Mondragón y Terríquez.
Mondragón y Terríquez. Un cuento de Manuel Ayala. Cuento incluido en la antología Máscara vs. Revólver, editada por editorial Artificios, 2018.
Mondragón y Terríquez. Un cuento de Manuel Ayala. Cuento incluido en la antología Máscara vs. Revólver, editada por editorial Artificios, 2018.
Por Manuel Ayala (@ManuelNoctis)
Puebla, México, 15 de agosto de 2019 (Neotraba)
Cuento incluido en la antología Máscara vs. Revólver, editada por editorial Artificios, 2018.
Cuando Mondragón me llamó para decirme que tenía algo importante, sabía que algo bueno traía entre manos. En esta ocasión me citó en un viejo café cerca de la oficina. Aunque él sabe que no puedo beber café por mis problemas de gastritis, yo entendía perfectamente que me había citado en ese lugar para hacer las cosas mucho más rápido.
En cuanto me senté a la mesa donde él se encontraba, me soltó una carpeta amarillenta y corroída. Sin mediar palabra, sus ojos me dieron esa curiosa señal de que tenía que observar su contenido antes de soltar alguna pregunta.
—Lo llevamos investigando desde hace varios años, lo tienen todo planeado, ahora sí va a caer ese gordo asqueroso y tú tendrás la exclusiva –me soltó de tiro, mientras yo hojeaba los documentos y fotografías.
Mondragón dio un sorbo largo y placentero a su café, como insinuando su satisfacción no solamente por la primicia que me traía, sino porque sabía bien que, aunque habían pasado varios años desde que me había alejado de aquella bebida, todavía le guardaba cierto cariño por todos los días de arduo trabajo en que me había acompañado.
—¡Mondragón!, ¡esto está de puta madre!
—Sé que lo necesitas para levantarte de esa mierda en la que te embarraron la última ocasión, quisiera decirte que es para ayudarte, pero la verdad es que lo hago más por pura pinche lástima, cabrón.
—¿Lo tomas o lo dejas? –me sentenció fríamente.
El recuerdo de la última experiencia en el caso “Hipódromo” me había dejado muy mal parado y algo tenía que hacer, aunque el pago fuera una humillación personal ante Mondragón. Me consolaba saber que este tremendo cabrón me debía más favores a mí que lo que él creía que estaba haciendo en este caso.
—Salte tú primero y vete directo a tu oficina. Cuando llegues, llámale de inmediato a Terríquez, dile que quieres llevar a tu novia a la función para que te guarde dos pases en gradas.
Dos días después llegué al auditorio municipal con mi novia, entregamos los pases y nos instalamos en la zona más lejana a donde se encontraba el ring. No debía exponerme demasiado. Después de las dos primeras funciones preestelares, observé que Mondragón se encontraba postrado cerca del lugar por donde salía cada uno de los luchadores haciendo gala de su talento. De no haber sido por aquel reloj de bolsillo que sacó para observar la hora, hubiera jurado que se trataba de un ridículo más, con esas ropas con que pretendía camuflarse entre la gente.
“Qué tremendo hijo de puta, se para en ese lugar después de todo lo que me confió”, pensé, pero no le di importancia. Mondragón es uno de esos con sangre fría que parecen no temerle a nada. El ofició lo ha hecho parecer insensible, pero sólo con aquellos a los que siempre ha querido meter tras las rejas.
Seguí disfrutando de la función de lucha libre que se llevaba a cabo esa noche ante un público eufórico que había abarrotado el lugar, observando todo a detalle. Cuando por fin se acercaba el momento para la lucha estelar, recibí un mensaje de Mondragón que decía: “Recuerda la carpeta y las indicaciones, presta atención a si sale de rojo o de blanco”. Me apresuré a recordar lo que en aquellos documentos se mencionaba en uno de los reportes confiscados y guardé la recomendación en mi memoria.
El estruendo en el auditorio se dio cuando comenzaron a salir los luchadores invitados para la gran gala luchística que había organizado el político pudiente de la ciudad, el gordo asqueroso al que se refería Mondragón. Uno a uno, salían vitoreados por el público hasta que le tocó el turno a Máscara Sangrienta. Todo el público gritaba jubiloso su nombre en aquel lugar. Su máscara de color rojo y su vestimenta flameante me dieron indicios de lo que Mondragón me había compartido en aquella carpeta que recibí en el café. La piel se me erizó, no por el estruendo de la gente, sino porque las acciones iban de acuerdo y conforme a la información que había recibido.
Una llave por aquí, un lance por allá, un sillazo de vez en cuando y un espasmo de repente se presentaban en la lucha, y yo me estaba aburriendo. Por un momento comencé a pensar que había sido timado por Mondragón y que se trataba de una puta humillación de éste para regodearse de la situación en la que ya me encontraba.
Después de una cerveza que me había tomado tranquilamente hasta calentarse y ante la calma de la lucha estelar, preferí ir al baño. Recorrí las gradas finales hasta el último escalón donde se encontraban los sanitarios del auditorio y me metí. Mientras orinaba de lo lindo, pensaba en todo ello. El puto “Hipódromo”, la incredibilidad en la que me había sumergido, el haber perdido parte de la confianza del vejete de mi jefe, y los años que ya me traía encima me habían tirado la moral por los suelos.
El alarido de la gente comenzó a intensificarse y me sacó del trance en que me había metido. “Nada fuera de lo común”, pensé; la gente en las funciones de lucha libre, como en el futbol, suelen descargar su euforia ante cualquier circunstancia.
Cuando salí del baño, Máscara Sangrienta traía en jaque a su contrincante, un hijo de un promotor que había tenido un conflicto hacía un par de años con el político asqueroso. Uno tras otro le soltaba golpes, patadas, sillazos y una que otra llave que la gente aplaudía totalmente eufórica. Bajé corriendo los escalones hasta el lugar donde se encontraba mi novia.
—No manches, Ramón, lo trae a puro madrazo, esto se puso bueno.
Conforme pasaban los minutos, aquello que se pensaba como una función de lucha libre, comenzó a ser una especie de pelea callejera y todo mundo lo celebraba. Aunque las luchas muchas veces suelen tornarse cruentas para el público, empezaba a notar algo extraño en aquella función. Máscara Sangrienta continuaba con la juerga y su contrincante pedía la redención, pero esto no parecía importarle mucho.
La sangre del contrincante brotó de su cabeza, no era salsa cátsup ni una bolsita de colorante color rojo lo que emanaba de la frente de su rival. Se veía desorbitado y aun así la gente gritaba eufórica mientras recorrían las gradas madrazo tras madrazo. Regresé inmediatamente la vista hacia donde había visto postrado a Mondragón, pero ya no se encontraba en el lugar. Sin embargo, el político regordete que había organizado la lucha aplaudía complaciente por el espectáculo que se estaba dando mientras fumaba uno de sus puros que –presumía– mandaba pedir especial y directamente desde Cuba.
Le marqué entonces a Carranza, el oficial al que le había compartido aquella información que me había proporcionado Mondragón, y me dijo que todo iba conforme al plan que habían establecido. Me sentí aliviado y me acomodé nuevamente para seguir observando la función. Cuando el contrincante de Máscara Sangrienta quedó tendido en una de las filas entre el público, el estelar lo remató en la cabeza con una de las sillas y regresó al ring, triunfante, mientras el público seguía eufórico por su hazaña.
Pensé nuevamente en mis problemas con el alcohol y las drogas en las que había caído después del caso “Hipódromo”. No culpo a Mondragón de todo ello, porque, así como me hizo conocer el infierno, también me había hecho conocer y deambular por los placeres más inhóspitos de mi profesión. Fue él quien me había envuelto nuevamente en esta situación y sabía muy bien que, dependiendo del resultado de esa función, mi carrera podría florecer nuevamente o de plano me patearía en el culo directo al abismo y la crucifixión.
Escuché entonces el ulular de las sirenas de una ambulancia, los paramédicos llegaron directamente sobre el cuerpo del luchador que se encontraba tendido sobre las gradas. Mientras todo ello sucedía me percaté de que el viejo regordete, sus acompañantes y Máscara Sangrienta, ya no se encontraban en el lugar.
—Tenemos que irnos –le dije a mi novia.
Cuando salimos del auditorio, cuatro patrullas policiacas iban arribando al lugar. Al frente de aquel operativo vi a Terríquez, con las manos fajadas en el pantalón, dando órdenes a sus elementos. Un poco desconcertado, me acerqué a él.
—Querías la primicia, ¿no? Traemos la orden de aprehensión –me dijo, y agregó–: hazte pendejo un rato y luego te acercas y esperas a que yo salga.
Me dirigí en chinga al estacionamiento con mi novia, le pedí que me esperara en el auto y tomé mi libreta de mano y una pequeña cámara que me colgué en el cuello.
—¿Por qué?, ¿a dónde vas?
—¡Voy a reportear!, ¡aguanta!
Me aproximé a la puerta principal del auditorio. Algunas personas salían con el rostro desencajado sin saber realmente qué era lo que estaba pasando. Algunos estaban postrados afuera, esperando a ver qué sucedía, y otros cuantos salían despavoridos del lugar, directamente hacia sus carros o a tomar uno de los taxis que ya se encontraban en fila aguardando para el servicio.
Esperé con el nervio y la adrenalina a flote. Sabía que era mi oportunidad de salir del maldito hoyo en el que me encontraba y aguardé impaciente junto al tumulto de personas que esperaban en la salida. Por el largo túnel del auditorio observé que Mondragón y Terríquez venían junto al político influyente y me metí entre la gente lo más cerca que pude.
—Oficial, nos reportan que aquí ha sucedido una tragedia y que un político podría estar involucrado en el caso.
—Ahorita no, Ramón, no podemos decir mucho, estamos trabajando en ello.
—Pero…, se habla de un asesinato, señor…
—Recibimos un reporte, ya se venía trabajando en ello.
—¿Es culpable de lo que se le acusa?
—Las pruebas son contundentes, es todo lo que puedo decirte.
Me quité del paso y anoté unas cuantas pendejadas en mi libretilla. Estuve observando la escena durante algunos minutos y recibí un mensaje del doctor Cervantes.
—Ya lo revisamos, Ramón, tiene una fuerte contusión en la cabeza, lo más probable es que sea muerte por trauma craneoencefálico.
“Político influyente involucrado en el asesinato de un luchador”, se leía en el encabezado de mi nota al día siguiente. Fue la primicia en el periódico en el que me dejaban colaborar de vez en cuando. Me fue inevitable soltar una ligera sonrisa al mirarlo. Inmediatamente después de que me acomodé el diario bajo el brazo, recibí una llamada de Mondragón.
—Quiubo, Ramón, ¿cómo te quedó el ojo, cabrón? ¡Sí que eres un tremendo hijo de puta! Vamos por un pinche café, te tengo otra primicia.