Pepena (Cuarta parte)
¿Podrá explicarle Luis al pepenador qué es COVID-19? Entre cubrebocas, la violencia y las vacunas llega a su fin esta crónica.
¿Podrá explicarle Luis al pepenador qué es COVID-19? Entre cubrebocas, la violencia y las vacunas llega a su fin esta crónica.
Por Luis Rubén Rodríguez Zubieta
Tijuana, Baja California, 10 de agosto de 2020 [00:10 GMT-5] (Neotraba)
Durante las últimas tres semanas mi amigo el pepenador no ha pasado por mi casa. Los tambos de basura de los vecinos no muestran las huellas características de que alguien anduviera hurgando en ellos. Espero que esté bien y que solo sea porque decidió seguir la recomendación de no salir de casa. ¿Tendrá casa?
En ese lapso me concentré, por un lado, en escuchar y leer los argumentos científicos de los expertos —al menos eso parece— en la materia y, por otro, en seguirle la huella a las investigaciones que emprendieron universidades, organizaciones independientes y empresas farmacéuticas para encontrar la vacuna que nos inmunizará del COVID-19.
De acuerdo con los virólogos y epidemiólogos expertos, es recomendable el uso de cubreboca, pero establecen una serie de condiciones para que su uso sea efectivo. En primer lugar, que el material del aditamento no sea poroso, por lo que, para empezar, los de fabricación casera valen para pura chingada. En segundo lugar, que su uso no sea como las carteras que uno puede traer en la bolsa por tiempo indefinido. Dependiendo de su calidad es su vida útil, pero en ningún caso es mayor de un día. En tercer lugar, aunque su nombre solo haga referencia a la boca, también debe cubrir la nariz, ya que de no ser así su utilidad es nula.
En casa, como nuestra dotación de cubreboca estaba por terminarse, hace una semana salimos a comprar repuestos a un lugar que mi hija detectó por internet, ubicado en una plaza comercial. De entrada, supuse con seria dudas, que los personajes que fungían como vendedores, habían recibido capacitación de cómo vender; pero de lo que sí estoy seguro es de que no recibieron ninguna en lo referente a la función y durabilidad del artefacto. Eran unos Luis Rubén cualquiera, que de cubreboca y de muchas otras cosas, no tienen ni idea.
Este tiene una duración de 500 horas y cuenta con un respirador para evitar la humedad. Este otro está hecho de un material a prueba de cualquier contagio. Este es igualito al que usan los médicos que atienden a pacientes con COVID. Y otra sarta de información inútil. ¿Y los precios? ¡Madre mía! —la tuve que invocar de nuevo.
Desconozco cómo lo usan en otras partes del país o en otros países. Solo he escuchado algunas anécdotas que me han contado varios amigos o que he visto en videos, algunos de ellos muy divertidos pero trágicos. En Tijuana es común ver que no se cubran la nariz con el artilugio, que lo traigan como collar y que se lo quiten para hablar o para toser. Y lo entiendo. Solo después de unos minutos, se acalorarán y tendrán problemas para respirar. Ahora, imaginen no quitárselo por cinco horas.
Hace unos días fui a comprar tortillas a un expendio que en apariencia seguía las recomendaciones sanitarias para proteger a sus empleados y a sus clientes: termómetro digital, líquido desinfectante, sana distancia y uso obligatorio de cubreboca. A la entrada, un empleado que tenía cubierta únicamente la boca con el artefacto me apuntó en la frente con un aparato que presumí que tomaba la temperatura.
— ¿Cuánto tengo? —le pregunté intrigado.
—Está usted bien —me contestó con una sonrisa amable.
Después me pidió que extendiera las manos para ponerme algo que supuse que era un líquido desinfectante. Me fijé en la mano con la que proporcionaba el líquido y me di cuenta de que cuando menos llevaba algunos días sin habérsela lavado. Entonces supuse que junto con el desinfectante venía el bicho también.
Pasado ese filtro sanitario, tuve que esperar, guardando la sana distancia, a que atendieran a la persona que estaba delante de mí. Cuando tocó mi turno, la empleada que despachaba tampoco tenía cubierta la nariz con el cubreboca, cuyo color grisáceo evidenciaba bastantes días de uso. Además, traía unos guantes que supuse que en algún momento fueron blancos. Con esos guantes se dirigió a la máquina y acomodó el kilo de tortillas que le pedí. Después, con esos mismos guantes tomó el dinero con el que pagué y me devolvió el cambio, junto con una sonrisa.
La verdad, pude haber pedido que me llevaran las tortillas a domicilio, pero en ese caso, ¿algo hubiera sido distinto? Claro que no. Ojos que no ven, zapatos que pisan caca.
En el seguimiento al asunto de la vacuna, las cosas no pintan nada halagadoras. Hay una decena de organizaciones en el mundo que trabajan en su desarrollo, entre universidades y empresas farmacéuticas, pero hasta hoy el tiempo para que esté lista una vacuna sigue siendo harto incierto.
Ahora bien, supongamos que para mediados de 2021 ya esté lista. Para que los humanos fuéramos inmunes al bicho se tendría que vacunar prácticamente toda la población, como sucedió con el caso de la viruela. Pero resulta que los expertos establecen que ninguna empresa tiene la capacidad de producir tal cantidad que logre la cobertura mundial. Eso significa que su producción alcanzará primero, en el mejor de los casos, para la población de los países que la descubran, y después de que se hayan vacunado todos los lugareños, se distribuirá en los que tengan recursos para pagarla, pues la inversión que han hecho quienes trabajan en su desarrollo tiene que recuperarse y generar ganancias, ¿O acaso son samaritanos altruistas?
Me imagino que cuando se anuncie que ya está lista, en la Ciudad de México habrá un festejo en el ángel de la Independencia y en Tijuana en la glorieta a Cuauhtémoc. Además de que crecerá el número de infectados durante esas muestras festivas de regocijo, ninguno de los que asistan a ellas ni quienes nos abstengamos, vamos a poder vacunarnos sino hasta mucho tiempo después de la inútil celebración. Sin vacuna no hay inmunidad y falta ver si la o las que desarrollen no tienen efectos secundarios o si son efectivas realmente.
Entre escuchar a los epidemiólogos y virólogos expertos y a quienes desarrollan la improbable vacuna, escucho un concepto que utilizan en los discursos gubernamentales, que conjeturo, pudo tener su origen en la sabiduría popular, denominada: la nueva normalidad.
Habría que definir qué es normalidad y analizar las diferentes definiciones del mismo concepto. Porque a mi amigo el pepenador, a los trabajadores de limpia del ayuntamiento y a los obreros de las empresas maquiladoras, entre otros, la pandemia no les cambió nada. Siguieron trabajando como cualquier día anterior a la aparición del bicho. Supongo que a ellos no les preocupa que los antros y restaurantes no estén abiertos. Probablemente lo único que extrañan es que no haya cheve en el mercado y esperan que el inventario se normalice. De seguro mi amigo el pepenador espera con ansias eso, pues entre más cheve más pepena. Lo único que he constatado es que este grupo de personas ha sido estigmatizado como irresponsable —de por sí—, porque no se quedaron en su casa a jugar TikTok, a seguir cadenas y a cumplir bonitos retos en Facebook.
Para aquellos que insisten en comparaciones sin contexto, entre países con distintos niveles de desarrollo, culturas y disciplina de su población, que quieren que sigamos el ejemplo de los gabachos o de algunos países europeos, basta con ver las filas para entrar a Zara en París, Francia, y a la Ross dress for less en Texas, USA, cuando en esos lugares se decidió reactivar la actividad económica. ¿Acaso no es lo mismo que hacer fila en algún OXXO de Tijuana cuando avisan que van a vender cheve?
Después de noventa días de permanecer confinado, de escuchar y de leer sobre la pandemia, lo único que me queda claro es que para que el bicho no se hospede en mí, tendría que comprar una burbuja como aquella de la película protagonizada en 1976 por John Travolta, El chico de la burbuja.
Cuando estoy a punto de cerrar esto que escribo, escucho el ruido de los baleros sonar. Esbozo una sonrisa y salgo al encuentro de mi amigo el pepenador. Veo solo a sus tres hijos. Escaneo la calle con la mirada, pero a él no lo veo.
—Qué tal, buenas noches, y ¿tu papá? —le pregunto al mayor.
—No vino.
—Y eso, ¿por qué?
—Está en el hospital.
—No mames, ¿qué le pasó? ¿Está enfermo?
—No, es que le dieron un balazo.
—Puta madre, ¿cómo estuvo eso?
—Es que el otro día nos asaltaron.
—Ay cabrón, y ¿en qué hospital está?
—En uno que está allá donde hay unas canchas por la Vía Rápida.
Le doy referencias y ubico que está en el Hospital General. Me dan su nombre para poder encontrarlo. Les entrego las bolsas de basura reciclable y me comprometo a ir a visitarlo. Les ofrezco mi ayuda en lo que necesiten. Me despido de ellos y regreso apesadumbrado a mi departamento.
Entro a la página de la Secretaría de Seguridad Federal y veo el informe de homicidios dolosos de enero a abril de 2020. De acuerdo con las cifras oficiales, en ese lapso se registraron 11,535 a nivel nacional. Después de Manzanillo, Tijuana es el municipio con mayor incidencia de homicidios dolosos por región, con 35 por día en promedio.
Contra esa letalidad cabrona no hay sana distancia que valga.