Una ventana inmensa: Armando Salgado
"Una ventana inmensa" es el taller de poesía en prosa dirigido por Manuel Parra Aguilar. Retomamos este espacio experimental para difundir su labor. Turno de Armando Salgado.
"Una ventana inmensa" es el taller de poesía en prosa dirigido por Manuel Parra Aguilar. Retomamos este espacio experimental para difundir su labor. Turno de Armando Salgado.
Por Armando Salgado
Los poemas aquí presentados pertenecen al libro Cuadro de resiliencia (2021)
Uruapan, Michoacán, 20 de enero de 2022 [03:05 GMT-5] (Neotraba)
En mi casa los muertos eran más que los vivos.
Octavio Paz
Íbamos al lado de nuestra madre rodeados de sombra. Había caminos de reconciliación y de cemento. Camelinas, mangos y encinos; grupos norteños, cerveza y mole. El olor se mezclaba con la congoja. Al principio solo había flores para mi tío Abel. Lo floral se multiplicó y mi abuelo Tayde recibió las violetas que crecen bajo los aguacates. Después mi abuela Teresa tuvo sus geranios. Cuando nos marchábamos mi madre se limpiaba las lágrimas con las hojas del naranjo. El Día de Muertos es una cita alrededor de las tumbas. La comida pasa de mano en mano y las pláticas ruedan en el piso como mandarinas. Mis hermanos y yo corríamos entre las lápidas desdibujadas. Durante la noche, las ofrendas respiraban el humo de los comales. La canela y el ponche de fruta, todos nos enroscábamos en una misma nariz: la dirección del incienso como flecha confusa y el olor de la calabaza junto al vaso de leche, corrían como niños que descubren sus primeros pasos. En esa isla no hay un solo camino, cada quién elije la forma de volver por donde vivió, cada uno regresa a su propia lápida y revive con la canción que sigue:
—mi torpe andar a tientas por el lodo; —¿“Muerte sin fin”? —¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el diablo, Mi abuelo Esteban me contó infinidad de historias que le sucedieron de joven. Las creí todas. Ahora que remuevo estas cenizas el cántaro se rellena. Cierta vez, mi abuelo visitó una cantina con un amigo. Después de un rato entró un desconocido. Tenía la cara chamuscada por carbón, se fue a la barra y echó trago por largo tiempo. Cuando mi abuelo le contaba a su amigo sobre las carreteras que hizo junto a otros en Oaxaca, el recién llegado se acercó y les dijo: “Yo conozco esos rumbos”. Les dio explicaciones con lujo de detalle y hasta corrigió algunos recuerdos de mi abuelo: “Ah, tienes razón, era así”. Hablaron de otros lugares y todo lo que mi abuelo decía, el anónimo lo evocaba como si fuera él quien describiera su propia vida. El tipo comenzó a hablarles de sus familias y la extrañeza los embistió. Les dio referencias, nombres y hasta compartió algunas anécdotas muy íntimas. Algo no iba bien. El gambusino tenía que irse y pagó lo de todos. ¿Quién era?, ¿a dónde iba? Lo siguieron entre la oscuridad, a hurtadillas. Llegaron a las afueras de Taretan, donde crecían las primeras huertas de aguacate. El sujeto dobló la esquina y corrieron para no perder su huella. Al doblar la vista solo vieron un largo tramo de bardas. Nada de él. El miedo mojó sus palmas y lo borracho se les fue. Intuyeron quién era. Desde entonces, mi abuelo vaga por las carreteras. Levanta las manos cuando un carro se acerca. A quienes le dan aventón les cuenta que el diablo es un poema con bardas infinitas.
Fuimos a caminar por el borde del río y hablamos de tantas cosas. Las veladoras se encendían a nuestro paso. Dijo que nunca pudo vender la casa que le heredó mi abuela y que tampoco limpió la basura que se apiló en su habitación. Era mi padre. Se ahogó al menos tres veces en ese abismo. La primera, su perro lo cargó hasta la clínica. La segunda, la picadura de un alacrán lo durmió por dos semanas. La tercera, se quedó sin alimento, la sed lo hipnotizó y bebió hasta del excusado. Le costaba aceptar su condición hechiza, la necesidad de perdonarse y ver el pasado como esa pieza perdida en la sala. Era mi padre. En ocasiones reímos como niños con algunas anécdotas: la ocasión en que la casa de adobe se iba a quemar por un corto en el poste o cuando un becerro sacrificó su vida por la de él —al extender su cuerpo sobre el cable— después de casi electrocutarse en el establo. Al final de la caminata aceptó que le había crecido un desierto por dentro y que no logró retener ningún oasis. En la Noche de las Ánimas, él hierve su sangre y con los ojos cerrados enciende sus muertos uno a uno: va con lámpara en mano y alude los pasillos que lo habitan.
Me acuerdo de un establo frente al panteón. Las vacas mordían con apetito la tarde. En ocasiones, sus patas vivían dentro del lodo. Las imaginaba sobre una alfombra de arena movediza. Esperaban inertes la última pincelada que provocara su hundimiento. Una tarde, cuando las busqué desde el microbús, ya no estaban. Supe que un tráiler arrolló a algunas que intentaban cruzar la carretera. Al resto se las llevaron lejos, donde el tráfico no es un revólver. Una parte de mí se marchó con ellas.
—Iba a los panteones a trabajar. Sí, solía ir con otros niños a sacar agua de las piletas. Rellenábamos los floreros de las tumbas mientras las personas contemplaban sus vacíos. Las familias merendaban y otras, que quizá venían cada año, sumaban historias al agua en las flores: la mujer que nos pedía limpiar su tumba porque solo necesitaba compañía; los señores que nos veían rascando litros al pozo; los músicos contentos por la temporada. Las pilas de agua parecían porciones de mar en aljibes de concreto. Me gusta percibir el cempasúchil que tapiza el suelo o la ofrenda en un plato con mole junto a un vasito con mezcal. No importa que cada año me ahogue en la misma pileta, lo disfruto.
—¿Conoces las huertas de aguacate? Las cuevas, las veredas, los barrancos, la alberca vacía. No había detonaciones de cañones antigranizo. Éramos pequeños migrantes en aquella huerta que aún no se desgastaba con el tiempo. La luz repartía sus nervios bajo los aguacates. Esos ramajes limpiaban tus heridas en el columpio improvisado. Me acuerdo que apretujaste una cigarra, era una diminuta caja de música multiplicada entre las flores del terreno. Yo solo apreté un pollo que acababa de nacer. Mi mano confusa lo sostuvo durante un silencio. Arrojé mi culpa envuelta en miedo y rodó hasta las faldas del limón, junto a los perros que mi abuela había sepultado. Tú sonreías entre la confusión de los besos que nunca nos dimos. El silencio revela su altura y la tibieza hurga el resto del olvido dilatado por el calor. El olor a anís se prende a nuestra ropa, traspasa la piel. Tu cuerpo de anís. Los recuerdos saben a anís. Se impregnan al tacto de los abuelos fallecidos, a la privada corroída por los años, a las peleas familiares que distancian los saludos y la imagen de la pila de agua donde el sol de nuestra infancia bebía como un animal extraviado.
Armando Salgado (Uruapan, 1985). Docente y escritor que va a Páztcuaro cada vez que es posible. Creció jugando entre huertas de aguacate. Considera a noviembre como el mes más melancólico del año. Es autor de 16 libros de poesía, narrativa y literatura infantil y juvenil. Ha impartido talleres de creación literaria en las ciudades de Ensenada y Mexicali, en Baja California; Uruapan, Tacámbaro y Morelia, en Michoacán; Saltillo, en Coahuila; y en Valparaíso, Chile. Es colaborador del suplemento cultural La gualdra, de La Jornada Zacatecas. Compiló con Octavio Gallardo el cuerpo de documentos de descarga gratuita Estrategia del poema: 72 autorxs hispanoamericanxs (2020).