los barcos. ¿Cuál era el nombre del hijo de Dédalo? Y si… Lo leí en un libro. Veo más amplio el azul. Voy a sufrirlo… Tanta angustia para que todos recuerden esta tragedia y nadie se acuerde de mi nombre…]
En las alturas, después de romper el viento durante horas, las alas de las aves pierden brío. Se aletarga su pequeño cuerpo y se abandonan a la forma de la cruz con la que, en un sutil giro de cabeza, son capaces de observar el océano inconmensurable, hipnotizador. “Otro cielo”, se dicen a sí mismas, en el trance, y ansían atravesar la gran mancha para dejar de sentir el peso del aire sobre sus plumas. El recuerdo de sus nidos prevalece. La esperanza del retorno es su único alimento. Por eso no caen aquellos pájaros que son un eclipse en parvada, o el humo desperdigado de un incendio. Cualquiera juraría que si cae uno, cae un ciento junto con él, porque van a un ritmo semejante al que construyen las olas del mar, sin despegarse una de otra, incesantes. Todo está conectado en el universo: el corazón de los paserios y el pulso de otro cuerpo a la distancia, el río enfermo de fatiga y los árboles estirados en sus hondos bostezos. Si alguno de estos pájaros se soltara del aire, el exilio no sería más grande que la muerte.
El sol se asomó pálido al país, como un acéfalo. Cientos de sombras marcharon por las calles y entraron a las casas con armamento militar. De rodillas, hombres y mujeres fueron separados de sus nombres y navegaron por el río púrpura con un número en la frente. Es difícil hablar, señor reportero. A veces dudo de lo que digo, pero, ¿cómo negar el quiebre de huesos si tengo en las manos algunos dientes de los míos? Como decía, señor, estas perlas en mis manos son las semillas que conservo para no morir sin razón. Usted sabe que estoy intentando decir. Y esto es como irme enterrando poco a poco. Cada palabra que le digo es el peso que me sumerge a las entrañas de mi tumba. Ya no importa. No me queda más que esta lengua en voz baja… Por último, recuerdo que los pájaros huyeron. Sólo ellos lograron salir. Dejaron sus nidos como cuencas de ojos en el bosque sin testigos. Los pájaros sabrán decir más que yo. Sé que lo harán. Cuando crucen el océano, cantarán este dolor que yo no puedo.
¿Cuántos de ustedes, pájaros temerarios, han mirado el precipicio, en vez de saludar al horizonte o a la montaña? Es un riesgo mirar lo sidéreo y el mar, porque las estrellas nos recuerdan nuestra casa y la bravura del agua la ventana de la muerte. Les diré, hermanos y hermanas, que si miran las aguas, piensen que cada pluma suya servirá para escribir los himnos nuevos, porque ya volamos sobre nuestras amargas elegías. El peso del aire es también el peso de los sueños y el porvenir. Sin embargo, ¡oh, aves de trino lastimado!, si miran las olas en aquella orilla, sigan el ejemplo de las tortugas. Tomen en cuenta que ellas se fueron al nacer, en el instante preciso de la luz, y volvieron siendo islas, grandes animales con el corazón atado a la playa donde alguna vez fueron, como nosotros, agua en cascarón agonizante. Miren a las tortugas que se marchan de nuevo por el mar –cielo invertido– porque ya dejaron encintas las arenas.
Francisco Trejo (Ciudad de México, 1987). Poeta, ensayista, investigador y editor. Maestro en Literatura Mexicana Contemporánea por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y licenciado en Creación Literaria por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM).