Para evitar el olvido de la euforia.
A diez días de la marcha del 8M, Vane Juárez reflexiona sobre el hecho de ser mujer y su posicionamiento en el mundo. Para evitar el olvido de la euforia.
A diez días de la marcha del 8M, Vane Juárez reflexiona sobre el hecho de ser mujer y su posicionamiento en el mundo. Para evitar el olvido de la euforia.
Por Vane Juárez
Puebla, México, 18 de marzo de 2020 (Neotraba)
Tengo recuerdos de primaria donde, de lejos, veía a los niños jugar. Cómo hablaban, cómo se expresaban y cómo se golpeaban también. Entonces agradecía mucho el ser niña; podía quedarme en mi asiento, muy tranquila, sin ser juzgada por mi comportamiento o por no levantarme a jugar pesado.
Mis gustos los he tenido claros desde pequeña, adoraba usar vestidos, jugar con muñecas (aunque no las cuidaba muy bien), me encantaban las cosas tiernas y suaves; conservo aún el gusto por todo esto. Entonces, creía una bendición haber nacido niña, porque podía expresarme como quería.
Las personas que me conocen saben muy bien cómo es mi carácter, cuáles son mis gustos. No es una sorpresa descubrir la música que escucho, la manera en la que visto, todas mis pertenencias rosadas. Nunca me cuestioné nada porque nadie me ha cuestionado, hasta que hace poco me llamé a mí misma mujer.
En su momento, estuve consciente de que era una niña. Siempre supe que soy una persona femenina, aniñada y necia. Que uso pronombres femeninos para referirme a mí. Que soy una persona con vagina y por ello me han dicho que corro peligro en las calles.
Pero nunca había pensado en mí como una mujer. Las veía a ellas y me percibía como una entidad aparte. Cuando hablaban de grandes mujeres, nunca me vi reflejada en ellas con mis propias aspiraciones. Tampoco nadie usó esta palabra tan ajena para describirme, salvo el 8 de marzo cuando, hasta hace un año, me enviaban felicitaciones que yo recibía como regalos enviados a la persona equivocada.
Entonces, de un año para acá, llegó a mi vida un término que he usado con orgullo: feminista. Las personas me dejaron usarlo porque, al parecer, también soy mujer. Esto me quedó aún más claro hace poco, en el último lugar que se me ocurriría para ir a relajarme y descansar. En este hospital, que no es nada ordinario, había dos grandes divisiones: hombres y mujeres. Fue un constante recordatorio de mi propio género, algo que no me había pasado desde hace tiempo, tal vez desde la secundaria, donde estas divisiones eran necesarias de tanto en tanto.
Pero en este lugar tampoco pude descubrir qué es lo que distingue a las mujeres, qué me hace entrar en esta clasificación. A pesar de tener esta separación, el amor surge (o mejor dicho, el deseo). Diversas muestras de afecto aparecían entre compañeras. Yo misma he estado enamorada de una mujer. Entonces, la orientación queda muy por aparte del género, como ya todos deberíamos saber.
El sexo tampoco me define como mujer. Si aceptara que mis genitales me otorgan este título, entonces llegaría a la misma conclusión que he dicho ya, que soy una persona con vagina y sólo por ello me felicitan el 8 de marzo, lo cual me parece un sinsentido enorme. Además, hay personas que derrumbarían esto con su sola existencia; hay mujeres con pene y el hecho de haber nacido con genitales diferentes no las excluye del grupo.
Aquí llegaría otra luz, las mujeres trans, que me hicieron pensar qué me falta para ser como ellas, para ser mujer en toda la extensión de la palabra. Lo declaran con orgullo, cosa que yo nunca había hecho.
Ya casi llegaba el 8 de marzo. Me sentía fuera de tono, veía publicaciones por todos lados sobre violencia, sobre acoso y abusos. Tenía en claro que yo he sufrido de todo esto.
Todo se hizo claro el gran 5 de marzo. Hubo una megamarcha de estudiantes, las calles se inundaron de universitarios que exigen seguridad. Sí, también soy estudiante. Por una recomendación ajena evité ir y me arrepiento mucho de eso. Yo quería estar ahí, entre mis compañeros; esquivé las fotos y videos de quienes se hicieron escuchar, todo porque ese día decidí quedarme callada. Pero no pasaría de nuevo.
Tomé el pañuelo morado que yo misma pinté unos días atrás. Ignoré cualquier advertencia sobre esta manifestación tan escandalosa. Toda mi vida me han llamado necia. No persistente, sólo necia.
El contingente de mujeres de la Facultad de Filosofía y Letras llegó a la Fiscalía. Nos unimos a muchas, muchísimas más que ya gritaban con todas sus fuerzas las consignas. Era un día caluroso, pero eso no impidió que marcháramos exigiendo justicia. Vimos pasar primero a las familias de las chicas desaparecidas, mientras todas gritábamos al unísono ¡No están solos! Hubo lágrimas, vi a algunas de mis compañeras llorar; tomamos su dolor y lo hicimos nuestro.
Entre gritos llenos de furia y esperanza, pañuelos morados y verdes, grafitis y letreros de protesta, me descubrí mujer.
No lo soy por mi sexo, por mi apariencia, por mi orientación ni por mis gustos; soy una mujer a la que le gusta el rosa, no me gusta el rosa por ser mujer.
Soy mujer porque me he declarado así, no porque la sociedad me lo ha dicho. Podría aún sentirme al margen, pero después de estar en medio del batallón, de verlas luchando y unidas como una sola, no quisiera otra cosa que ser mujer.
Éste fue mi primer 8 de marzo.