Luigi
Un gato y una mujer establecen una relación que los lleva a conocerse hasta el terror y la soledad.
Un gato y una mujer establecen una relación que los lleva a conocerse hasta el terror y la soledad.
Por Javier Elizondo Granillo
Ciudad de México, 15 de marzo de 2022 [8:00 GMT-5] (Neotraba)
La señora que se cayó, que se llama Hortensia (nombre bonito, de flor), poquito antes de caerse sintió la falta de aire, el mareo y el humillante abandono de sus fuerzas. Así quedó, como dormida, cosa de un minuto o dos. Ya venía un muchacho con la botellita de gasolina y los cerillos, pero otras personas que estaban ahí lo convencieron de que no: parecía ser otra cosa, un soponcio cualquiera. Quizás fue que a alguien le recordó a su mamá, a su mujer. Así pasaba seguido. Por eso, en parte, nos llevó la fregada.
La gente buena hizo una vaca y la mandaron en un taxi a su casa, con el gato Luigi. Se lavó la pierna, se cambió la ropa. Seguía aturdida. Olía como a chamusque; un olor que se mete como un montón de agujas por la nariz y la garganta, por los ojos. Cerró las ventanas porque pensaba que el olor venía de afuera, como siempre. Hortensia prendió la televisión sin la intención de verla. Quería pensar; sólo sabía pensar, bien, con el ruido de la televisión al fondo. El gato Luigi la miraba desde el quicio de una de las ventanas. No, gatito, usted ya no va a salir. En la calle ya no se puede ni respirar. Si hubiera visto lo que me pasó hace rato.
El gato Luigi no quería salir. Sabía –como tantas otras cosas que saben nada más los gatos– que afuera estaba el enemigo (días antes había pensado: las nubes ya no son compañeras sino heridas, pero abandonó esa idea, no supo cómo continuarla). Algunos le dicen así ya, «el terror», porque lo perciben vivo, hediondo de negras intenciones: asesino cruel. Otros le dan menos importancia. Hemos estado peor, nomás no nos acordamos.
De algo nos tenemos que morir.
Y sí. Hortensia, frente a la televisión prendida, piensa mejor que nunca porque ya está muerta. Una mirada al reloj de pared le confirma al gato Luigi lo temido: ya pasó mucho tiempo desde el desayuno. Sabe que va a pasar lo que va a pasar. ¿Está listo? ¿Está emocionado? Es lo normal. Es lo que debe hacer. ¿Ella está lista? Se sabe que los gatos lo hacen. ¿Todos los gatos? ¿Cuánto tiempo debe esperar? ¿Y «el terror»?
Porque Hortensia murió por el terror.
Sentado frente al cadáver, no, ésa no es manera de referirse a ella: sentado frente a Hortensia, mientras observa y huele cómo se marina en su propia ausencia, recibe –no logra identificar de dónde– el eco de una curiosidad: las personas humanas no saben ver fantasmas y, por lo mismo, no saben ser fantasmas. Hortensia no se ha formado todavía. Él, bobo, lo había olvidado por completo: tiene que ayudarla a cobrar su nueva forma, a encaminarse. Sólo hasta que haga eso tiene derecho a… El cuerpo de Hortensia exuda una sustancia que Luigi no conoce; una película amarillenta que va cubriendo su cuerpo y comienza a expandirse como ámbar alrededor de una mosca antigua.
Es el terror. La estúpida lo encerró con el terror.
El gato Luigi regresa a la ventana. Ve hacia fuera. Vaya dilema: a unos pasos eso, con lo que muchos gatos no se permiten ni siquiera soñar, todo para él. Y a unos pasos eso, también: la sombra infecta.
El gato Luigi no sabe qué hacer y eso, para un gato, es demasiado. Cuando trata de escuchar su propia voz sufre un quebranto singular: sospecha que no es su voz sino la de Hortensia la que oye. Muchas veces ha sentido eso, que ella habla a través de él. Ahora está muerta, desde luego, pero se sabe que los muertos hablan más que los vivos; se atragantan de palabras y de ideas porque les saben distintas, más condimentadas, totales. Condimentadas. ¿Eso lo dijo ella o lo pensó él? Hortensia parece estar chapada en oro. Sí. O en ámbar, envuelta en ámbar, como ya habíamos dicho. O en miel. ¿O luz? ¿Es eso lo que está pasando? El gato Luigi no se dio cuenta y Hortensia se formó, está lista. No. Su aspecto es radiante, pero su olor es inconfundible. Esa chapa es peligro. El aire, hace no mucho tiempo, se hartó y se volvió nuestro enemigo. Se cansó, se fastidió, se empachó. Se volvió esta nube de vidrios que, conforme va pasando el día y se calienta con la luz del sol se afila tanto que si uno hace así con una mano se llena de cortaditas. Por la noche se puede respirar mejor, nomás que no llueva.
Unas treinta horas, más o menos, después de que alguien muere por terror, ese aire que ahora es demonio vive y, algunos aventuran, siente. Que piensa, dicen otros, pero es muy difícil de creer. Si el terror piensa, y si para pensar debe procurarse la muerte de un animal, entonces esto es, de verdad, el fin.
Es verdad: algo tiene el lado izquierdo. No es que sepa mejor, todo sabe muy bien, pero en ese costado, el izquierdo, hay otra sustancia que, para escándalo del gato Luigi, actúa como una droga. Quién sabe si los caníbales lo sepan o lo sientan, o si sea algo reservado para los seres no humanos, pero es de una potencia equina, una bestia de droga. El gato Luigi es chiquito, además. Tres kilitos argentados y, ahora que probó el terror dorado, ¿quién sabe? Un esbelto gato electro.
Tiene que seguir, por lo menos hasta terminar con el área que comprende el brazo, pecho y hombro izquierdos. Tiene que hacer ese hueco para que pueda salir Hortensia por ahí, largarse y cederle por completo el territorio. Del resto del cuerpo continúa manando esto que llamamos terror pero que el gato Luigi comienza a comprender de otra manera. Hortensia es un bosque de coníferas marrones.