Más allá de los juegos de palabras, la crónica de Vicente Alfonso
En 2018, Vicente Alfonso recibía el Premio Bellas Artes de Crónica Literaria Carlos Montemayor. El resultado, "A la orilla de la carretera", es el motivo de esta charla.
En 2018, Vicente Alfonso recibía el Premio Bellas Artes de Crónica Literaria Carlos Montemayor. El resultado, "A la orilla de la carretera", es el motivo de esta charla.
Por Luis J. L. Chigo
Puebla, México, 15 de septiembre de 2021 [06:42 GMT-5] (Neotraba)
Durante mucho tiempo, el juicio sobre el ejercicio de las Artes, la Literatura y la Filosofía era su independencia de todo compromiso. Teníamos permitido ser desinteresados con el contexto, ignorarlo, pues la finalidad era el ocio del espíritu. Pero la historia no nos permite la capacidad de olvidar, por ello, muchos discursos parecieran renacer para advertirnos de las consecuencias.
Vicente Alfonso (Torreón, Coahuila, 1977) es de aquellos escritores sin temor al compromiso. Su ejercicio escritural se enraíza en dar testimonios suficientes para comprender los acontecimientos, en su mayoría, violentos por naturaleza. En 2018 sería galardonado por esta tarea en su modalidad de crónica con el Premio Bellas Artes de Crónica Literaria Carlos Montemayor. En aquel momento el libro se tituló Aquí se pudre todo y en su edición comercial, bajo el sello de la Editorial Universitaria UANL, como A la orilla de la carretera (crónicas desde Chilpancingo).
Son varias las coincidencias cuya unión es por demás interesante. La obra de Vicente Alfonso recopila historias sobre la cotidianidad de Chilpancingo, como la deficiencia del sistema encargado de la basura o del mismo servicio médico forense. Un recorrido por la incansable pero complicada búsqueda de los cuerpos de familiares, de condiciones aptas para ejercer el periodismo y de los mitos de un estado indescifrable. Ese quizá sea el principal acierto del libro, la capacidad de mostrar la mayor cantidad de ángulos, desde la lucha por un territorio, la corrupción de policías y autodefensas, hasta escritores icónicos vislumbrando obras maestras en carreteras de Guerrero.
Además, Alfonso se embarca en una persecución a través de la geografía complicada y basta del estado para encontrar el rastro de Carlos Montemayor. Nuevamente, pieza por pieza, las crónicas construyen el camino del escritor chihuahuense y su elaboración de Guerra en El Paraíso, una novela hasta hace poco casi inconseguible y con una temática igual de oscura: la Guerra Sucia en la década de los ’70.
Militares, normalistas, campesinos, autoridades gubernamentales, policías, toda una pluralidad de personajes emergen de A la orilla de la carretera. Sea quizá el cuaderno de un detective, el rastro para detenernos y reconsiderar nuestras observaciones a una realidad nada complaciente.
Luis J. L. Chigo. Las crónicas son muy similares en estilo a una nota de periódico. Cortas, concisas, pero sin la estructura de la clásica pirámide inversa. Aterrizan en espacios pequeños de escritura. ¿Cómo llevas acabo esta labor?
Vicente Alfonso. Realizo el doble oficio de escritor y periodista desde hace más de 20 años. Es en el espacio de la crónica donde confluyen las dos tareas. Entonces, efectivamente me impuse como reto contar las historias de la manera más breve posible, sin dejar fuera algo importante de incluir en el libro.
Hay dos líneas en el libro: el retrato de la vida en la ciudad de Chilpancingo, con sus altibajos, cosas fascinantes, y también las bastantes duras; la otra es la investigación para seguir los pasos de don Carlos Montemayor y la escritura de su novela Guerra en El Paraíso. El reto fue doble.
Me gusta la conformación de los libros como una suerte de expedientes, donde hay distintas voces y cada una añade algo al gran rompecabezas. Por eso adquirió esa forma.
LJLC. Específicamente en la crónica “La verdad desnuda”, encontramos ese toque entre sátira y la narración de un hecho histórico sobre periodismo. ¿Este último se coloca como una especie de protagonista de las crónicas?
VA. Me gusta mucho la pregunta. En una de las primeras crónicas, menciono que, cuando se habla de Guerra en El Paraíso, siempre se comenta la existencia de dos grupos antagónicos. Hablamos del ejército y los campesinos a favor del movimiento de Lucio Cabañas de manera directa o indirecta.
Pero hay un tercer grupo: los periodistas. Conté cuántos pasajes estaban protagonizados por ellos, cuántas voces de periodistas hay, es un número tan alto como el de los campesinos o el de los militares. Es importante tomarlo en cuenta, son los mensajeros de uno y otro. Los periodistas no están siempre del mismo lado, pero sin duda son un actor muy importante en esa guerra como en otras guerras, desde entonces.
En “La verdad desnuda”, intenté arrojar luz sobre la realidad de los periodistas. Hace 30 años como ahora, significa estar muy cercanos a uno u otro lado de la lucha. Me interesaba mucho involucrar al autor de alguna manera con lo que representa hacer periodismo hoy en día en Chilpancingo.
También en esa crónica hablo de la paradoja del editor, de cómo hay una guerra de discursos al interior de los periódicos sobre la publicación en robaplana de desnudos femeninos. Por un lado, se da eco a estos reclamos del respeto a las mujeres, por otro, se siguen prácticas antañas del periodismo –como publicar a esas chicas de la página 22. Los periódicos se hacen un campo de guerra donde siempre hay posturas encontradas. Si abrimos sus páginas, todo se ve parejo, pero con una lectura atenta salen esas discusiones.
LJLC. La artista sinaloense Teresa Margolles tiene una colección de portadas del PM y precisamente con ellas armó la pieza PM 2010. En las primeras planas observamos de un lado los semidesnudos o desnudos y del otro lado un decapitado. Si bien hay una ética y una intención de informar desde la neutralidad, ¿el periodismo también retrata desde la pornografía?
VA. No hay un sólo periodismo ni una sola ética periodística –por desgracia–, sino muchos periodismos obedientes a distintos fines. Sin duda, hay publicaciones cuyo norte de la brújula es vender lo que se venda –llámese violencia o contenidos de sexo explícito– y frente a eso hay otros ejercicios periodísticos.
En la novela de Montemayor lo apreciamos, desde el corresponsal extranjero sin mucho contexto, pero trata de abrirse paso en este mundo de significados complejos que era nuestro país –el de los ’70– hasta los pasquineros –como les llaman en muchos lugares de la república. Estos últimos, hacen un periódico pequeño, con un tiraje muy limitado y destinado a repartirse sólo en las oficinas de gobierno para recibir su respectivo chayote mensual o semanal. En ese universo, en el abanico entre una y otra posibilidad, caben cualquier cantidad de tipos de periodismo.
Como lectores, nos corresponde tener una aproximación crítica a cada publicación física, en papel o de internet –pues el fenómeno se agudizó de los ’70 para acá.
LJLC. Recordarás el famoso número de Proceso con la entrevista de Julio Scherer García a “El Mayo” Zambada. También aquél sobre el narcotráfico, durante el sexenio de Felipe Calderón. Mostraba militares o sicarios con armas en las fotografías. ¿Qué papel juega ese periodismo en ese universo? ¿No es una muestra pornográfica de la violencia?
VA. Pienso que no, específicamente en el caso de ese número de Proceso –por cierto, fue tan cotizado al grado de reeditarse, es de esos números coleccionables.
Tuve la oportunidad de platicar con don Julio Scherer en varias ocasiones, incluso fui colaborador externo de Proceso. Él tenía un dicho: “Si el Diablo me da una entrevista, bajo al infierno a entrevistarlo”. Curiosamente, no daba entrevistas, conocía las implicaciones de cualquier conversación. Él era fiel a esa ética, y esa era una discusión muy válida en ese momento. Estábamos en uno de los períodos más duros de la llamada “Guerra contra el narco”, el ejército sale de los cuarteles.
La discusión ya estaba, no era una discusión fuera de la agenda de la revista, todo lo contrario. Aclaraba ciertas cosas no tan diáfanas del discurso del Estado y del Gobierno de México. En ese sentido y en muchos otros ejercicios periodísticos no sólo publicados en las páginas de Proceso, sino de muchos otros medios, abonaban a esta discusión nacional e internacional aún no finalizada.
Hace poco leí la novela La tierra de la gran promesa de Juan Villoro. Es una reflexión muy importante sobre el papel de las artes y el periodismo en esta discusión nacional en torno al narcotráfico. Va más allá de lo superficial, del imaginario de personas en trocas ostentosas y botas con cinto piteado. El narco penetra en todos los rincones de nuestra sociedad y está aún en los lugares más sofisticados, representado a través del inmenso poder económico.
LJLC. La entrevista tiene un papel importante dentro del libro. Sobre todo, en las conversaciones con la gente allegada a Carlos Montemayor la crónica se realiza en formato de entrevista. ¿La piensas como género o es una mera herramienta para llevar a cabo la crónica?
VA. Específicamente en este libro, me apoyé mucho en la entrevista por dos cosas: la primera, porque no soy guerrerense, sino coahuilense. Mi discurso sobre sobre la historia, el contexto y la situación en Chilpancingo y los alrededores, era muy limitado. Como cronista, una herramienta válida es tomar el papel de forastero, es decir, hacerse preguntas y buscar las respuestas.
Mi libro no pretende dar respuestas últimas sobre Guerrero. No me toca a mí explicar este territorio tan complejo y al mismo tiempo tan fascinante. Como cronista quiero ser honesto y decir “miren, esto es lo que yo veo”. Abrir la puerta a muchísimas preguntas, buscar juntos qué nos pueden decir no un solo actor, sino distintos actores. Por eso me quise apoyar en ella.
Ahora, en el asunto formal –como bien lo adviertes–, poner las entrevistas en ese formato de conversaciones en donde retrato cómo sucede lo mismo, obedece a esta necesidad de reflejar la búsqueda. Pude elegir otro formato y hacer una especie de rompecabezas donde transmita la sensación de ser una persona muy informada y citar a mis fuentes, pero quise ser honesto y retratar justamente todo este caos interno generado en mí por recibir constantemente mucha información de muy distintas naturalezas.
Al final, ¿cómo combinas todo eso? ¿Cuál es la imagen que produce en ti al final? En cada lector será distinta, como también es distinta en cada habitante de Chilpancingo.
LJLC. Después de la lectura del libro, me impresionó el subtítulo “Crónicas desde Chilpancingo”. La ciudad es sujeto de la crónica en 8 de los 39 textos. Te desprendes de la capital para hablar del resto de Guerrero. ¿Cómo te permite la capital observar el resto de la entidad?
VA. Iba a comenzar por ahí, la capital es la “reina sin corona” de Guerrero. Por muchísimo, Acapulco es el punto más conocido del estado. Por eso –y quizá también lo advertiste– hay un vacío muy significativo: prácticamente no hablo de Acapulco.
Hay una crónica sobre Ricardo Garibay sus intentos de hacer un libro de crónicas, pero hay un silencio deliberado alrededor de eso, mi intención era retratar Guerrero en general. Empiezo con el retrato de Chilpancingo, pero me noto cómo Chilpo es el punto de entrada a la sierra. Por supuesto, si uno quiere ir a la sierra de Atoyac, debe viajar por horas. La capital era mi base de operaciones.
Las historias se mezclan sólo en mi cabeza. De pronto sí se cruzan en la realidad, pero las asociaciones vienen de cómo me llega la información a mí. Incluso, le pedí a Antonio Ramos, editor del libro, incluir el mapa de Chilpancingo y los alrededores. Siempre hablo de los alrededores, un montón de las historias son justo las cosas que llegan por tramos a Chilpancingo. Llegaban primero las noticias en forma de rumor. “Dicen que hay desplazados” y más tarde llegaba la gente a la capital, lo mismo con las balaceras y el cobro de derecho de piso.
Aunque no se mencione Chilpancingo directamente, muchas de las veces las víctimas directas de estas situaciones recalan ahí. Era el punto donde jalaba el hilo de la historia. Si bien, en varias de ellas fue necesario irme a otro lado para seguir reporteándole.
LJLC. Según mencionas, el título del libro era “Aquí todo se pudre”. El discurso oficial habla sobre una disminución de la violencia en Chilpancingo. Desde tu perspectiva, ¿las cosas aún se pudren ahí?
VA. Algunos amigos me informan de algunos sucesos actuales de la entidad. Un principio de cambio es la voluntad del gobierno del presidente López Obrador, de no partir de la criminalización de las víctimas. ¿A qué me refiero? Por ejemplo, en aquellos debates en la campaña por la presidencia, cuando se habló de la posibilidad de una amnistía para los campesinos que siembran amapola.
Es muy fácil decir “¿Cómo van a perdonar a esos criminales?” Desde nuestra vida citadina con ciertas condiciones –quizá difíciles, pero distintas a las de la gente allá arriba–, es muy fácil condenar. Pero el ejercicio necesario no es la condena desde donde estamos parados, sino conocer y tratar de ponerse en los zapatos de lo que pasa allá. Y no me refiero sólo a los campesinos de la sierra, también a mucha gente en Chilpancingo.
A mí esa frase me la dijo un vendedor de mangos, la dijo sin mucha grandilocuencia. Yo la pesqué al vuelo. Al principio, me pareció un buen título. Después, varias personas lo consideraron injustamente condenatorio, decir “aquí todo se pudre” ya es un principio de prejuicio –o podría verse así. Si condenamos a la región desde el título, quedan pocas posibilidades de observar las cosas buenas de ahí.
Se mantiene como título de una crónica porque Chilpancingo y otros puntos del país actúan como pequeños laboratorios del porvenir para todo el territorio. Lo observamos en la actualidad: desde cuestiones tan complejas como asumir que hay muchas familias sin otra opción que cultivar marihuana o amapola, hasta las dificultades del ejercicio periodístico. Tampoco se trata de condenar a los colegas sino tratar de ponerse en sus zapatos.
LJLC. Defines a Guerrero como una “bola rayada”, referente a cómo rayan el bulbo de la amapola para obtener la goma de opio. “[…] de la rayada a la planta no le queda ningún beneficio, nomás las heridas”. ¿Vivir y cronicar desde ahí fue como “rayar bola”?
VA. García Márquez colocaba en sus talleres a la empatía como la principal virtud de un reportero. Comprendí a la perfección la frase. ¿Por qué deseaba contar estas historias? ¿Por puro exotismo?
Estaba muy lejos de pensar en terminar un libro para mandarlo a concursar. Tenía más o menos 120 páginas y la convocatoria del Premio Bellas Artes pide entre 60 y 80. A mi consideración, seleccioné las mejores para dar una idea total del libro, pero al final llega a tener más doscientas. Reporteé todavía por año y medio más después de ganar el premio, todavía me parecía incompleto.
¿Por qué te hablo de esto? Montemayor dio un taller a Oaxaca y se percató de que ser escritor, como lo entendemos a veces, desde la comodidad y realidad de las ciudades, es algo muy distinto a ser escritor en una comunidad lejana a los polos de desarrollo. A mi esposa y a mí nos ocurría lo mismo, en realidad no nos importaba mucho la dinámica de los pasillos palaciegos de la cultura, sino ser útiles como escritores. Hay un montón de historias ahí que deben saberse y la gente tendría posibilidad de conocer. Condenamos y hacemos juicios apresurados, esa es la dinámica vigente. Todo cabe en un tweet, en una notita de tres párrafos y ya nos sentimos informados. El papel del cronista es dar más elementos y permitir al lector un juicio final.
Traté de ser consistente con la idea de que los escritores necesitamos servir para algo más que hacer arte. Quizá caigo en la idea del arte comprometido, pero yo no me iría por la torre de marfil. Si observamos la desaparición de estudiantes, muchachas muertas en una plaza o levantadas y nadie vio al criminal responsable de ello –aunque fuera a plena luz del día–, te quedan muy pocas ganas de sólo jugar a los juegos de palabras. Sientes la obligación de tomar partido con las únicas herramientas a tu disposición: tu oficio.
LJLC. Dentro del libro encontramos a Elena Poniatowska, Patricia Highsmith, Gabriel García Márquez, Ricardo Garibay y Carlos Montemayor. Una serie de escritores con la tendencia a moverse en otros lugares fuera del centro para realizar su escritura. ¿El escritor es periodista de alguna manera?
VA. No todos. De nuevo, hay abanicos. Por ejemplo, hay quienes al mismo tiempo se dedican a su profesión y son investigadores literarios. Muy útiles. Otros escritores son historiadores, muy útiles también.
Mi caso específico es el de un escritor que hace periodismo. En esa etapa, de manera muy clara, quise contar esas historias. Todo mundo considera a Chilpancingo como una ciudad de paso cuando vas rumbo a Acapulco. Por eso el libro se llama A la orilla a la carretera.
La primera vez que vi Chilpancingo, iba a dar un taller a Acapulco. Me fui en camión, desperté en la madrugada, abrí un ojo y me pareció raro. ¿Quién viviría ahí? Dos años después, sería residente. El “qué lugar tan raro” se convierte en “este lugar requiere ser más conocido y estas historias deben escucharse en otros ámbitos”. Sacas la pluma, la libreta, y asumes que debes hacerlo tú, porque estás ahí.
Esa fascinación la sintió Ricardo Garibay cuando quiso narrar Acapulco, pero no el turístico, no el puerto internacionalmente prestigiado, sino ese lugar de diferencias abismales que nadie volteaba a ver. Su libro aportó muchísimo a esa discusión posterior: crear riqueza a partir de empobrecer a comunidades completas. ¿Será justo?
LJLC. Cosa del destino, tu libro llegó a mí junto al de Carlos Montemayor, Guerra en El Paraíso. La acaba de reeditar el Fondo de Cultura Económica y, hasta antes de esto, era una especie de mito conseguirlo. Además, es uno de tus motivos principales en las crónicas. ¿Lograste completar la ruta de Montemayor?
VA. Tú, como colega, sabrás esto. La realidad no tiene puertas de entrada o salida, muchas veces uno se queda con la impresión de una entrevista más por hacer, una fuente más por encontrar o un documento más por descubrir.
Por eso dejo una especie de final abierto en libro. Curiosamente, después de publicarlo, apareció más gente que conoció a Montemayor y se acercaban a mí. Es decir, el rompecabezas se continúa armando. Es lo fascinante de la crónica, no inventas las cosas, las descubres poco a poco. Y en tanto las descubres, notas cómo hay mucho más por descubrir. Sin embargo, debes ponerle un punto final.
Como lo mencioné, todavía pasé año y medio reporteando y escribiendo. Por un acuerdo con el editor, con mi esposa y conmigo mismo, pasé la página. Por mi salud mental.
LJLC. Guerra en El Paraíso, según sostienes, es una crónica y no una novela sobre los sucesos de la Guerra Sucia. Eso no lo pondría ni siquiera al nivel de novela histórica por su extensa documentación. Por ejemplo, retrata muy bien las conversaciones entre los altos mandos militares de la época, como Solano Chagoya, Salvador Rangel y Acosta Chaparro. Montemayor accedió a información mucho más “pesada” de lo que podemos imaginar. ¿En alguna ocasión tocaste esa especie de profundidad en esta investigación?
VA. Sí, hubo personas no tan fáciles de entrevistar. Los lectores se darán cuenta. No contiene nada que no fuera antes información pública, pero nadie había trazado toda la ruta. Teníamos uno y otro punto, era un rompecabezas no armado de la misma manera. Al menos no siguiendo los pasos de Montemayor.
Me emocionó mucho, por ejemplo, conocer las sentencias del caso Radilla. La novela Guerra en El Paraíso –o ese documento conocido como novela y para mí como una crónica– fue esencial para ese caso, muy importante, relacionado con la desaparición forzada. Esa historia no la escuché yo en ningún otro lado y, muy probablemente, cuando ocurrió, el estado mexicano estaba muy interesado en no darla a conocer.
¿Por qué? En primer lugar, era la sentencia emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Se obligó al estado mexicano a reconocer la desaparición de cientos de campesinos –alrededor de 600– a manos del ejército y otras instancias del poder gubernamental. Las cifras varían de una institución a otra, pero a nadie en las altas esferas del poder de ese momento le iba a gustar asumir esa responsabilidad –hablamos de 2010.
Cuando descubrí que la novela y el testimonio de Montemayor fueron esenciales para el caso, me asombré. Siempre nos dicen que la literatura trabaja muy a corto plazo y los escritores, si fueran a cambiar el mundo, lo hacen de maneras misteriosas. Y no, me traje bien guardado bajo el brazo un ejemplo del escritor con la capacidad de hacer esta labor de reporteo y de crónica. Esto puede rebotar de manera casi inmediata, “esta historia, aún no contada, se contó en este libro”. Hay memoria.
También es nuestro papel hacer memoria no nada más a larguísimo plazo, sino a uno muy corto. Es decir, lo que nadie había querido registrar, lo registró Carlos Montemayor y ahí están los resultados. ¿Qué hubiera pasado si él no hubiera escrito la novela? No sabemos. A lo mejor el caso Radilla hubiera resultado de otra manera.
Ocurre también en el caso de la maestra Elena Poniatowska, con La noche de Tlatelolco –por cierto, cumple 50 años. En el ’71 seguramente habría una nube de humo y confusiones alrededor de lo sucedido en Tlatelolco. Su trabajo es un documento para fijar esta memoria. Quizá de otra manera los testimonios no se conservarían, los conservó ella y 50 años después continuamos su lectura. En octubre muchos muchachos y adultos de todas las edades volveremos a ese libro. Se agradece.
LJLC. Haces una descripción del medio ambiente: el canto de los pájaros, cómo se mueve el viento, el verdor de la montaña. Sentí una emulación con lo hecho por Carlos Montemayor, él describía los ambientes donde se ocultaba Lucio Cabañas de la misma manera. La extranjería de este sitio le permite –lo menciona– a ser aprensivo con ese ambiente. ¿Qué rol toma esta ecología para ti?
VA. Es muy importante y te voy a decir por qué. Me gusta tu señalamiento, no lo había advertido, al final somos dos norteños metidos en la sierra de Atoyac. Claro, Montemayor era de Parral, Chihuahua. Tenía muy cerca la Sierra Tarahumara y tiene lugares impresionantes, pero es de una naturaleza muy distinta. Yo, originario del desierto, no te quiero decir cómo me quedaba con esos lugares.
La población El Paraíso, merece ser llamada así. De ahí, de El Paraíso, subimos a otros lugares, cerro Teotepec, Puerto del gallo, y todas estas comunidades. Me parecía abrumador de tan hermoso. Literalmente, los pobladores viven encima de tesoros. Hay riqueza forestal, minas, no es una casualidad la advertencia en el cerro Teotepec: nadie transitaba esos caminos desde hacía cuatro años. El final de esos caminos es una antigua mina de oro.
Nadie pondría en disputa terrenos vacíos. Los terrenos peleados están llenos de riqueza. Una de las mayores minas de oro de América Latina está justamente en Guerrero y nos enteramos poco de eso. Pero la naturaleza pródiga del estado, por supuesto, es razón para que sea un estado siempre en disputa. “Siempre hay fuerzas en conflicto”, pues claro, viven encima de varios tesoros.
LJLC. Montemayor narra las búsquedas a Lucio Cabañas. Las autoridades suben, bajan, peinan la zona, llegan al mar, regresan a la montaña. Tras las huellas de Carlos Montemayor, te sucede algo similar: alguien no te contesta, alguien sí pero cuando ya estás con otra persona, esa misma te obliga a correr, no habrá otro día para el encuentro. Eso, con mucha probabilidad, chocó mucho con la vida personal de Vicente Alfonso. ¿Cómo hiciste este trabajo respecto a esas condiciones?
VA. No sé si todo mundo lo advertirá, pero traté de poner ahí la frustración de tener guías de investigación frustradas. Cuando empiezas a reportear, no sabes por dónde va a saltar la liebre. Quieres contar esa realidad, pero hay varios caminos que conducen a callejones sin salida o sin destino.
Trataba por un lado y luego por el otro. Pedía una entrevista o visitaba una comunidad o cualquier lugar donde me aseguraran la existencia de algo interesante. No siempre se lograba. De hecho, hay varias entrevistas donde menciono la cantidad de meses o hasta un año persiguiendo a una persona para poder platicar con ellos. Ahora, no lo viví sólo como una investigación, porque viví ahí. No te puedes abstraer de ello. La investigación no se hizo sola –de ninguna manera es posible–, estás inmerso en eso.
Un ejemplo muy claro: busqué con quién subir a la sierra de Atoyac, pero son comunidades –con motivo– muy celosas de su vida. No cualquiera sube, puedes hacerlo, por lo menos, con una invitación. Imposible hacerlo como turista. Busqué por varios lados y no había éxito. Sin saberlo, en uno de mis talleres, uno de los asistentes provenía de ahí. Él vivía en Chilpancingo, pero su familia era de El Paraíso. Me invitó después de más de un año de conocerlo. La puerta estaba donde nunca me imaginé.
Así pasa todo el tiempo. Buscas por un lado, por el otro. A veces no prospera el intento, pero da gusto cuando al final se abre la puerta. Esa es una de las chambas que asimilas como cronista y como reportero, puedes tocar muchas puertas, no todas se abren, pero alguna lo hará y te permitirá contar la historia.
LJLC. También similar a Montemayor y que puede pasar inadvertido, es el protagonismo del ejército. Ya no digamos como antagonista, simplemente está ahí. Incluso mencionas la asistencia del periodismo militar. La documentación de Montemayor sólo se obtiene, en su mayoría, a través desde un alto mando militar. Siempre es complicado hablar sobre la milicia en México. ¿Cómo te sentiste al acercarte a este tipo de información cuando estuvo frente a ti?
VA. En realidad, como dije, no hay nada en libro no contado con anterioridad en otros espacios, pero nadie lo había visto en la ruta de creación de Guerra en El Paraíso. Juan Veledíaz lo narra en su libro El general sin memoria, cómo el general Salvador Rangel Medina era cercano a Montemayor, toca las conversaciones entre ellos. Él me ayudó mucho a desentrañar, cómo pudo darse esta relación, pero lo hace enfocándose en la historia del general. La literatura aún no se enfocaba en la historia de Montemayor.
Hay un aspecto importante en tu pregunta: usualmente somos maniqueos. Queremos todo en blanco y negro. Y, como bien señalas, no es que el ejército sea siempre el antagonista. De hecho, en el final del libro, pongo un pasaje muy empático con los soldados. Percibo cómo muchas veces, dentro de la milicia o dentro de las policías, hay buenos elementos, interesados en brindar apoyo real para las comunidades, muchas veces salieron de ahí. Esas historias tampoco han sido contadas, la de los militares en desacuerdo con la llamada Guerra Sucia, disconformes con los bombardeos, levantones de campesinos o ejecuciones extrajudiciales.
De uno y otro lado hubo oportunistas. De pronto, caemos en la ultracorrección política, donde los luchadores sociales siempre son los buenos y los militares los malos. Pero la realidad no está para darnos gusto y es mucho más compleja. De ambos lados hubo gente sin escrúpulos, así como gente muy idealista comprometida con esa entelequia llamada México y que, a pesar de lo dicho por José Emilio Pacheco en su célebre poema, la queremos.
LJLC. En las primeras 100 páginas de la novela, cuando los guerrilleros interceptan un convoy militar, masacran a los militares. Hay tres sobrevivientes, Lucio Cabañas se acerca y les pregunta si son de comunidad rural o urbana y si les gustaría que a sus familias les sucediera lo que ellos hacen con las poblaciones. ¿Cómo es este conflicto de retratar la realidad, como bien dices, no complaciente y la cual tampoco merece la corrección política?
VA. Regresamos al asunto de ser empáticos y ser lectores críticos. Es decir, en tanto humanos, todos cometemos errores. Al construir un personaje, corremos el riesgo de canonizar a nuestros protagonistas y volver los malos de la película a los que nosotros queremos que sean los antagonistas.
Con esto no afirmo que fuera una pelea de igual a igual. No, el ejército era muy superior, hubo prácticas muy reprobables por parte de esa institución. Pero, insisto, no todos estaban de acuerdo y algunos renunciaron. Justo por eso se debe ser muy cuidadoso. Me preocupaba y fascinaba al mismo tiempo. Cuando la historia llega hasta nosotros, lo hace ya muy reducida o contada de una manera muy pobre.
Si uno observa con cautela, una de las riquezas de Guerra en El Paraíso es atestiguar ese panorama desde la discusión. ¿Dónde te colocas éticamente? Recordarás el pasaje donde Lucio Cabañas se pelea con los estudiantes de la Ciudad de México, los cuales suben voluntariamente a ponerse a sus órdenes. “Miren, muchachos, ustedes me sirven mucho más estudiando en las escuelas”, ellos no conocen el terreno, los van a capturar y masacrar. Por muchas razones, ese no era su espacio. Entonces, hay una especie de encontronazo entre los estudiantes y los campesinos.
¿Ahí dónde te pones? ¿Cuál es el lado bueno y cuál el malo? La vida es más compleja, no es la caricatura del correcaminos. Retratar todas esas situaciones nos conflictúan, pero es un conflicto útil. Si no dejas entrar en ti el conflicto, ¿cómo lo vas a transmitir a los lectores? Además, a mí no me tocaba hacer juicios, me tocaba preguntar lo que veía.
LJLC. La lectura de A la orilla de la carretera me permitió observar la diferencia entre la milicia de escuela y aquella con una base popular. Es clave, pues las conversaciones entre los generales Acosta Chaparro y Rangel Medina deciden el rumbo de Guerrero con base en esa diferencia. Desde tu perspectiva, ¿esa división aún es presente y decisiva?
VA. Ya no me toca a mí juzgarlo, sobre todo a rajatabla. Es necesario observar caso por caso, pero aún existe pluralidad dentro de todas las instituciones.
Hay una crónica sobre el sismo del 19 de septiembre de 2017. Un año después de ir a Jojutla para reportear las daños del temblor, me enteré del caso de un militar que ayudó a la gente a evacuar sus casas, sacar sus pertenencias y, mientras él rescataba las casas de los demás, su propia casa se vino abajo. Después, murió en un accidente de auto y dejó una niña y una viuda. Era un tipo muy consistente con la misión de servicio del ejército –quizá parezca idealizada, pero en ciertos casos es real. Me conmovió mucho su caso.
También existirán los periodistas chayoteros junto a los periodistas idealistas. En esa riqueza del panorama es donde nos toca discutir y ponernos de acuerdo como país, sin generalizaciones y con la intención de ser empáticos. Fácil no está, pero quizá no haya otra opción.
LJLC. En el libro das las gracias tanto a Juan Villoro como a Elena Poniatowska por revisar los escritos. A su vez y de forma paradójica, el periodismo también implica relacionarse con personajes peligrosos. Siento que estás en entre los dos extremos. ¿Vicente Alfonso bajaría al infierno por una entrevista con el diablo?
VA. Me gusta hacer entrevistas y quizá me tentaría mucho hacer la crónica del viaje al infierno. No necesariamente le daría voz al diablo en esta discusión. Haría una breve entrevista, pero aprovecharía tener ese pretexto para bajar al infierno y realizar una crónica. Jugando con esta alegoría, hay muchos infiernos a los cuales vale la pena bajar para contarlos.
De Dante a la fecha, la parte más literaria e interesante de la Divina Comedia es el infierno. Eso nos lleva a la persona más cercana a Don Julio: Vicente Leñero. En Sentimiento de culpa, sostiene que vale la pena contar ciertas historias. Ahí plasmó esa idea sobre Dante y el infierno. Yo me iría por la escuela de Leñero –quien fue mi maestro.
LJLC. Como periodista o cronista, ¿sentiste miedo o terror? Quizá no paranoia –como fue el caso de Carlos Montemayor–, pero sí de dejar esto por una cuestión más allá de la escritura.
VA. Hubo un caso muy concreto, una crónica no lograda. Me acerqué a un personaje –el cual no revelaré– y me pidió mis datos. Con tal de conseguir la entrevista, di más datos de los suficientes. De pronto, empecé a recibir mensajes raros en el teléfono.
Un día, en la madrugada, me llegó uno de esos mensajes. Apagué el teléfono y no lo volví a prender. Era tanta mi preocupación que lo tiré con todo y chip. En una vuelta a Ciudad de México, me compré un chip sin ningún plan de prepago, poco rastreable. “El miedo no anda en burro”, como dicen en mi tierra.
Admiro mucho a colegas como Javier Valdez o muchos otros que hacen un periodismo de investigación y de denuncia. Algunos –como el caso del mismo Javier– pagando con su vida por eso.
Mi trabajo es más literario, desde el periodismo pro literario. Mi papel no es dar primicias, sino contar las historias –quizá tarde, desde una aproximación literaria, pero adecuado para generar empatías y preguntas alrededor.
Quizá hubo momentos donde efectivamente me preocupé. Como periodista ya me sucedió varias veces. Mi maestro Federico Campbell decía que hacer periodismo en México, muchas veces, es trazar rayas en el agua. Una vez me vio muy clavado en un reportaje –al final, ni siquiera lo publicaron en el medio– y dijo “si llegas a publicarlo, nadie te lo va a agradecer”. Él me lo decía a mí, pero quizá también pensando en él: hizo mucho periodismo y se expuso en muchas ocasiones para nada. Me deja en estado de reflexión.
Hablaba desde el desencanto de un hombre de 70 años con muchas de esas experiencias. Ahora lo pienso y es triste la situación, muchos de los maestros del oficio llegaron a la edad adulta pensando que quizás el país no se los agradecía.
Esta entrevista contó con la colaboración de Karime Montesinos.