Simply Red, la promesa de un amante nunca viene con un quizá (II)
Quizá la música sea de los regalos más valiosos que una persona pueda darle a otra. Una crónica de Samuel Segura sobre uno de los conciertos de Simply Red en la Ciudad de México.

Quizá la música sea de los regalos más valiosos que una persona pueda darle a otra. Una crónica de Samuel Segura sobre uno de los conciertos de Simply Red en la Ciudad de México.
Por Samuel Segura
Ecatepec, Estado de México, 19 de marzo de 2025 (Neotraba)
–Apaga la luz y verás las estrellas –le dijo él sin pretender ser romántico, y cuando ella apretó el botón que tenía en la cabecera, ese cuya función descubrió un día él –cierta noche–, las figuras brillantes con cinco puntas se aparecieron en la pared.
Ambos se quedaron mirando eso un momento y luego miraron hacia el techo, por donde entraba la luz que reflejaba la luna –y la de las farolas de la calle– a través de las persianas; sus cuerpos en pijama sobre el colchón –que compraron ilusionados unos años antes– permanecieron uno al lado del otro. Juntos, pero inermes. Distantes, como siempre lo habían estado, pensó él.
Entonces se acercó a ella. La heladez de sus pies lo replegó un momento. Luego se volvió a acercar. Ella le dijo algo, las palabras que una madre pudo haberle dicho a su hijo, y eso lo devolvió a su lado de la cama. Le dio la espalda. Sus ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, miraron el anfibio que dibujó en esa misma pared cierto día, cierta noche, cuando aún no habían decidido vivir juntos. Lo miró un poco más, entristecido, hasta que cerró los ojos.
No mucho después se quedó dormido. Ella también.
Stars es una de las canciones favoritas de su vida. La puede escuchar una y otra vez sin cansarse, durante horas, durante un día, durante varios días. Esa línea de bajo, de batería. La sutil guitarrita. La voz rasposilla. La letra[1]. Desde que atravesó sus oídos muchos años antes –gracias a dos parientes que fueron sus gurús musicales, por quienes supo que había una cosa llamada rhythm and blues (R&B)–, no dejó de amarla. No conoce, desde entonces, definición más certera del amor.
Fue así que se aproximó a la discografía de Simply Red. Metafórica y literalmente. La primera escuchando sus álbumes en la red, en el incipiente YouTube de su juventud. La segunda cazando sus cd’s en el chopo, en una tienda de discos en Insurgentes, en el Centro, en Mixup. Donde fuera. En los discos de aquellos maestros suyos, quienes fallecieron –literal y metafóricamente–, pero que le dejaron ese legado.
Al día siguiente, tras despertar junto a ella como si despertara junto a un desconocido, y en víspera de su mudanza definitiva, tuvo que ver algunos de sus discos mientras los guardaba en bolsas de tela y en cajas para ahí redescubrir cuántos tenía. Los de Simply Red eran más de los que recordaba. Eso lo alegró un poco en esa triste circunstancia.
Y justificó para sí mismo el hecho de haberlos visto en concierto por segunda vez. La cual ocurrió junto a ella.
Quizá la música sea de los regalos más valiosos que una persona pueda darle a otra, pensó él mientras ambos avanzaban hacia la entrada del Auditorio Nacional.
Se le había hecho tarde. Bueno, no tanto. No como la vez anterior. Llegó diez minutos antes del inicio del concierto. Ella ya estaba ahí desde hacía una hora –se le hizo temprano– y se dio el tiempo de deambular entre los puestos y de comprarse una playera cuyo estampado era ilustrado por un casete más las palabras Simply Red encima. Y de cenar unos tacos.
Detrás suyo un enorme letrero electrónico anunciaba las tres fechas de la banda en México, las cuales terminarían siendo sold out. Celebrarían sus 40 años de trayectoria. Alrededor de ambos había un gran número de personas, la mayoría próximas a la tercera edad, como el propio Mick Huknall, vocalista de 65 años quien, ya en el concierto, por ahí de la tercera canción, dijo:
–Ya estoy viejo, pero de espíritu joven –y se rio. El público también.
No sé si habrá otra ocasión en que pueda ver a este hombre en vivo, pensó él. Hacía diez años (o menos) de la vez previa en que lo vio. Ignoraba si había habido alguna intermedia. Esa fue cuando llegó muy tarde, cuando faltaban un par de canciones para terminar. Esta vez disfrutó el show íntegro. Pensaba en eso mientras miraba, desde el lugar que siempre le toca en el Auditorio Nacional (las gradas de la derecha, viendo el escenario de frente) a Mick por la pantalla donde su imagen se agigantaba; aquel individuo que no solo tenía el pelo, la barba, las cejas y las pestañas rojizas, sino también sus tendencias políticas y su gusto por el Manchester United; aquel sujeto regordete y arrugado era el mismo (más bien ya no) guapo de dientes dorados del videoclip de Stars.
Eso no le importaba en realidad: él era afortunado de verlo otra vez.
Aunque no tanto como la gente que lo encontró caminando por Reforma.
Cuando volvieron de desayunar barbacoa, encontraron al Nada con el pelo y la cara llenos de vómito.
Se asustaron. Pensaron que estaba muerto.
Pero, contrario a lo que puede pensarse (y con justa razón), el Nada estaba vivo aunque se guacareara a sí mismo lanzando su vómito hacia su cara y su cabello largo y rizado.
Cuando él lo vio, el Nada ya estaba como si nada sentado en el sofá junto al Camaleón, escritor de ciencia ficción –el Nada autor de fantasía oscura–, y Miguel, un músico que en cierto momento de la tarde afirmó:
–Me cagan los conciertos. ¿La gente paga por ir a ver a un tipo gigante que le cubre la visibilidad a uno mientras trata de grabar con su cel su canción favorita? Ni de loco pago por algo así.
Él se preguntó si aquel hombre hablaba en serio. Supuso que no. Que solo blofeaba. Que no hay músico en el mundo que no haya ido a un concierto. Miguel mismo acababa de impartir uno la noche anterior, frente a un auditorio de 3 personas.
Mick Hucknall frente a uno de 10 mil.
En su camino a la casa de su amiga Eunice, quien albergaba a los tres artistas antes mencionados, sonó en los pasillos del metro, en el andén, en las pantallas, la canción Stars en vivo. Ahí un Mick Hucknall reciente vestía un traje morado con corbata del mismo tono, camisa blanca. La noche anterior se veía casi igual. Mick llevaba diez años viéndose así. Quizá veinte. Los noventas lo fueron todo para él. El periodo en que, a su decir, se acostó con más de dos mil mujeres (aquel chico punk que terminó siendo funk, el que repartía leche y periódicos, el que nadie en su familia apostó por). Dato inocuo para un ser tan divino, pensó él. Mick Hucknall, el hombre cuyo nombre descubrió en los primeros dosmiles en voz de un amigo que nunca volvió a ver.
Al recordarlo esperó que estuviera bien.
–Su voz está intacta –dijo ella.
Vaya que lo está, pensó él. Es increíble que lo esté, pensó, y luego pensó que en efecto era la misma voz, aunque un poco más grave (el mismo Mick lo dice en esta conversación). Esa voz que siempre fue rasposa (y hermosa). A esa distancia, parecía de su tamaño. De él. No muy grande. Quizá pequeño. (Aunque acá, en esa conversación donde también está Ralph Fiennes, y donde inician preguntándole por esa voz tan peculiar, se ve más alto. Hucknall, además, se muestra como un tipo de lo más inteligente. Elocuente. Apuesto.)
Quiso corroborar su estatura en Wikipedia, pero no la encontró. No buscó más. Como fuera, el prodigio de su voz no iba a ser más grande por unos centímetros, pensó, y se avergonzó de sus pensamientos. En el concierto, el primero de los tres, esperó a que tocaran ese cover de The Stylistics, You make me feel brand new, donde Hucknall muestra su competencia absoluta tras el micro. Para su completo regocijo, la tocaron.
–¡Me sé todas! –dijo ella, sonriendo, a pesar de que había estado muy estresada a últimas, en particular por la culminación de su doctorado. No por el quebrantamiento de su matrimonio, eso la tenía sin cuidado. Supuso que eso estaba bien, pensó él. Ya no lo veía como antes, si es que alguna vez lo vio con cierto deseo y admiración. De algún modo, pensó, nunca perdió su status de amigo. Lo mismo ella para él: siempre existió entre ambos una barrera que no lograron sobrepasar. Una transición fallida de la amistad al romance.
Eso pensó.
Entonces la vio bailar (a la distancia, nunca realmente con él; como siempre ocurría, pensó), al menos desde que en Sunrise (canción cuyo nacimiento vivió en carne propia –él, aunque también ella– en su temprana juventud; quizá el último gran hit de la radio de Simply Red), a la mitad del concierto, la gente se levantó de sus asientos y movió un poco el saco de sus huesos. Ese himno, tocado con cierta contención para la fuerza que irradian sus notas, pensó, fue acompañado por todos los otros himnos de su trayectoria (tocados de ese mismo modo contenido). ¿Sería simplemente la edad?, pensó, pero luego pensó que la culpa la tenían los asientos. Si bien no sería ese mismo público del festival de jazz de Montreal, con esa energía, el estar de pie rompería una barrera porque ahí todos, en efecto, eran almas jóvenes.
Así, ella bailó. Y él también. Un poco juntos. De pronto se tomaron de la mano. Se medio abrazaron.
El desfile de himnos, tocados casi en orden de aparición, tuvo entre sus filas a los siguientes protagonistas: Something got me started (superhimno en el que ella dijo que habría sido una gran corista, cosa que él creyó cuando la escuchó cantar), It’s only love, del álbum New Flame, himno brutal con el que ella cayó a sus pies –de Simply Red– y por el cual expresó que hasta Massive Attack, uno de sus grupos favoritos, se habían visto influenciados por ellos (al menos en su imaginación), pasando por Money’s too tight to mention, For your babies, Never never love, Stars, hasta desembocar en Fairground y en Holding back the years, el demencial cover de Harold Melvin y los blue notes. Obviamente mejor que el original.
Incluso tocaron Thrill me, canción que ella pensó que él no conocía. Pero sí. En algún momento honraron a Steve Lewinson, el bajista que falleció por cáncer un par de años atrás, luego de grabar su álbum más reciente: Time. Sí, el tiempo pasa y todo se lleva, pensó él. Ahí seguían rifando, pese a todo, Kenji Susuki e Ian Kirkham, guitarrista y saxofonista respectivamente, los dos que mejor ubicaba del grupo; este último se rifó el solo de Joe Sample en Enough (ultrahimno que igualmente tocaron, aunque también contenido, un tanto más lounge). Hucknall, por su parte, hacía lo suyo despacito –como todos–, con el micro con cable siempre en la mano izquierda, la caderita que parecía a punto de dislocarse.
Fue por él que ella se acercó a la música de Simply Red. Se lo dijo al final, cuando en las afueras del auditorio se comieron una hamburguesa de uno de los puestos, luego de que él se comprara una camiseta, la primera que tendría de ese grupo, con el estampado de su primer álbum: el Picture book. Vio otras con el estampado del Time. Le gustó la portada. Había escuchado algunas de sus producciones más recientes, pero ninguna lo había enganchado. Así que al día siguiente decidió darle una oportunidad. No vislumbró la sorpresota que iba a llevarse.
Fue como enamorarse otra vez.
[1] En cuyo estribillo dice, en algún momento, eso de que la promesa de un amante nunca viene con un quizá. Frase demoledora de un sencillo ídem de su álbum homónimo.