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Por Magui Arnal Fernández

Ciudad de México, 01 de julio de 2021 [03:32 GMT-5] (Neotraba)

Puso a hervir agua. Su prima le había hecho llegar un paquete con su infusión favorita, una extraña combinación de raíces japonesas, canela, jengibre, naranja y miel. El sabor siempre le provocaba un abandono, ganas de dormir; una anestesia. Un insecto apareció bajo sus pies. Rojo, moteado, con las alas abiertas, botones negros adornando su caparazón. Era una catarina.

Una tarde de marzo. Recostados sobre el pasto. Contándose cuentos, aprobando anotaciones, haciendo pedazos de historias; un picnic con quesos y vino. Él le daba de comer, ella le daba de leer. Sus dedos se enredaban entre los papeles, la piel, los cabellos, las bocas. La historia a cuatro manos, su proyecto, pronto estaría listo. ¿Qué tienes?, preguntó él. Vamos a casa, dijo ella: un dolor de fierro oxidado le atravesaba el vientre. Algo bajaba por sus piernas, manchando sus ropas. Marcando el día.

El chiflido de la tetera la hizo regresar en sí. En las últimas semanas, el calor no la dejaba dormir, o quizá era la ansiedad mentada tantas veces por su psicóloga. Podría ser la sequía atravesada en el cuerpo. Tomó su taza azul, la llenó del alivio y la memoria se puso a trabajar. Maldita ella, pensó, o benditas sean todas las memorias. Caminó descalza hacia el estudio. Luego de encender la computadora, se sentó, perdida en el rosa cursi que había colocado como fondo de pantalla, en esos días en los que él aún existía en ella. No pierdo nada, se repetía, y comenzó a teclear. Junto a ella, un nido de seres rojos como sangre, listos para escuchar.

Pasaron los meses y la distancia se hacía mayor. Todo terminó en el hospital: una sala tapizada de mosaicos, muros esterilizados, todo intocado, estéril. Me dejaste sola, le dijo cuando, horas después, sin muchos trámites ni preguntas, la dieron de alta. No me dejaron entrar, quise, pero no pude. Eres un cobarde. La suerte estaba echada para ambos: los dados no habían caído en pares. El insecto rojo, usualmente símbolo de la buena ventura, presumía su belleza, se pavoneaba cerca de ella, por donde quería.

Se conocieron doce años atrás, cuando apareció esa red social llamada Twitter, un terreno amable para pasar unos ratos perdiendo el tiempo, o haciendo bromas, o conociendo a personas en el anonimato a través de un avatar, quizá coqueteando por medio de los mensajes directos. Un insecto de invierno, de primavera, de sol. Se cruzaron por un retuit: ella escribió una frase sin ton ni son y él la vio. Fue su avatar o sus palabras, nunca supo, nunca quiso preguntar. Hombres que atraen con la poesía a mujeres rotas, eso fue lo que pasó, se repetía con cada palabra que tecleaba. Escribía flor y pensaba en la rabia; una oración o un punto y el corazón latía como en una centrífuga.

Ya era medio día. Encendió la radio. Luego, asqueada, la apagó. El mar de letras lleno de manchas negras, marcas rojas. Las patas del animal se acercaban ahora a su ombligo. El abandono tiene patas de insecto y se mueve rápidamente y en silencio.

Por años, siguieron jugando, escribiéndose en privado, prometiendo conocerse, mandándose historias irreales. Vivamos en una isla, hagamos el amor con palabras, escuchemos caracolas marinas. Años de amor, o deseo, o ambos. O nada. Qué es el quererse si no te han tocado, si no te saben y no te huelen. Pero ella amaba las palabras, las que se quedaban y las que llevaba el viento, las que traía el olvido.

Un día, se conocieron. Se tocaron, se emborracharon de tequila y caricias, planearon: se hicieron amantes. Se hicieron amigos. Después, sin más explicación, sus palabras empezaron a desaparecer. Las risas, los planes: toda la distancia que los había unido se hizo real.

Otra taza de té, ahora con un chorrito de bourbon. Salió a la terraza, celular en mano. Las lágrimas no la dejaban ver claramente, ni la noche ni lo que iba a hacer. Entró a su cuenta, había escrito un relato como hilo, como una noche; un cuento sin remitente. Likes, favs, erretés y ni uno de él. No la había leído. Su cabello se llenó de catarinas, de bichos, de polvo, de animales que bordeaban su cabeza, y su cerebro. ¿Te han dado ganas de gritar? ¿Qué puede ser peor que el amor no te lea? Quizá borrar tantos años, darle delete a una cuenta, desaparecer.

El sabor a canela y jengibre le hizo recordar sus labios, su lengua, sus líneas y libros. La distrajeron. Dejó el celular en la terraza, caminó agotada hacia su cama. Se quitó la camiseta y una fuerte comezón hizo que bajara la vista: entre sus pechos, aquella catarina comenzaba a crear su hogar.


Magui Arnal Fernández. Nació en la Ciudad de México y estudió Historia del Arte. Ha publicado ensayos y textos diversos para algunos museos del Instituto Nacional de Bellas Artes. Es autora de Los columpios de cada noche (Editorial Al gravitar Rotando, 2018).


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