Robinson y la peste.
EL PENÚLTIMO LECTOR || Los paralelismos entre la literatura y la vida pueden ser escalofriantes. Distintos escritores ya nos han hablado sobre los tiempos de contingencia.
EL PENÚLTIMO LECTOR || Los paralelismos entre la literatura y la vida pueden ser escalofriantes. Distintos escritores ya nos han hablado sobre los tiempos de contingencia.
Por Adán Medellín (@adan_medellin)
Los paralelismos entre la literatura y la vida pueden ser escalofriantes. Distintos escritores ya nos han hablado sobre los tiempos de contingencia que vivimos con la distancia de otras épocas y espacios continentales, como si accionaran en sus páginas una máquina del tiempo. Al revisarlos, podemos hallar los debates vitales del encierro, los embates de la epidemia, las preguntas de sentido, las tensiones entre la ciencia y la creencia, entre el progreso y las maneras tradicionales.
Uno de esos casos de sorprendentes afinidades con nuestros días es el recuento que el novelista, periodista, comerciante y agente secreto inglés Daniel Defoe, conocido por su inolvidable Robinson Crusoe, realizó sobre la plaga que asoló Londres en 1665. A medio camino entre el documento periodístico, el testimonio personal y la ficción biográfica, su Diario del año de la peste (1722), suena muy actual, aunque lo separen casi 300 años de nuestros días.
El libro de Defoe bien podría estar exhibido en una de nuestras mesas de novedades, en una coyuntura de mercado que resalta la crónica mezclada con la vivencia personal, la viveza del detalle, la mirada irónica y un estilo de ágil precisión y crudeza. El pequeño gran detalle es que durante la gran peste de Londres, Defoe tenía apenas 5 años (se cree que nació en octubre de 1660), así que su relato es en gran parte un armado de novela histórica, estampas urbanas, memorias propias y ajenas (al parecer, las de su tío Henry Foe), así como de investigación reporteril.
Algunos de las coincidencias más evidentes entre el relato de Defoe, a mediados del siglo XVII, y nuestro 2020, corresponden a las etapas en que sus conciudadanos conviven y aceptan la terrible plaga que causó más de cien mil víctimas en tierras londinenses. En resumen, a un periodo de vergüenza, negación y ocultamiento de los primeros casos de la peste, se sumaron los diagnósticos inciertos o posiblemente equivocados, además de los rumores e incertidumbres.
Llegaría después la ineptitud sanitaria oficial, al grado de que el alcalde de Londres todavía se atrevería a extender certificados de salud sin pruebas ni mayores inconvenientes para que la gente –sobre todo, los ricos y burgueses– pudieran huir de la plaga. El narrador de Defoe también vive su dilema: quedarse o huir al campo como le ofrece uno de sus hermanos comerciantes. Tras sopesar la decisión desde los azares de la Providencia, decide quedarse y sellar su destino como un testigo y sobreviviente de la tragedia.
El apocalipsis es proclamado por los distintos credos existentes. Los teatros, la mayor diversión de aquel tiempo, son cerrados por orden real. Al igual que muchos, Defoe también busca sentido a los sucesos extraordinarios que ocurren a su alrededor. ¿Qué señales hubo de la peste que los destruye? ¿Acaso son un mensaje que no comprendemos de un remitente sobrenatural, más sabio, más feroz? Mientras repasa las listas diarias de muertos provistas por las parroquias de su ciudad, recorre las calles dando cuenta de las visiones de gente que dice observar ángeles con espadas en el cielo y cuida de su propio negocio, su voz también refleja el pesar, la tristeza y la inquietud de toda esa población que no puede irse de la urbe infectada, porque carecen de las oportunidades de otros.
El establecimiento de cierto sentido existencial, al menos como un ojo que registre contra toda desmemoria, puede mover a muchos escritores y escritoras que pretendan narrar lo que ahora nos sucede. El razonamiento parece simple: en sus casas, aislados los unos de los otros, con unos cuantos dispositivos de comunicación, ¿qué más podría hacer quien escribe sino reiterar su vocación? Hay quien desde ya descalifica esas narrativas de la contingencia como productos comerciales predecibles, pero mi última reflexión en estas líneas busca otro ángulo de la cuestión.
¿Por qué esperó Daniel Defoe a tener 62 años para contar esto? ¿Por qué necesitó 57 años de distancia para entregar este libro? Más allá de lo que puedan decirnos sus biógrafos y especialistas, me quedo con las dos posturas que he hallado en redes sociales en los últimos días. Hay quien dice haber escrito (o creado, de algún modo) muchísimo durante el encierro. Otros escritores colegas dicen no poder hacerlo, estar rebasados. Pero los dos escenarios son reales y no se excluyen. Apenas estamos viviendo para procesar la pandemia y sus consecuencias. Cada narrativa interior tiene su movimiento (implosión, explosión) ante crisis así. Serían 57 años para Defoe o el próximo enero para otros. Pero cada uno, en papel o no, tendrá su propio diario del año del COVID-19.