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Por John Better

Colombia, 19 de junio de 2021 [12:41 GMT-5] (Neotraba)

El día de hoy se cumplen 11 años de la partida de Carlos Monsiváis. Con el motivo del aniversario luctuoso, el escritor colombiano John Better nos permite reproducir esta entrevista hecha por él al escritor mexicano. Una de las últimas concedidas por el cronista, antes de su fallecimiento en 2010.


JB. ¿De qué manera ha vivido Carlos Monsiváis la ciudad para luego retratarla en sus escritos?

CM. Un cronista nunca es tan programático como para vivir la ciudad con el objeto de luego transcribir sus impresiones. Con frecuencia, hay encargos periodísticos que obligan a recorrer y analizar una parte de la ciudad, pero, en sí misma, la ciudad lo vive a uno o a una, nos traspasa, nos entrega un caudal de temas que sólo fragmentariamente podemos aprovechar. La ciudad no está fuera de sus habitantes, aunque a veces así lo parezca, se integra a las reacciones, los sentimientos, las indignaciones, el cinismo, la desesperanza. La ciudad es el modo en que la resentimos, y si tenemos suerte (sinónimo de talento) a veces conseguimos trasladar sus vislumbres a la página. En rigor, y sin paradojas, las vivencias de los cronistas, las más genuinas, surgen al escribir, no antes.

JB. Escribió usted su primera crónica a los 16 años, ¿de qué hablaba en ese entonces?

CM. Asistí a una marcha de protesta en contra del golpe de la CIA en Guatemala, para derribar al presidente legítimo Jacobo Arbenz. Era 1954 y la izquierda mexicana, abrumada por el horror incesante del PRI, dictablanda notoria, era minúscula. Probablemente asistimos cinco o seis mil personas, pero a la cabeza de la manifestación iban Diego Rivera y, en silla de ruedas, ya con los signos del pleno agotamiento, Frida Kahlo. Al llegar a mi casa, todavía conmocionado, escribí unas páginas de las que no me avergüenzo tanto porque han desaparecido para siempre. Advertí que la crónica me resultaba un género extraordinario, aunque a juzgar por aquella de la marcha, mi acercamiento al principio fue de retórica de mitin sin asistentes.

JB. ¿Qué pasa por su mente cuando en cualquier lugar del país, ya sea en un estadio de fútbol, durante algún concierto, en un palenque, o una manifestación x, algún efusivo grita: ¡Viva México, cabrones!?

CM. El grito “¡Viva México, cabrones!” siempre me pareció un enigma. ¿Quiénes son los cabrones que no quieren que viva México? ¿Por qué tendría México que morir cuando es un país relativamente joven? ¿A qué dioses de la sordera se dirige una exclamación tan enfática? Y la obsesión más enfática: ¿De qué país son los cabrones? Muy probablemente de Groenlandia.

JB. Durante paseos o caminatas que haya hecho en alguna avenida de las grandes o pequeñas ciudades del mundo, ¿qué cosas lo hacen detenerse y observar con detalle?

CM. Antes me detenía en cualquier lugar, a indagar sobre cualquier estatua, casa, edificio o movimiento callejero que atrajese mi curiosidad. Por momentos, el morbo. Ahora, con tanto que se dice de la inseguridad y la violencia, me detengo menos porque no quiero ser el sujeto de mi propia crónica acongojada. Pero si hay que dar una respuesta categórica, lo que más convoca mi atención son los hechos de la estética y los de la sociedad. Y no especifico para no hablar de política, de criterios arquitectónicos, de pobreza, de la delincuencia o del sexo.

JB. Entrando en el tema de lo popular –para ser más específico de lo romántico popular– donde la crónica roja es un álbum sangriento que nos recuerda que las traiciones se cobran a punta de puñales, hachazos, macetillas etc., ¿el amor en Latinoamérica es más pasional y violento?

CM. El amor en Latinoamérica no se distancia de las reglas del amor en cualquier parte, si consideramos el amor desde una perspectiva romántica, idealizada, metafórica. Como dice el bolero: “Amor es un algo/ sin nombre,/ que obsesiona a un hombre/ por una mujer”. Pero esa forma de la entrega amorosa se deja ver en mucho menor medida que antes. Lo usual es atribuirle al amor las características del acto sexual: “Tuve una disfunción eréctil en mi capacidad amatoria”, o “Amor, amor, amor, nació de ti, nació de mí, de los condones”. Esa es la realidad, lo demás suelen ser trámites de la clasificación de la experiencia por edades.

JB. En Wikipedia, que parece ser el oráculo de la sociedad moderna, dicen de usted que es el último escritor público de México. No sólo porque todo el país lo ha leído, sino que lo reconoce en la calle. Aun así, ¿Monsiváis a veces pasa por anónimo en una ciudad tan grande como DF?

CM. No se puede ser anónimo en el DF porque si todos somos seres anónimos, nadie lo es. No es una paradoja: soy una persona conocida y soy un profesional del anonimato. Algo que aprendí en mis días de militancia adolescente, cuando creíamos ser clandestinos, lo único que sí se nos daba era el anonimato: “¿Para qué te andabas escondiendo? No te buscaba la policía sino tu tío para invitarte a la fiesta sorpresa de tu mamá”.

JB. En su visita a Barranquilla, en 2007, usted inauguró el primer Carnaval de las Artes, con un ensayo titulado “El Carnaval ¿para qué?”, en el que se abarcaban todas las acreditaciones que una fiesta como ésta otorga a sus gentes. Entre sus exposiciones hay una que me llama la atención. Es cuando menciona el tema del travestismo, al que redefine como signo de las metamorfosis de la tolerancia, que entraña el travestido latinoamericano. El maricón tercermundista que refleja, por ejemplo, Pedro Lemebel en su manifiesto.

CM. No tengo la capacidad para sintetizar un fenómeno tan difundido como el travestismo. Desde luego, las antiguas divisiones en la apariencia entre hombres y mujeres ya no rigen. ¿Cuántas mujeres usan pantalones? ¿Qué es lo unisex? No se prevé el uso de faldas en los hombres, pero sí la normalización de la presencia de los travestis. No se les invitará a las reuniones de la derecha o de la Buena Sociedad, de los godos de México y Colombia, pero los travestis son más que todo un ejercicio de los derechos sobre el aspecto, y una carnavalización de la realidad. Falta todavía para la tolerancia y el respeto debidos, pero si los travestis han llegado a la televisión, los derechistas bien pueden vestirse de monjas, que sería un travestismo devocional.

JB. Los chicos de mi generación tenemos un recuerdo de nuestra niñez muy mexicano. Por ejemplo, de las películas de Cantinflas, Pedro infante, María Félix, la música de J. Alfredo Jiménez, las telenovelas. ¿A qué cree que se debió esta influencia de la cultura popular mexicana en nuestro país?

CM. A que el cine mexicano nunca tuvo temor al ridículo, a que la industria fílmica, la discográfica y la televisiva de México eran las más fuertes de América Latina, y a que algunas películas, algunos ídolos cinematográficos y algunos compositores, de Lara a José Alfredo, eran en verdad notables. Nótese que excluyo como quien no quiere la cosa a las telenovelas cuya abundancia en América Latina podría haber llevado a una ruptura de relaciones culturales.

JB. Hablando un poco de política, siendo usted un hombre de izquierda, ¿qué opinión le merecen figuras como los mandatarios de Colombia y Venezuela? (En caso de no contestar, la pregunta sería si cree en una nueva izquierda latinoamericana).

CM. No contesto la pregunta porque quiero regresar a ambos países que me gustan muchísimo, y porque yo de política entiendo tanto como los políticos, con la ventaja de que no genero una burocracia. En cuanto a la nueva izquierda latinoamericana… si no creyera en su existencia en este momento de crisis ubicua y avasalladora, tendría que mudar de convicciones y asilarme en un convento para no verme privatizado junto a la realidad. No soy optimista, pero el colmo del pesimismo es suponer que la derecha se impondrá, algo imposible desde el punto de vista de la gobernabilidad. Son demasiados los que ya saben de la existencia de sus derechos y los exigen.

JB. Por último, ¿qué tan divertido y complejo es ser Carlos Monsiváis?

CM. No soy la persona más indicada para contestar una pregunta tan críptica. No sé quién es Carlos Monsiváis. O si lo sé, me pasa lo que a todos: cuando me sé a mí mismo en demasía me aburro soberana y democráticamente. A lo mejor contestaré a esa pregunta en mi epitafio: “Me divertí tanto que se me olvidó mi identidad”.


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