La zalea de borrego
La suerte toca a la puerta de Diógenes pero no de la forma adecuada. Doktor Floyd nos presenta un cuento que va de las entrañas de un Rotoplás hasta los habitantes de un basurero.
La suerte toca a la puerta de Diógenes pero no de la forma adecuada. Doktor Floyd nos presenta un cuento que va de las entrañas de un Rotoplás hasta los habitantes de un basurero.
Por Doktor Floyd
Estado de México, México, 28 de marzo de 2024 (Neotraba)
Por pura casualidad se llamaba Diógenes, aunque sus apellidos no eran ni Laercio ni de Sinope. Este Diógenes se apellidaba Ramírez Griego, tal como lo decía una viejísima acta de nacimiento que guardaba doblada en una sucia cartera junto a una desgastada credencial de la UNAM. Por coincidencia también vivía en algo parecido a un barril, aunque de mayor tamaño y elaborado con plástico de la marca Rotoplás; una cisterna cúbica con capacidad para veinticinco mil litros abandonada en un terreno baldío convertido en basurero y en cuya entrada se advertía con grandes caracteres hechos a brocha gorda:
NO SE VENDE. NO SE RENTA
PROPIEDAD EN LITIGIO
Aquel terreno-basurero ocupaba la mitad de una manzana grande y tenía una barda perimetral de poco más de cuatro metros de altura coronada con alambre de púas. Diógenes entraba por las tardes a través de una puerta de acceso tapiada con tablas, luego de acabar su trabajo como pepenador. Pepenar plástico, vidrio, metales y cartón era su trabajo. Así lo había decidido el destino [ananké, según la mitología griega] luego de que Diógenes hiciera una larga disertación sobre la filosofía cínica en su tesis doctoral. El día del examen de grado, luego de dar un largo sorbo de agua y de enjuagarse la boca, escupió sobre el rostro del presidente de jurado, a semejanza de su homónimo que siglos atrás había hecho lo mismo sobre el rostro de un hombre acaudalado. “En casa de un hombre rico no hay lugar para escupir excepto su cara.”, repitió en voz alta la frase del otro Diógenes, el de Sinope.
Por ese hecho vergonzoso, la comisión de honor y justicia de la máxima casa de estudios había decidido expulsar a Diógenes Ramírez Griego de la institución donde además era catedrático. Luego de aquellos acontecimientos ya lejanos, Diógenes regaló su automóvil, repartió entre amigos y familiares lo que tenía ahorrado en el Banco y abandonó la casa paterna para irse a vivir en los basureros que abundan dentro de la distópica ciudad. Sus amigos ya no eran los flamantes académicos de autos carísimos y cubículos elegantes; ahora sus camaradas eran los pepenadores, “los verdaderos héroes de la gran metrópoli”, como él los había llamado en su tesis doctoral. Mucho tiempo deambuló sin un lugar fijo de residencia, hasta que finalmente dio con aquel lote baldío abandonado convertido en basurero; la cisterna Rotoplás era un magnífico lugar para descansar y dormir por las noches luego de la pepena del día.
Aquella noche llovía. Dentro de la cisterna Diógenes escuchaba el golpeteo del agua. Envuelto en la zalea de borrego no la pasaba mal; no tenía frío. Sus tres perros dormían, echados a su alrededor. Los perros y la zalea le recordaron aquella madrugada helada en la que los tres animales se disputaban la piel que parecía ser de toro o de vaca, por su tamaño. Cuando los vio tironeándose aquella piltrafa, Diógenes pensó que podía utilizarla como tapete y cobija para dormir. Los perros opusieron resistencia, pero Diógenes los amedrentó con el báculo que nunca le faltaba, no tanto para apoyarse, sino como arma de defensa, ya que no era tan viejo y tampoco padecía alguna dolencia que le impidiera caminar de manera normal.
Comprobó que la zalea estaba bien curtida y su tamaño era poco común; el borrego debió tener el tamaño de un toro. Diógenes recordó el mito del Vellocino de Oro. Sólo le faltaron las alas, pensó; además recordó que el carnero mitológico era hijo de Poseidón. Esto le hizo sentir nostalgia por su época universitaria, sus cátedras de filosofía y de literatura griega. A veces, cuando aquellos recuerdos le llegaban, se ponía a hablar con sus perros acerca de La Ilíada y La Odisea, o sobre los trágicos griegos o Las Odas de Píndaro que tanto le gustaban. Aún recordaba aquellos poemas y solía declamarlos en voz alta durante sus largos recorridos por la ciudad en busca de algo para pepenar. La gente que lo conocía ya se había acostumbrado a escucharlo.
A sus perros, Diógenes les puso los nombres de Sófocles, Esquilo y Aristófanes. De hecho, el filósofo pepenador había juntado tal cantidad de libros usados que su refugio se había convertido en una biblioteca diminuta bien surtida. Cuando Diógenes llegaba, encendía una veladora, extendía su zalea de borrego y se tiraba a leer. Aquella zalea era su Vellocino de Oro, les decía a sus amigos pepenadores luego de que les narraba el mito. Y para que la zalea no le fuera robada durante las horas en que salía a la pepena, Diógenes la enrollaba y atada con un pedazo de cuerda, se la echaba en la espalda junto a la mochila vieja en la que cargaba un suéter mugriento, un par de tenis desgastados, una taza y un plato de plástico, además de un par de mecates con los que ataba la pepena. Así salía muy temprano a recorrer la ciudad, para buscar en los tambos de basura.
Luego de la lectura habitual, aquella noche de lluvia, Diógenes se acomodó y se envolvió para dormir. Sus tres perros también se acomodaron alrededor en la improvisada cama de cartón. Afuera, la lluvia seguía golpeando con fuerza sobre el Rotoplás; era un arrullo constante.
De pronto, el impacto de algo sobre la tierra mojada alertó a los cuatro. Los perros se levantaron y salieron ladrando. Diógenes se levantó, se embonó los viejos zapatos y salió a ver qué era aquello que había golpeado con tal fuerza. ¿Sería un pedazo de roca espacial?, se preguntó. Algo había caído entre la lluvia y la noche; algo que posiblemente venía de las estrellas.
A pocos metros de la cisterna estaba el objeto que brillaba tenuemente a la luz de unas lámparas lejanas. Era una maleta de viaje de esas de plástico grueso de tamaño considerable. Por el estado en que se hallaba y el ruido que había hecho al caer, dedujo que la maleta había caído del cielo. Si alguien la hubiera ido a tirar, los perros lo hubieran percibido. Arrastró la valija hacia el interior de la cisterna y a la luz de la veladora vio que estaba muy maltratada por el impacto. Y eso que la basura amortiguó el golpe, pensó. Tomó un cacho de varilla que tenía en un rincón y haciendo palanca la abrió totalmente. ¡Dinero! ¡Fajos de billetes, todos de a quinientos y de mil! No supo qué pensar.
Contempló maravillado por varios minutos antes de decidirse a tocar el tesoro. Cuando lo hizo se percató que en el interior de la maleta había un pequeño dispositivo que emitía un zumbido y una luz verde y parpadeante. Sospechó que aquello no podía ser sino un localizador de seguridad para que la maleta pudiera ser rastreada. A pisotones y con la varilla destrozó aquel artefacto; luego lo arrojó lo más lejos posible. Después sacó un par de billetes y los metió bajo la plantilla de uno de sus zapatos viejos. Cerró la maleta, la guardó en una vieja bolsa de hule, se envolvió en su zalea de borrego y se echó a dormir, a soñar esta vez sin pesadillas; a soñar seguramente con el Olimpo…
El día no clareaba del todo cuando Diógenes y sus perros se levantaron. Llevó la maleta envuelta en la bolsa de plástico hasta un pequeño socavón donde había un grueso tubo para drenaje semienterrado. Allí guardó su tesoro cubriéndolo con escombro, primero, y con tierra y basura después. En tiempos normales hubiera salido a buscar botellas, vidrio, metales y cartón para vender, pero ese día era especial y luminoso: la lluvia había limpiado a la ciudad del smog habitual. Al oriente los volcanes se veían cubiertos de nieve.
Buscaría un lugar dónde desayunar unos churros con chocolate, de esos que tanto había deseado desde hacía tanto; más tarde irían por hamburguesas con carne jugosa y papas. Los cuatro se darían un banquete de reyes. Ese día sí podía, seguro que sí.
Después de desayunar los churros y el chocolate en una chocolatería donde en principio se habían negado a darle servicio, se dedicó a deambular por las calles céntricas de la ciudad. Todo le parecía distinto. Tal vez hasta se compraría un traje, pensó cuando pasó por una tienda de ropa en la calle Madero. Nunca había vestido de traje, ni siquiera en sus mejores días como catedrático o el día de sus exámenes profesionales. Pero ahora quizá sí, dejaría de ser Diógenes por unos días, se dijo.
Por la tarde compró cuatro hamburguesas jugosas y los cuatro, él y sus perros, se dieron un banquete en la Alameda Central mientras Diógenes contemplaba el Palacio de Bellas Artes. Recordó la vez que fue a ver a Joan Manuel Serrat en ese recinto consagrado a la opulencia. Cuando me daba una vida de pequeñoburgués, reflexionó.
Poco después regresaron a su cuchitril.
Tres hombres, uno de ellos vestido de traje, husmeaban en el basurero.
—Eh, tú. ¿Vives aquí?
—Algunas veces.
—¿Algunas veces?
Los perros gruñeron.
—Algunas veces duermo donde me agarra la noche.
— ¿Y anoche dónde dormiste?
—Acá.
—¿Escuchaste algo? Perdimos una cosa muy importante y pensamos que cayó aquí.
—No. Nada. Llovía fuerte y tengo el sueño pesado. La pepena cansa.
Los perros volvieron a gruñir. El hombre de traje se dirigió a uno de los otros:
—¿Estás seguro de que fue aquí?
—Eso marcan las coordenadas, patrón.
—¿No hay posibilidades de algún error?
—A veces, durante la caída, el transmisor suele fallar; pero la última señal nos da este lugar.
—¿Estás seguro de que no escuchaste nada? —le preguntó el del traje a Diógenes.
—No, nada. Los perros se hubieran inquietado; son muy sensibles y cuando algo pasa, me despiertan con sus ladridos. Anoche se la pasaron durmiendo.
—¿Vives allí adentro? —preguntó el hombre del traje señalando la cisterna Rotoplás.
—Sí, allí dormimos.
—Vamos a revisar —ordenó el de traje a los otros dos hombres.
Los perros volvieron a enseñar las fauces amenazantes, pero aún así los hombres entraron a la cisterna. Sólo hallaron el lugar lleno de libros, cartones que servían de cama y la veladora que funcionaba como lámpara. También había algunos restos de comida. Sin pedir permiso, comenzaron a remover los libros. Nada, no había nada. A Diógenes le arrebataron la zalea enrollada y la mochila vieja que llevaba en la espalda y las revisaron. Nada.
—Escúchame bien, cabrón, si viste o escuchaste algo, nos debes de decir. Si no, vas a estar en problemas. Más vale que digas la verdad.
Diógenes se encogió de hombros y guardó silencio.
—Yo creo que mejor le damos una calentadita, para que suelte la sopa, patrón —dijo uno de los hombres.
—Tal vez esté diciendo la verdad. El basurero es muy grande. Puede que la maleta haya quedado enterrada entre los montones de basura —dijo otro de los hombres.
—Ojalá no haya caído en el canal de aguas negras.
—Y qué tal si éste ya sacó la feria, patrón —intervino uno de los hombres—. Yo digo que una calentadita no le caería mal.
—No hubiera regresado. Pero por si las dudas hay que vigilarlo. Contacten al Chaka y al Dedos para que inmediatamente vengan a buscar. Quiero que remuevan toda la basura, cada centímetro. Mientras los localizan, te quedas a vigilar el lugar y a este cabrón, las veinticuatro horas —dijo el hombre de traje señalando a uno de los hombres, un tipo gordo vestido con ropa deportiva y una gorra de beisbolista.
Luego, dirigiéndose a Diógenes, dijo:
—Y tú, quiero que regreses todos los días. Cuidadito si sales con una jugarreta. Vas a estar bien vigilado. Si no regresas, te buscamos y te encontramos, ten la seguridad.
Al día siguiente Diógenes se dio cuenta que una camioneta con uno de los individuos que acompañaban al hombre de traje estaba frente a la entrada del terreno baldío. Salió como de costumbre, muy temprano, seguido por sus tres perros. Para que saliera el sol faltaban un par de horas. El sicario lo vio salir y bajó de la camioneta.
—Ey, ¿a dónde?
—A la pepena. Hay que madrugar, si no, le madrugan a uno.
—Deja ver.
El pistolero buscó en la vieja mochila y dentro de la zalea de borrego. Únicamente halló el par de zapatos que Diógenes llevaba de repuesto, el viejo y sucio suéter, los mecates, el plato y la taza de plástico.
—Espero que no te estés haciendo pendejo. No me caes bien y tengo ganas de partirte la madre.
Diógenes asintió con la cabeza.
Lo dejó continuar su camino. El sicario se acomodó nuevamente dentro de la camioneta para volver a dormirse mientras se cubría con una chamarra.
Después llegaron otros tres hombres y comenzaron la búsqueda de un modo sistemático, comenzando por un rincón. Removieron cada metro de basura, sin éxito.
—¡Puta! Esta mierda es grande. Para remover toda esa basura nos vamos a llevar dos semanas —exclamó uno de los hombres mientras fumaba un cigarrillo—. Además, todo esto de remover toda esa porquería me parece asqueroso.
—Órdenes son órdenes. Así que jálale —dijo otro de los hombres—. Ya sabes que el patrón no se anda con cuentos. Más vale que no protestes.
Por la tarde se fueron con la tarea de volver al día siguiente para continuar con la búsqueda.
Esa misma noche Diógenes decidió que sacaría el dinero, pero sin la maleta; así el individuo que vigilaba no se percataría. Sabía que sólo era cuestión de tiempo para que dieran con el tesoro, sabrían que él lo había escondido y entonces lo matarían junto con sus perros.
Diógenes fue hasta el agujero cubierto con piedras, tierra y basura y sacó cuidadosamente la maleta, sin hacer ruido. Retiró los fajos de billetes y los envolvió dentro de la zalea enrollada. Los que no cupieron los echó en la vieja mochila. Luego enterró la maleta lo mejor que pudo. El problema era el guardia. ¿Lo volvería a revisar a la salida? Pensó saltar la barda que rodeaba el baldío, pero era demasiado alta y con alambre de púas. Se arriesgaría a salir por donde siempre. El pistolero tal vez no lo notaría.
Pero sus cálculos fallaron. El sujeto que vigilaba lo sintió salir.
—¿A dónde vas tan temprano? —le preguntó el hombre; éste vio su reloj: 3:10 de la mañana—¡Puta! —exclamó mientras bostezaba— Chingada madre. No puede uno dormir en paz, siempre hay que estar pajareando.
—La pepena está muy competida; cada vez hay que madrugar más.
—¿No te parece que es demasiado?
—Hay que llegar antes de que llegué el camión de la basura; este día pasa más temprano.
—Voy a revisarte —dijo el hombre al percatarse de que la zalea y la mochila iban más abultadas de lo normal.
El hombre sacó una pistola y le ordenó a Diógenes que regresara al interior del baldío y dejara la mochila y la zalea en el suelo. Al descubrir los fajos de billetes se dirigió al pepenador en tono amenazante:
—Con que muy listo, ¿no cabrón? Pues te salió mal la jugada.
Me voy a quedar con toda esa lana y a este wey voy a matar, luego lo voy a aventar al canal. Diré que salió como de costumbre y que no volvió, sospecharán que tenía el dinero oculto y que escapó. Nos ordenarán buscarlo y después de un tiempo la banda se resignará a quedarse sin los billetes, pensó el hombre.
Diógenes no respondió; sintió su fracaso helado en las plantas de los pies.
Los perros gruñeron.
No voy a usar la pistola, sino esto, se dijo el pistolero mientras sacaba una navaja. Así no habrá ruido.
Al ver en peligro a Diógenes, los perros se lanzaron en contra de aquel sujeto que no tuvo tiempo de reaccionar. Las fuertes mandíbulas comenzaron a triturar los brazos y las piernas del maleante que gritaba que lo ayudaran. Diógenes golpeó con su báculo la cabeza del sujeto para evitar que siguiera gritando. Luego lo remató con una piedra.
Arrastró el cuerpo hasta el socavón en donde había escondido con anterioridad la maleta con el dinero y metió, como pudo, aquel cuerpo sanguinolento. Lo cubrió con escombros, tierra y basura. Se asomó a la calle y vio que solo algunas personas caminaban en la acera contraria, ajenas totalmente a lo que acababa de pasar. Volvió a acomodar los fajos de billetes en la zalea y en la mochila y salió.
Más tarde Diógenes fue, uno a uno, a los lugares donde descansaban sus amigos pepenadores y les fue dejando pequeños fajos de dinero. Así anduvo repartiendo el tesoro. Solo se quedó con algunos billetes envueltos en el vellocino. Después, seguido por sus perros, se enfiló hacia una de las salidas de la ciudad.