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Por Brenda Rosales

Colima, México, 4 de noviembre de 2023 (Neotraba)

Para un cerebro neurodiverso en pleno bache depresivo, decir que logró engancharse con algo y conservar su atención por más de quince minutos, es decir demasiado. Mala entraña no solo me cautivó, sino que además detonó en mí un rush: neurotransmisores por aquí… neurotransmisores por allá…

Apenas llegó la mensajería abrí el paquete, hojee y olí, por supuesto, comencé a leer. Cuando Luis Felipe anunció una nueva publicación celebré gozosamente, pues sumergirse en su obra es saborear las palabras a la vez que se lee y edificar con claridad su universo imaginario; cómo luce, a qué huele, qué sonidos componen su atmósfera y mucho más. Pero específicamente, mi llamado sucedió al saber que me encontraría con una protagonista que parece haber atesorado cada oscuro pensamiento para contarlo alguna vez, según Marevna Gro. Tras mi lectura,  yo suscribo.

Desde el principio, una voz contundente, segura de sí misma me invitó a seguirle escuchando:

No tengo hijos, aunque debí tener uno o decidí no tenerlo cuando cumplí dieciséis, sin embargo, recuerdo haber sentido el anzuelazo, apenas unas páginas después al comprender que yo, al igual que ella, sentía que Mis últimos veinte años han sido el intento de huirle a mi madre. Al principio era una hija reclamando la atención de la madre. Mi alejamiento podría atribuírsele a un berrinche adolescente contra de ella.

Así que por un periodo de aproximadamente quince días, me vi sujeta al libro, llevándolo conmigo a todos lados. A decir verdad, no puedo estar segura si mi lectura fue promedio, más veloz o más lenta de lo normal, pero volviendo al tema de mi cerebro depresivo, para mí resultó todo un récord. Recuperar la lectura, mi capacidad de concentración, ese constante estar contenta al descubrirme capaz de conectar con la historia, y por si fuera poco, por primera vez en mi vida atreverme a subrayar con lápiz, no fui capaz de llegar a la pluma, esas frases tan contundentes, rotundas y poéticas que me hacían espejearme y que salvaba, con la intención de más adelante poder compartirlas con alguien; mi mejor amiga, mi madre, mis hermanas. Mujeres, siempre pensando en mis mujeres.

Porque sucede que di con mala entraña en mis rabiosos treintas. Con el recelo de los ingenuos veintes, pero sobre todo con la memoria de mi cada vez más lejana infancia/adolescencia.

¿Que si es posible que un escritor, hombre, retrate con fidelidad y tino la voz de una mujer de carne y hueso en un personaje femenino? Es probable que sí. Porque al menos yo, con todo y la aridez emocional, en que me encuentro ahora, me vi en ella. Que si tiene licencia de hacerlo… ese es otro tema.

Mala entraña llegó para hacer mella en los cuestionamientos de mi útero y el curso de mi vida. Porque como dice mi madre, al no ver claro para cuándo los hijos; “yo tanto que te cuidaba, mejor no te hubiera cuidado tanto, así no te estarías pasando”.

Sí yo también, al igual que Canché

Fui una muchacha que escapa de la casa materna para intentar hacerse a sí misma alguien diferente a su madre; una mujer que pensaba en ser distinta a todo lo que había visto pero que, al final terminó pareciéndose, cada vez más, frente al espejo, en los actos, en el destino, a la imagen de quien escapaba.

Durante esos quince días, más/menos, el libro fue la muletilla que sujete con fe para sortear los desencuentros a los que se expone una en el transporte público. Me aseguré de llevarlo en mis manos siempre, desde que salía de casa hasta llegar al trabajo. Ni siquiera me atrevía a guardarlo en mi mochila, para no olvidarme de sacarlo y aprovechar cada segundo para ir leyendo en el regreso.

Esos cuarenta minutos de ida y cuarenta de vuelta de completa entrega, me hacían sentir que satisfecha, capaz y de vuelta en el ruedo.

Cuando era niña, recuerdo haber dicho a mi madre que ojalá pudiéramos ser como los gatos y tener muchas vidas para experimentarlo todo, gastar una vida para criar una familia, tener un hogar y otra más para no casarse, ni tener hijos, una más para tener ambas cosas, un matrimonio, pero también un divorcio, etcétera. Así que como las teorías sobre la reencarnación no son suficientes, me convertí en actriz y es lo más cerca que he estado de vivir esas muchas vidas.

Por su parte, Canché parece haber sido bendecida, o tal vez maldita por esa posibilidad. Lo eterno transitorio. La vida que no para de acontecerle y que ante su arrojo, entre más siente, menos sostiene.

Mala entaña de Luis Felipe Pérez
Mala entaña de Luis Felipe Pérez
Espejos contrapuestos: La relación con su sangre

Bendita sea la literatura, por develarnos, al menos un poco, de lo que pagando terapia terminamos por comprender, porque solo al mirar de frente al abismo hemos podido contemplarnos a nosotros mismos.

El vínculo con la madre siempre tendrá una nueva perspectiva, si nos atrevemos. Sin embargo, muchas veces el tipo de madre está definido, en cierto punto, por el tipo de padre que se tiene como referente. Generalmente es a la madre a quien se señala por la hostilidad, pasando por alto las carencias a que se expone tras la ausencia del rol paterno.

Canché descubre en su mamá una mujer complaciente con los hombres e indiferente con ella. Labrando desde la irrevocable infancia, un espíritu de búsqueda exento de aprobación social, pero con atisbos de nostalgia y tristeza por aquello que nunca fue.

Conocemos a sus padres a través de sus expresiones más honestas, a la vez que comprendemos su actuar. Porque enraizar el sentido de pertenencia en el curso del aire es una cualidad, que delinea su identidad.

Es curioso cómo es que mientras tiene la sensación de que en la adultez, su madre abolía su juicio, insinuando que no tenía edad para comprender la vida, anulaba en realidad todo rastro de infancia. Y vemos entonces, a una niña que se vio orillada a ser mujer desde siempre, que propició esa naturalidad para tomar decisiones y mesurar afectos en la vida adulta.

Reza el dicho que “lo que menos has de ver, en tu casa lo has de tener”, pues es así que, de manera involuntaria practica con el tiempo las costumbres de su madre, como halagar a los hombres con quienes duerme o empecinarse en una relación solamente porque sentía “el llamado”, sin importar lo exhausta que eso pudiera dejarla.

Pesa el hecho de que nos damos cuenta que las expectativas que teníamos sobre la vida no eran propias, sino de algo más grande que nosotras y que el abandono bruñe la herida, pues resulta agotador no tener a nadie a quién encargarle un poco la existencia propia. La soledad, no es una opción.

El lazo de sangre estira y afloja, amamos sin condiciones, juzgamos sin reparo. Nunca se rompe, aun cuando más lo parece:

Lo que supe de mi padre desde ese entonces fue muy poco, y más bien fue doloroso o triste o trágico.

No cabe duda de que nada es reversible a la memoria o al propio olvido. A voluntad o no, Canché labra su historia entre la repetición, los ciclos y lo circunstancial de la vida. Regalándonos una lectura que resulta catártica, divertida y entrañable, con guiños de invariable ternura.

La autoprofecía del amor

Tiene una mirada ebria de palabras y poesías

Bajo el cielo claro de un pueblito por ahí

Un mundo imaginario hecho de ilusiones coloridas…

Mandolín. Gustavo Pena “El Príncipe”

A la banda sonora que acompaña el recorrido la Chiwoj, agregaría Mandolín, pues me da la impresión de describir la manera en que ella se relaciona con el amor o por lo menos los vínculos carnales. Sin reservas, pero una consciencia del quebranto que puede resultar tras darse al otro.

Atravesar los treintas, sorteando expectativas y frases hechas de hombres sobre mujeres resueltas y congéneres menos rebuscadas viviendo con plenitud sus días es una tarea que se libra “un día a la vez”.

He sido la chica que se ilusiona porque ve algo que, aunque el otro ignora, espera con paciencia a que la iluminación haga lo suyo, Canché entiende que es posible enamorarse de la idea más que de la persona, apostando más por la promesa que le hacen más que por lo que palpa con las manos.

Siento que a todas las mujeres nos llega un momento así, donde queremos serlo. Y nos encaprichamos en esa empresa. Dejamos de ver señales o distinguimos símbolos en todo para que eso suceda.

Eso o quizá un poco la vocación para darse en la madre. Los ahora popularmente llamados “eventos canónicos” que no hacen sino despedazar lo que creíamos afianzado para despertar una nueva crisis existencial, un nuevo lado oscuro.

Los vínculos que experimenta desde su adolescencia arrebatada, la marca de un hijo que no fue, el compromiso por no repetir el “error”, por ser distinta a su madre mantienen su curso como protagonista de su vida, pero también como antagonista de la misma.

Y entonces la acompañamos, nos aqueja que el abandono la remonte a esa orfandad personal comprendida por la postergación: Me sentía la segunda opción de todo, aquella por quien no decide nunca nadie, el segundo plano.

En ese sentido, pasa la página sin dificultad gracias a la habilidad que ha desarrollado para engancharse con algo nuevo. Un taller, una nueva clase, gimnasio, un nuevo hobbie, escribir por ejemplo. Un nuevo novio que represente una nueva lección, que le abone una nueva revelación sobre su pasado o para ser más precisos sobre sus orígenes.

Tal es el caso, que de manera involuntaria, logra resarcir el daño que le significó la no figuración de su padre en su vida:

No lo disculpo ni lo podría justificar pero también me ha tocado ser esa parte donde una representa lo amado y, pienso, mi padre no era tan maldito como me lo pareció mucho tiempo, pero no deseaba de la misma forma lo que mi madre buscó junto a él.

No solo transgrede sino que además sobre su instinto de sobrevivencia, transmuta y aborda la reconciliación consigo misma, ser amable. Procurar, perseguir ese concepto llamado estabilidad mental, dicho en otras palabras.

Mala entraña de Luis Felipe Pérez. Autores de Guanajuato
Mala entraña de Luis Felipe Pérez. Autores de Guanajuato
Trascendencia de lo diminuto: el cuerpo y lo etéreo

Nos habitamos en medida de lo posible, en función de los demás. Con la consciencia de la energía que ya no tenemos y con el arrojo al que incita la premura, porque “Dios perdona, pero el tiempo a ninguno”.

Es sabido que la infancia es cruel, más por lo que no se tiene que por lo que realmente nos atraviesa. Aunque Canché se enfrenta a las sórdidas palabras, de los niños, que la convecen de parecerse más a la mala de los cuentos que a las princesas, ella jamás es realmente una víctima de las circunstancias, pues con esa inteligencia emocional que se desarrolla solo a partir de lo hostil, comprende y subvierte el hostigamiento… si hubieran sabido lo que guardaba en mi corazón, habrían sentido temor y no se atreverían más a burlarse.

Tenía las cejas como quemadores, me cubrían casi todo el rostro porque se juntaban las cejas con unas patillas que se me notaban y que ofrecían la impresión de que mi cara estaba cubierta de pelos, como una máscara, como un durazno sin lavar.

Debo decir, que esta escena me conmovió. Arrastrándome de la risa a la ternura, y sujetándome con fuerza en un huequito de dolor. Me hubiera gustado no ceder a las burlas, tener la fuerza con que Canché abraza su exoticidad en algún punto. Pero yo, a mis doce, ante el señalamiento de mis brazos y piernas velludas, pero principalmente de la ceja ultra poblada, cedí a rasurarme a la mala. Porque la presión era bastante, porque comenzaba a verse esa figura femenina esbelta que debía tener una mujercita de mi edad que ya menstrúa y no pude más. A diestra y siniestra eliminé cada vello visible.

El marco de mi rostro, desquebrajado, se abrió para evidenciar que me estaba convirtiendo en adulta, así de golpe. Porque no hay prórroga para la infancia.

Me convertí en un enojo debajo de la piel, y cómo no serlo si el espacio personal, la propia intimidad puede ser más una burla que eso que desde el privilegio llaman “templo”. Porque, desafortunadamente al hablar de los aspectos de la vida de una mujer, es preciso mencionar al acoso en todas sus formas, y comprender de qué “artimañas” sostenemos nuestra tranquilidad.

Aunque se me seguía acomodando el cuerpo de mujer, decidí fajarme y pasarme una venda por los pechos, apretándolos como para hacerlos desaparecer… ¿o tal vez, desaparecerse a sí misma? Como si debiera esconder cualquier señal de lo que se atribuye a lo femenino.

Por estas páginas, todavía el dolorcito me estrujaba, la incomodidad de saberle expuesta me hacía implorar que el final de su historia, o por lo menos hasta donde la novela me contara, fuera feliz.

Canché es un personaje lleno de fuerza, que una desea cuidar como algo frágil. Es inevitable esperar la vuelta de tuerca. Te muestra cómo ha sido su tránsito por la vida y claro que quieres ver lo que hay más adelante del camino, siempre con ese instinto de taparse poquito los ojos y filtrar por los intersticios de los dedos la realidad.

Su empoderamiento es sublime, Chiwoj, viuda negra, anaconda, ella lo es todo y lo sabe. Se entregaba al narcicismo reconocerse a sí misma como parte de una fantasía diseñada por ella y para ella.

A sabiendas de que la seducción está peleada con la bondad. Una no puede ser bondadosa si es un objeto de deseo.

A lo largo de la novela, este tipo de afirmaciones abonan a la construcción de esa figura imaginaria, mismas que reverberan la potencia de su voz siempre al filo: entre la catarsis y la anagnórisis.

La hipersexualización y objetivización de las mujeres, resulta cansada de lidiar en la realidad o en la ficción, sin embargo ese aspecto en que una mujer por convicción y no por coerción decide abrirse al mundo desde lo sexual y el erotismo, es constantemente mermado y muy poco visto porque, sigue sin ser bien visto que una tenga libertad en ese sentido, les resulta antinatural que sea su elección y no su castigo.

Por ese lado, celebré bastante que Canché fuera empresaria de su cuerpo, una actriz que con sutil descuido, descubría con una de las manos, así, como para mostrarle el rumbo a los hombres: el ciclópeo túnel al que podrían llegar pagando.

Es posible verla con claridad, así:

Bailo en claroscuro. El centro del escenario está iluminado pero lo demás está en negros, no neón, todavía no. Bailo y sudo porque soy la que se esfuerza en contorsiones, en el clímax de la canción desciendo del tubo con la cadencia de una hoja cayendo de un árbol, lento en un vaivén de mar indiferente haciendo suspirar a quien mira.

Dueña de ella, hambrienta de poder, de vida… etérea, habitándose a sí misma, habitándolo todo.

Mi cuerpo es tensión muscular absoluta. Es sensual y bello. El silencio de la noche lo alumbra todo cuando llega el punto final de la canción y con los ojos cerrados estiro las manos al cielo como queriendo alcanzarlo, y mis muslos se marcan de la fuerza que hacen, y abrazo con el cuerpo la oscuridad.

Andanzas: Ser de aquí y de allá…

Escribir desde la periferia, donde también suceden cosas, nos abre un panorama que no solo muestra un hecho de representación solícita, en términos generales. Luis Felipe no se conforma con describirnos las calles de la provincia y sus costumbres, como comer frijol con puerco religiosamente cada lunes en la península yucateca, sino que además transcribe una realidad subliminal, eso que “pretende” pasar desapercibido, pero que tiene tanto peso como lo que es visible. El interior de una habitación, de una falda o de las entrañas.

Mala entraña es una novela bordada de detalles, referencias visuales y sonoras que fincan los múltiples espacios habitados por Canché, la Chiwoj. Una mujer que expuesta a los juicios sociales y personales, que narra con el encanto de su propia voz, cada uno de los encuentros que ha decidido tatuar en su memoria.

Admiro la destreza con que Luis Felipe, rinde tributo a varios de sus ídolos. Juan Gabriel, Bolaño, su amor por la gastronomía, los viajes, los programas de televisión, la música “viejita, pero bonita”. Todo desde esa noción temporal que experimentamos en la provincia: Mérida y Puebla, con especial detalle.

Canché posee un espíritu de querer conocer o viajar o ser libre, con atisbos de malicia, pues una vez que se descubre la manera de herir con las palabras se convierte en una tentación a la que no se opone resistencia.

Es alguien que, desde una sala de espera, hace un recorrido de la infancia a la adultez y viceversa, un recurso que nos remonta a las nuestras. Nuevamente, mirar a través de los espejos contrapuestos y su reflejo infinito.

Recuerdo mi entusiasmo de cuando niña, al iniciar una aventura nueva. Con la prisa por alistar la mochila con mis útiles o hasta agarrarle el gusto a hacer tareas o la emocionante sensación de una reunión para trabajar en equipo y exponer sobre el tema.

Al no tener una niñez común, Canché encontró la forma de disfrutar los lujos que como adulta podía darse con la ferviente entrega de una niña.

Asistía a las primeras clases y soñaba ya con jugar polo o críquet, y tomar té a las cinco de la tarde todos los días, conocer a los duques de Windsor, apoyar a Churchill; me leía Alicia en el país de las maravillas o La máquina del tiempo para aprender de la vida victoriana

Esta es una práctica que, en mi adultez, me ha permitido sobrellevar lo hostil de la cotidianidad. Pensar en mi ropa como un disfraz. Jugar a la casita al decorar mi hogar. Llenar los espacios desde la cursilería, lo mona que lucirá una cosa en combinación con otra.

Pequeños trucos, que un cerebro como el mío, en estado de depresión, ignora y que al pasarle desapercibos me generan una sensación de triunfo. No todo es tan dramático siempre, hay días que valen muchísimo la pena.

Me siento agradecida con el encuentro, conocer a Canché en un momento en que necesitaba mi propia Lucy ha sido sanador en muchos sentidos.

Sentirme, como lo dije antes, de vuelta en el ruedo, con mi habilidad para leer, conectar, recordar y sentir. Reírme “sola” y generar una especie de curiosidad colectiva en el transporte público. Contagiarle la risa a más de un par y responderle Mala entraña a un desconocido que se atrevió a expresar su inquietud y preguntar: ¿Qué estás leyendo?

Ver proyectadas a mis personas entre sus personajes, los exnovios patéticos, los compañeros bullies, mi madre y lo mucho que tengo de ella, aunque aceptarlo incomode un poco.

Honestidad, franqueza. Canché es un personaje memorable con matices que atraviesan la realidad y Luis Felipe Pérez ha logrado retratar ese bellísimo y perfecto estado de caos en que las cosas suceden.


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