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Por Graciela Matrajt

Seattle, Estados Unidos, 19 de diciembre de 2020 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

“Al final, cada vida no es más que la suma de hechos accidentales, una crónica de intersecciones fortuitas, de casualidades, de eventos aleatorios que no revelan nada más que su propia falta de propósito”.

Paul Auster, La habitación cerrada.

Esa noche me quedé hasta tarde ojeando las noticias en mi computadora. Ya había acostado a mi hija. Mi esposo estaba leyendo en la cama. La noche anterior había escuchado una entrevista de Yuval Noah Harari, el filósofo e historiador israelí, autor de varios libros, sobre las consecuencias de las tecnologías que ha desarrollado el ser humano. En esta, Harari explicó que las computadoras y los teléfonos celulares nos espían. Citó como ejemplo una experiencia propia, en donde la máquina puede percatarse de lo que estás mirando y así adivinar que eres, por ejemplo, gay. Y a partir de esa especulación bombardearte con propaganda, fotos, objetos y mensajes que estén asociados con tus intereses.

Me quedé pasmada después de escuchar esa entrevista y durante todo el día siguiente no pude dejar de pensar en que tal vez yo también estaba siendo espiada. ¡Por mi propia computadora!

Me puse a leer noticias de ciencia y arte para distraerme. De súbito, una ventana apareció en mi campo visual encima de lo que yo estaba leyendo. En ella había un hombre de unos cuarenta años de edad, con una abundante barba negra y ojos grandes también oscuros, que parecía absorto en lo que estaba viendo en su propia pantalla que no se había percatado de que yo lo observaba. En realidad, ¿cómo podría él saberlo? Sonaba imposible. ¿A menos que él también hubiese escuchado la entrevista de Harari?

Al principio pensé que me estaban jugando una broma. Pero reflexionando un poco me di cuenta de que no había manera de que alguien pudiera hacerme una broma introduciéndose en mi máquina y metiendo también a este hombre desconocido. No, no podía ser. Yo no conocía a nadie con tanta destreza.

Por algunos minutos lo estudié tratando de descifrar su contexto. Detrás de él había luz natural que parecía entrar por una ventana lateral. O sea que estaba en un lugar donde era de día. Otro huso horario, distinto al mío. Eran cerca de las once de la noche. No podíamos hallarnos en el mismo país, ni siquiera en el mismo continente. Por su aspecto, si era en Asia, entonces era, probablemente, del Medio Oriente.

Luchando contra mi timidez y llevada por mi enorme curiosidad me decidí a hablarle. “Hello”, dije, suponiendo que si usaba el idioma más difundido tendría más oportunidad de ser comprendida. Nada. El hombre no reaccionó. Quizás no me escuchó, pensé. “Hello”, repetí, esta vez con menos timidez. Él levantó la mirada y giró la cabeza, como si buscara de donde había salido esa voz. Concluí que estaba solo y por eso le sorprendió escucharme. Volví a repetir “hello” y agregué “how are you?”. Ahora él me había escuchado con claridad. Buscaba el origen de esa voz femenina, volteando la cabeza y asomando por encima de su monitor, como si yo pudiera estar escondida detrás. Así que le dije “I am inside your computer”.

Él se mostró muy sorprendido, pero al mismo tiempo no parecía asimilar lo que yo le había dicho y seguía buscando alrededor. Entonces le pregunté: “Do you speak English?”, pero él no me contestó. Quizá no hablaba inglés y no me estaba entendiendo. Intenté entonces otros idiomas: “Hola”, “bonjour”, “ciao”, “olá”. Nada. Él seguía buscando de dónde salía mi voz, hasta que, tras mover ventanas en su pantalla, aquella con mi imagen apareció ante él. Pude inferirlo por el cambio en la expresión de su rostro, que mostraba una mezcla de sorpresa y alivio. Como si por fin hubiese resuelto el misterio del origen de esa voz que le hablaba en un idioma que él no conocía. Al ver mi imagen, me sonrió. Tenía una hermosa sonrisa que terminó por cautivarme y me dejó perpleja por algunos segundos.

Como no me entendía y no hablaba ninguno de los idiomas que usé para saludarlo, me limité a emplear el lenguaje corporal. A su sonrisa le contesté con otra igualmente entusiasta y con un ademán de mi mano derecha. Él también levantó la suya para saludarme y volvió a sonreír. Habíamos superado la etapa de la intriga del origen de la voz. Ahora empezaba un nuevo misterio. Ambos queríamos comprender quién era el otro y cómo habíamos aparecido en nuestras respectivas pantallas. ¡Uf!

Me detuve unos segundos más para observar sus facciones. Y creí reconocer sus ojos que, muy expresivos, fueron dando lugar a la confianza, invitando a un intercambio, a una complicidad. Sí. Yo había visto esos ojos antes. Y esa hermosa sonrisa. Ese rostro de rasgos finos tan distintos a los de mi entorno me era conocido. Muy conocido. Pero, ¿de dónde?, ¿cómo? Él estaba en otro país y no hablaba ninguno de los idiomas que usé para saludarlo. ¿Cómo podía conocerlo?, ¿de dónde era?

Mientras lo observaba y trataba de recordar dónde lo había visto, él me seguía sonriendo, pero no decía nada. Y de repente creí reconocerlo. Un actor. ¡Claro! Un actor que había visto hace poco en alguna de las películas a las que me había vuelto aficionada. Soy cinéfila y a últimas fechas he tenido mucho interés por el cine de Irán y Turquía. Especialmente de Turquía, que visité hace veinte años y de la que me enamoré. A pesar de estar lejos, la cultura, las artesanías y hasta la arquitectura tienen mucho en común con México.

Y así, recordando y pensando en las diferentes películas y series turcas que había visto, por fin lo identifiqué. Era sin duda un actor de Turquía. Entonces, haciendo uso de mi memoria, traté de recordar algunas de las palabras de esa lengua que fui aprendiendo después de tantas horas frente a la pantalla. Y, arriesgándome a no pronunciarlo de manera correcta o a que fuera el idioma equivocado, le dije “merhaba”, hola en turco. “Merhaba”, contestó él. ¡Sí!, pensé. Habla turco, es turco. Vamos progresando.

¿Será el actor que creo haber reconocido? Mis limitados conocimientos en esa lengua no me permitieron recordar cómo se dice “¿cómo estás?”. Y abriendo el traductor de Google busqué la traducción. “Nasilsin” dije. Eso iluminó sus ojos y, regalándome otra cautivadora sonrisa, me respondió algo que no comprendí. Aprovechando que el turco, como el español, es un idioma fonético, escribí lo que entendí en el traductor. Me propuso una frase que tenía mucho sentido: “Muy bien, ¿y tú?, ¿quién eres? y ¿de dónde sales?”. Ahora estaba segura. Era Ömer Bulut. Había captado su dulce voz. Inigualable. Varonil, pero diferente de la típica masculina. Única. Lo identificaba sin la menor duda. Era él.

Con gran emoción escribí mi respuesta en el traductor y, al tiempo que se la leía, iba observando su reacción. Era la primera vez que me encontraba en un diálogo en estas circunstancias. Y además de original, era divertido. Mi interlocutor, también entusiasmado, respondió. Y así iniciamos ambos una conversación apasionada que duraría más de dos horas. ¡Bendito sea el traductor Google!, pensé.

Ömer Bulut, uno de mis favoritos. ¡Quién lo hubiera imaginado! Ahora, gracias a este inexplicable incidente, estaba descubriendo que detrás del actor había un hombre de gran sensibilidad. A pesar de su fama, sus respuestas iban revelando un ser sencillo con quien yo tenía muchos intereses en común. Los libros, el cine, la música, el buceo, el trabajo humanitario.

De alguna manera, lo que había escuchado en la entrevista de Harari se estaba materializando en este momento. Era cierto. Mi computadora me había estado espiando y se había percatado de mi afinidad con Turquía y con el séptimo arte de ese país. Y ahora me permitía meterme, como una intrusa, en la computadora y, por un breve instante, en la intimidad de este artista turco. No pude evitar preguntarme qué había podido espiar en él la suya que lo llevó a aparecer en la mía. ¿Interés en México?, pero entonces, podría haber emergido en la de cualquier otra persona. ¿Inclinación por las cinéfilas mexicanas con afición al cine turco? Con las afinidades que ambos fuimos descubriendo esa noche, había más de una respuesta posible.

Me dije que esas eran todas preguntas que podría hacerle otro día; que serían una buena excusa para volvernos a reunir. Pero siendo ya las dos de la mañana, se me cerraban los ojos y sabiendo que en menos de seis horas me iba a tener que levantar para comenzar mi rutina diaria, le sugerí encontrarnos de nuevo otra noche (día para él) para seguir conociéndonos. Accedió.

Estaba tan cansada que no pensé en organizar cómo nos íbamos a conectar de nuevo. Después de todo, ni él ni yo hicimos nada por arreglar este encuentro. Fueron nuestras computadoras espías que organizaron esta cita tan espontánea e inesperada. Quizá para demostrarme que la teoría de Harari era real y que habíamos desarrollado una tecnología fisgona diseñada para controlar nuestras vidas, hasta lo más íntimo de ellas. Bueno, pensé, quizá no todo es tan negativo. A fin de cuentas, mi entrometida máquina me conectó con un gran ser humano a quien de otra forma nunca habría conocido. Vamos, Harari, no todo es tan negativo en el cibermundo en que vivimos.

Me fui a acostar con más entusiasmo que la noche anterior. Me sentía más optimista y dormí como un bebé. Cuando sonó el despertador me costó trabajo levantarme. No estaba segura de cuánto había dormido. Me sentía cansada, pero, al mismo tiempo, estaba extasiada. Había tenido un gran sueño, en el que había conversado con Ömer. Me levanté y, arrastrando los pies, llegué hasta la cocina para preparar el desayuno. Una luz que titilaba desde mi computadora llamó mi atención. Me acerqué al monitor que había dejado abierto. Allí encontré una pantalla con un mensaje simple de una sola palabra. Atónita, leí “merhaba”.

Cerré el monitor y me dirigí a la cocina para hacerme un café.


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