Teorema
Un estudiante busca explicaciones a las ecuaciones de Feland y un grupo de investigadores le pide que desista. El camino de la investigación científica también está lleno de amenazas y locura.
Un estudiante busca explicaciones a las ecuaciones de Feland y un grupo de investigadores le pide que desista. El camino de la investigación científica también está lleno de amenazas y locura.
Por Yader Velásquez
Ciudad de México, 26 de agosto de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)
Pienso entonces en formular una teoría. Doy vueltas en la cama –ese colchón sin forma y viejo– y trato de encontrar cierta lógica a mis cavilaciones. Todo empieza una noche a principio de la estación lluviosa, justo cuando decido estudiar las ecuaciones del señor Feland, un conjunto de textos al parecer indescifrables a los que mis compañeros del Círculo no le encuentran ningún sentido. Sin embargo, la belleza de sus operaciones –lógicas, semánticas, sintácticas– me maravilla, me hace pensar en una nueva notación universal capaz de darle salida a ciertos problemas al parecer irresolubles. En fin.
Esa noche me la pasé despierto hasta la madrugada, intentando entender los dos primeros folios que Feland había escrito durante su estancia en los Alpes suizos. Luego me fui a la cama. Tomé un vaso de leche como de costumbre y me tiré desnudo sobre las sábanas –el calor húmedo del trópico a veces suele ser insoportable.
El estruendo de la lluvia me despertó de pronto. Sudaba, tenía escalofríos. Fue entonces cuando experimenté por primera vez esa serie de olores inclasificables, una especie de vaho húmedo cuyo origen no he logrado identificar. Me levanté y encendí las luces del departamento –ese cuchitril oscuro y sin ventilación a nombre de los fundadores del Círculo–, y revisé con cuidado las habitaciones. Nada. El olor parecía estar suspendido en el aire, moverse a su gusto y antojo, pasar de la densidad casi sólida de la materia en descomposición a la fetidez ligera de las alcantarillas.
Además de la angustia provocada por los olores –siempre a la misma hora, siempre sin explicación alguna–, el trabajo con los folios de Feland sigue sin dar resultados. Las ecuaciones parecen describir un conjunto de sumas infinitas en las que el producto es siempre el mismo. Una cosa extrañísima que ninguno de mis compañeros del Círculo ha logrado explicar, salvo que se trate de una broma de mal gusto. Entonces pierdo la paciencia y doy vueltas por el departamento. Voy a la cocina y me sirvo otro vaso de leche. Trato de meditar, de aplicar sin éxito los métodos analíticos del Círculo. Pero todo termina siempre de la misma manera. La fatiga me vence y me quedo dormido sobre los folios o sobre el sillón o sobre el piso de la cocina.
Todo se vuelve denso y opaco. La respiración se alarga y es imposible distinguir las imágenes del sueño y la vigilia. Me imagino entonces que soy un águila, un árbol, una roca solitaria a mitad del desierto. A veces sueño que salgo de mi cama y doy vueltas por la cocina, la sala llena de estantes y cajas vacías –herencia de los antiguos inquilinos, una pareja de biólogos que el Círculo expulsó de la ciudad– y asumo otra vez la tarea de estudiar los folios de Feland. Releo y transcribo en mi libreta, me pierdo un rato en los procedimientos, en la notación un poco extraña que los demás miembros del Círculo nunca terminarán de aceptar. Vislumbro por momentos una solución a los problemas, un sistema para resolver de una vez por todas las ecuaciones. Entonces, cuando estoy a punto de dar con una conclusión definitiva, despierto de golpe agobiado de nuevo por los olores.
Fui invitado al Círculo tiempo después de regresar a la ciudad. Por entonces mi único interés era vagabundear por los escombros del centro y resolver problemas de ajedrez (Nabokov, Duchamp, etc.). De más está decir que mis compañeros me salvaron de la indigencia, le devolvieron a mi vida el orden necesario para dedicarme a las investigaciones. Con ellos conocí ese catálogo de textos inconclusos (el Delirium mathematica, según los filólogos) al cual pertenecen las anotaciones del viejo Feland. Desde entonces dedico todo mi tiempo libre –que es mucho– a las actividades secretas del Círculo, comparto con mis compañeros –por medio de ese sistema un poco anacrónico de cartas cifradas– los resultados de mi trabajo.
Pero esta mañana he recibido un ultimátum. El Comité Central me exhorta –que es lo mismo a decir que me obliga, so pena de ser castigado– a alejarme definitivamente de las investigaciones sobre Feland. “Le pedimos que desista”, dicen, “que se olvide de una vez por todas de las incoherencias lógicas del señor Feland, de su ambigüedad semántica, de su hermetismo decadente”. ¿Qué se han creído?, ¿acaso creen que estoy perdiendo el tiempo?
Intento, entonces, formular una respuesta. Explicarle de qué manera un procedimiento de sumas infinitas podría resolver algunos de los problemas más inquietantes del Círculo. Pero mientras escribo no puedo concentrarme. La falta de sueño me ha convertido en un manojo de nervios, casi un espantapájaros, un pobre diablo lleno de achaques. Releo y tiro la página a la basura. Vuelvo a empezar la carta, que más que una carta pretende ser una declaración de principios, un registro detallado de mis operaciones mentales, un testimonio, una confesión.
Mientras garabateo párrafos y ecuaciones –casi en automático, sin preocuparme en absoluto por su sentido– vuelvo a sentir de nuevo ese maldito olor, esa misma náusea de la que soy presa todas las madrugadas. Abro las cortinas y dejo pasar la luz del sol. Doy vueltas por las habitaciones. ¿Qué provoca tanta inmundicia?, ¿por qué de pronto ocurre a estas horas? Me desespero y empiezo a recorrer de nuevo todas las piezas –el dormitorio, la cocina, la salita-comedor-biblioteca, el estudio sin ventana, el baño– intentando dar con el origen de los olores, la afectación que transforma el aire del departamento.
Reviso las estanterías de la biblioteca, los cajones vacíos del closet, los desagües de la cocina y del baño, y no doy con nada que me sugiera al menos una pista. Intento calmarme y volver a empezar, esta vez analizando fríamente todas las variables. Me hago un mapa de la pieza en mi cabeza y la recorro mentalmente en búsqueda de algún indicio, algo fuera de lugar, un elemento extraño que me permita considerarlo como punto de partida. Cierro los ojos y empiezo a caminar a tientas por las demás habitaciones –ejercicio nemotécnico aprendido en los manuales avanzados del Círculo. Cocina, estudio, habitación. Dos veces. De ida y vuelta. Me desespero y pierdo los estribos. Entonces grito y me tiro al suelo. Justo cuando estoy a punto de ponerme a llorar como un niño mis piernas rozan las cajas vacías de los antiguos inquilinos.
Experimento entonces una especie de caída, un vacío a mitad del pecho, un zarpazo eléctrico de los pies a la cabeza que me deja tiritando de frío. Algo dentro de las cajas se agita, sugiere un peso y una textura dada. Algo que los antiguos inquilinos dejaron en el fondo de la última caja y que yo, quizás por desidia, quizás por esa pereza atroz que me abruma todo el tiempo, no me atreví a tirar a la basura.
Por fin logro calmarme. Me pongo de pie y me acerco al cúmulo de cajas. No sé qué hora es. No sé cuánto tiempo he pasado tirado en el piso de la sala, paralizado por el miedo y los achaques. Afuera ha oscurecido y llueve a mares. Trato de formular una hipótesis. Considerar los posibles escenarios. Pero todo es en vano. Imposible poner en práctica los procedimientos analíticos del Círculo. Imposible seguir cavilando. Tomó una bocanada de aire –profunda, violenta, hasta llenar por completo mis pulmones– y me aproximo a la primera caja.
Luego todo es desorden. Imágenes que no logro procesar. Corro en dirección a la puerta y salgo a la calle. Cuando recobro la consciencia estoy debajo de una enorme plancha de concreto. Sigue lloviendo y la corriente de agua sucia y basura fluye en dirección al lago.
Ahora que por fin puedo reconstruir los hechos, empezaré por recordar algunas cosas. El ambiente de la salita la última noche que pasé en la pieza. El olor putrefacto que me obligó a apartar la cabeza cuando tomé en brazos la última caja. El sonido de cascabeles rotos. El terror que me invadió cuando observé su interior: esa cosa informe –indescriptible– germinando ahí dentro, creciendo de un puñado de semillas blancas con puntitos negros. Por momentos una planta, por momentos una especie de criatura humana, una fuente de secreciones y carne podrida. Sé que no lo soñé porque lo aplasté con mi pie momentos antes de salir corriendo. La herida –ya casi cicatrizada– aún supura en las noches más calurosas. ¿En cuánto al Círculo? No tengo ni idea. Habrán quemado todas mis anotaciones o quizás se las dejaran de regalo al próximo inquilino. Por mi parte he tenido suficiente. Ahora deambulo por los escombros del centro –las ruinas del último terremoto– y juego ajedrez con los vagabundos. Mejor así.